sábado, 30 de marzo de 2019

La calle del Colegio de Cristo

Fue una de las calles que en el siglo XVI se llamó de los Donceles, que posteriormente
era conocida por calle de los Cordobanes, y que ahora ha vuelto a recobrar su nombre
primitivo bajo la designación de 4.ª calle de los Donceles.
Vivió en esta calle, a principios del siglo XVII, don Cristóbal de Vargas Valadés,
quien hacia el año de 1602 había convenido y concertado con el prior, frailes y
consultores del convento de San Agustín, de esta ciudad de México, instituir y fundar
una capellanía cuya principal renta se consagraría a dotar huérfanas para que se
casaran.
Ocho años transcurrieron de tirada la escritura respectiva, y en 11 de enero de
1610, estando don Cristóbal de Vargas Valadés enfermo y próximo a morir, tan
próximo que falleció ese mismo día, considerando, según su criterio, que era de maye
utilidad que casar huérfanas, «fundar en esta ciudad un colegio de estudiantes pobres,
donde los enseñasen y doctrinasen de suerte que de dicho colegio salieran algunos
sacerdotes y personas doctas, que fuesen de mucho servicio y provecho para Dios
Nuestro Señor», con este propósito revocó la dotación de la capellanía, y, en efecto,
hizo un codicilo a su testamento primitivo, en el cual se contienen, por decirlo así, las
constituciones que habían de regir en aquel establecimiento.
Primeramente, consagraba las casas de su habitación, donde a la sazón moraba,
hoy 4.ª de Donceles número 99, para que en ellas se hiciera la fábrica material del
colegio; casas que en esa fecha estaban marcadas con el número 8 y tenían por
límites, «por una parte, las casas de Miguel Luis de Acevedo, y por la otra las casas
de Juan de Avendaño, y al frente unas casas de los herederos de Jerónima de Vargas»;
es decir, al oriente la casa hoy número 101, al poniente la casa número 97 y al norte
la número 98 y parte del lugar donde muchos años después se edificó el convento de
la Enseñanza.
Ordenaba en segundo lugar, que la institución se habría de llamar perpetuamente
Colegio de Cristo, y en él se habían de recibir doce colegiales pobres y huérfanos de
padre, «que estarían al cuidado de un Rector», que los había de regir, administrar,
doctrinar y enseñar otras virtudes; «los cuales dichos colegiales, habían de llevar
hábitos morados, con beca verde, y en el hombro izquierdo bordadas las Armas del
fundador»; que para el servicio del Rector y colegiales, se compraran «dos y tres
esclavos y un portero» con campanilla, para más clausura y recogimiento.
En tercer lugar, nombraba por patrones del colegio al prior del convento de San
Agustín, en unión de cuatro consultores de éste, y en caso de que no aceptasen el
patronato, nombraba al Rey de España, y en su lugar y nombre al Virrey que fuese en
la Nueva España.
En cuarto lugar, prevenía que el rector del colegio había de ser persona de buena
vida y costumbres, y docto; que podía ser clérigo, sacerdote y religioso de la Orden
de San Agustín; que estaría obligado «a decir misa todos los días en dicho colegio, en
su memoria y en la de su esposa doña Catalina Mejía, y por sus ánimas y las de sus
difuntos, y por las del Purgatorio, y por las de aquellos que pudieran haber estado a
cargo de algunas cosas, y de otros amigos y bienhechores»; que como era justo que
los estudiantes aprendieran a cantar, a fin de que supieran oficiar una misa, el rector
estaría también obligado a decir ocho misas cantadas, en cada un año, en las cinco
fiestas principales de Nuestra Señora: la primera a la Concepción; la segunda a la
Natividad; la tercera a la Visitación de Santa Isabel; la cuarta a la Purificación; la
quinta a la Asunción; la sexta a la Ascensión del Señor; la séptima el día de Todos
Santos, y la octava y última, el Día de Difuntos, con su vigilia; que el dicho rector
tendría casa, comida y quinientos pesos de oro común en reales de renta, cada año,
pagaderos por sus tercias adelantadas; y que el rector escogería para su aposento la
pieza que mejor le pareciera.
