miércoles, 27 de marzo de 2019

LAS LAMIAS DE MUNAGUREN Corozika, Bizkaia

Según J. M. de Barandiaran, las lamias aparecen bajo diferentes aspectos en distintas leyendas vascas. En algunas son seres divinos, superiores a los humanos y a quienes éstos hacen sacrificios u ofrendas. En otras son genios cuya fuerza puede ser dominada mediante objetos o procedimientos mágicos. Una persona puede incluso secuestrarlas apoderándose, por ejemplo, de algo que les pertenezca. 
En cierta ocasión, unos caseros cogieron a una lamia y la llevaron a su casa. Aunque le hicieron muchas preguntas, ella no decía ni media palabra. La etxekoandre había puesto leche a hervir, y cuando ésta empezó a subir, la lamia dijo: “txurie gora!” (ilo blanco, arriba!), y después huyó por la chimenea. 
La leyenda que sigue la recogió R.  de Azkue en su «Euskalerriaren Yakintza». 

En Bizkaia, a medio camino entre Zornotza y Gernika, se encuentra un pequeño pueblo llamado Gorozika, y en él, subiendo hacia Zugaztieta, hay una hermosa casa de nombre Munaguren. A unos cuantos metros de la puerta principal existe un pozo grande, mucho más grande que lo normal, al que se conoce como “Lamina-putzu”, el pozo de la lamia. Al lado del pozo, con las ramas inclinadas sobre él, hay un sauce. 
Hace mucho tiempo, un grupo de lamias vivía en el pozo. Toda la gente de los alrededores lo sabía, y las respetaba. Nadie intentaba acercarse a ellas y, cuando alguien tenía necesidad de pasar cerca del lugar, gritaba diciendo que iba, y las lamias se ocultaban en el agua. A cambio, ellas cantaban hermosas canciones que se escuchaban en todo el valle, ayudaban a los labradores en sus faenas y cuidaban a los niños cuando iban camino a la escuela. 
También les gustaba sentarse en las ramas del sauce y peinar sus largos cabellos mientras se contemplaban en las aguas del pozo. Solían hacer su colada en aquel mismo sitio y, después de lavada la ropa, la colgaban de las ramas del árbol para que se secara. 
Las ropas de las lamias, al igual que todos los objetos que utilizaban, eran de oro, y de oro era el hilo de la sábana que una pequeña lamia colgaba del sauce todos los días. 
La etxekoandre del caserío Munaguren veía brillar la prenda desde la ventana de su cocina. 
—¿Para qué quiere