En quinto lugar, mandaba que hubiese, además del rector, doce estudiantes, que
por todos habían de ser trece, y los estudiantes serían de doce a quince años; habían
de saber leer y escribir lo suficiente para poder entrar a estudiar; que habían de ser
huérfanos de padre, notoriamente pobres, de legítimo matrimonio, españoles de todos
cuatro costados e hijos de padres honrados y virtuosos; que estarían en el colegio diez
años y no más, cada uno de los dichos colegiales, y faltando uno, podía entrar otro en
su lugar, de manera que siempre estuviera completo el número de los doce; que no
podría ser echado ninguno fuera del colegio, hasta que hubiera cumplido el término
de los diez años, a no ser que fuera de malas costumbres o diera mal ejemplo; estarían
obligados a rezar por el alma del fundador; y si acaso no se presentase algún deudo
de éste hasta el cuarto grado de parentesco, pidiendo entrar al colegio, lo prefirieran a
los demás que no fueran sus parientes; y si fuera deudo de su esposa, doña Catalina
de Mejía, ya difunta, prefirieran a los suyos; y si no los hubiese de parte de su padre,
se habían de preferir a los de su madre: y llamaba en primer lugar a los hijos de
Diego Valadés, su sobrino, no obstante que no fueran huérfanos, porque tratándose de
él, y de todos sus deudos, no se había de entender esto.
En sexto lugar, ordenaba que el sustento que se había de dar a los colegiales sería
el siguiente: primeramente de almorzar por la mañana, y al medio día de comer, y de
cenar en la noche, a las horas que le pareciere al rector, dándoles su asado, su potaje y
olla con vaca, camero, coles, tocino, pan y fruta; y los días de pescado, quedaría al
albedrío del rector.
En séptimo lugar, ordenaba que a los colegiales se les había de dar candelas para
el dormitorio y también, a los muy pobres, su vestido cada año, de todo
cumplimiento, zapatos, medias, calzones de paño, dos camisas, jubón, ropilla, manto,
beca y bonete.
En octavo lugar, prevenía que limitaba a doce el total de los estudiantes, pero que
si los productos de sus bienes eran suficientes para recibir y atender más, no ponía
límite en el número.
En noveno lugar, ordenaba que al prior y consultores de San Agustín, como
patrones del colegio y para administrar sus bienes, les aplicaba de sueldo novecientos
pesos de oro común cada año, entrando en ellos los cuatrocientos pesos de renta de
una capellanía que tenía instituida en el dicho convento.
En décimo lugar, mandaba que el prior rector había de ser el presbítero Gaspar de
Benavides, y a los cinco años que le correspondían para regir el colegio, le
acrecentaba tres, por ser hombre de mucha virtud y por las buenas obras que de él
había recibido, y pasados los ocho años, el prior nombraría rector a la persona que
mejor le pareciera, ya fuese fraile o clérigo.
Al terminar de dictar el anterior codicilo, dio fe el escribano Francisco de Arzeo,
que no lo firmaba el otorgante por estar enfermo, y el mismo día 11 de enero de 1610,
entre dos y tres de la tarde, dio también fe de que había muerto.[50]
El albacea de don Cristóbal de Vargas Valadés ejecutó las disposiciones
testamentarias y acondicionadas convenientemente las casas en que había muerto el
testador y que había destinado para la edificación del Colegio de Cristo, éste se abrió
al fin el año de 1612.
Vinieron a menos las rentas del capital que se había destinado para el
sostenimiento del colegio, y en 1772 sólo había cuatro colegiales, que habitaban allí
casi como los vecinos de una casa particular, distinguiéndose sólo por su traje, que
consistía en un manto morado, beca verde y bonete.
El rector, que era entonces don Juan Ignacio Aragonés, hizo lo posible por
conservar la institución, pero tuvo grandes tropiezos para el sostenimiento, entre
otros, el principal fue que amenazaba ruina el edificio y carecía de recursos
suficientes para repararlo.
Por ese tiempo, la Junta Superior de Aplicaciones, que estudiaba la forma en que
había de distribuir los bienes que habían pertenecido a los jesuitas, resolvió dar nueva
organización a los colegios de San Pedro y San Pablo y de San Ildefonso.
Dicha junta tuvo, empero, muchas dificultades para realizar esa organización, y
procurando arbitrarse fondos que agregar a las rentas de que disponían, propuso al
Virrey, don Antonio María de Bucareli y Ursúa, incorporara a esos colegios el de
Cristo, pasando a ellos los cuatro colegiales que quedaban, a fin de que allí
concluyeran sus estudios, e incluyendo en la corporación el edificio, que podría
arrendarse.
El Virrey pasó lo propuesto por la Junta al Oidor Juez en turno de colegios y al
Fiscal de lo Civil, y oídos los pareceres de ambos, que estuvieron de conformidad,
decretó la incorporación el 3 de marzo de 1774.
En carta dirigida por Bucareli al rey Carlos III, con fecha 25 de noviembre del
mismo año, le dio cuenta de lo ejecutado, y el rey aprobó todo por Cédula de 15 de
enero de 1777.[51]
Arrendada la casa para viviendas, una vez que fue desocupada por el colegio,
continuó así hasta la época de la Reforma, en que fue adjudicada a un particular.
Hoy la casa del Colegio de Cristo está convertida en despachos y viviendas, pero
a pesar de haber sido bárbaramente pintada en su interior, conserva todavía su bella y
típica fachada, que se destaca entre las modernas de las casas contiguas.
En esta calle que, como dijimos, ha llevado sucesivamente los nombres de los
Donceles, del Colegio de Cristo y de Cordobanes, y que ahora lleva el de 4.ª Calle de
Donceles, existen casas más o menos reedificadas que recuerdan sucesos históricos.
En 1754 se compraron en esta calle dos casas para fundar el Convento de la
Enseñanza, que es hoy Palacio de Justicia; por esa misma fecha ya existía en esta
calle el Estanco de Cordobanes, que le dio nombre desde entonces hasta 1910; en la
casa núm. 7, ahora núm. 97, se reunían a principios del siglo XIX los individuos que
conspiraban para hacer la independencia, y en la casa de la esquina, dando vuelta a la
calle de Santo Domingo,[52] vivió el célebre don Gabriel Yermo, jefe de los
conjurados del Parián, llamados chaquetas, por el saco corto que usaban, y que
depusieron del virreinato de la Nueva España a don José Iturrigaray, la memorable
noche del 15 de septiembre de 1808.
Pero el acontecimiento histórico más dramático, fue el que tuvo lugar en la noche
del 23 de octubre de 1789, en la casa número 13, ahora núm. 98 de esta calle.
En dicha casa vivía don Joaquín Dongo, rico hacendado y almacenero, prior del
Real Tribunal del Consulado y albacea que había sido del difunto Virrey don Antonio
María de Bucareli y Ursúa.
A las 6 y tres cuartos de la mañana del 24 de octubre de 1789, se dio aviso al
señor Alcalde de Corte, don Agustín de Emparán, que en la noche anterior había sido
asesinado y robado el citado Dongo y toda su servidumbre. Inmediatamente se
trasladó a la mencionada casa, y encontró muertos y tirados en el patio a don Joaquín
Dongo, a un lacayo de nombre José, y a su cochero Juan. El cadáver de Dongo estaba
cerca de la escalera, detrás el del lacayo, y el del cochero en la parte opuesta del
patio. Además halló en la covacha, debajo de la escalera, el cadáver de un portero
jubilado, Juan Francisco, y en la portería de la casa los de otro portero llamado José y
el de un indio correo que había venido de la hacienda de Dongo. Subió en seguida el
señor Alcalde al entresuelo, y encontró en la tercera pieza, muerto en su cama y casi
desnudo, a don Nicolás Lanuza, padre del cajero de la casa. En la vivienda principal,
halló también muertas a la galopina, a la cocinera, a la lavandera y a la ama de llaves;
la primera en el pasadizo de la cocina, la segunda en ésta, la tercera en la anteasistencia
y la última en la asistencia.
Aquellos once cadáveres habían sido horriblemente maltratados; todos los
cráneos hechos pedazos y la saña de los asesinos no había perdonado ni a un pobre
perico, que también mataron.
Difícil sería pintar el pánico y la indignación que produjo aquel espantoso crimen,
raro en verdad en aquellos tiempos; como sería también difícil encarecer la suma
actividad que desplegaron las autoridades, entre las que se distinguió mucho el ilustre
Virrey, segundo Conde de Revilla Gigedo.
En breves días se averiguó quiénes habían sido los asesinos, que al principio se
mantuvieron negativos; pero poco a poco confesaron todo. Dijeron que habían
entrado a la casa la noche del 23 de octubre, fingiéndose miembros de la ronda; que
asesinaron primero a los porteros, al indio correo, a Lanuza y a los cuatro criados;
que después bajaron en espera de Dongo, quien llegó en su coche a las nueve y media
de la noche; que lo mataron en seguida, lo mismo que al lacayo y al cochero; que
sacaron a continuación en el coche $ 22,000, que produjo gran estremecimiento la
salida del carruaje; que se fueron en él por las calles de Santo Domingo y Medinas,
hasta la accesoria número 23 de la Calle del Águila, en donde se repartieron cerca de
cuatrocientos pesos, ocultando el resto debajo de las vigas, y que el coche lo fueron a
dejar abandonado por Tenexpan.
Los asesinos se llamaban, Baltasar Dávila Quintero, natural de las Canarias;
Felipe María y Bustamante y Joaquín Blanco, españoles.
Quince días después de cometido el crimen, el 7 de noviembre de 1789, fueron
llevados al suplicio.
Se les condenó, como nobles que eran, a la pena de garrote y a ser llevados por
las calles con traje talar y gorros negros, montados en mulas con gualdrapas
enlutadas, publicándose su delito por voz del pregonero y al son de los clarines.
Conducidos al tablado, que se levantó en medio de la puerta principal de Palacio
y la de la Cárcel de Corte (y que medía tres varas de altura, diez de largo y ocho de
ancho, todo entapizado y guarnecido de bayetas negras hasta la escalera, piso y
palos), los reos fueron ejecutados, el verdugo rompió el bastón y machetes con que
habían consumado el crimen, y estuvieron los cadáveres expuestos hasta las 5 de la
tarde, y a esta hora se les condujo a la cárcel, en donde se les amputaron las manos
derechas, de las cuales dos se pusieron clavadas con escarpias en la casa número 13
de la Calle de Cordobanes y la otra en la parte alta de la pared de la Accesoria
número 23 de la calle del Águila, para escarmiento y satisfacción de la vindicta
pública.[53]
Desde entonces, la casa número 13 de la calle de Cordobanes fue célebre; pero
posteriormente ha sido reformada y hoy no conserva su aspecto antiguo.


[50] Testimonio de las Constituciones del Colegio de Cristo M. S., del Archivo
General de la Nación. <<
[51] Cedulario del Archivo General de la Nación, tomo 177, fol. 261. <<
www.lectulandia.com - Página 325
[52] Esta casa estuvo marcada con los números 2 y 3 en la nomenclatura antigua y
ahora con los números 87 y 89. (Archivo General de la Nación, Ramo de Padrones).
<<
[53] Memorial instructivo relativo así a la causa de don Joaquín Dongo, etc., publicado
en el tomo IV, pág. 376 del Museo Mexicano; Suplemento a los Tres Siglos de
México, tomo II, pág. 87, y México a Través de los Siglos, tomo II, pág. 877. <<

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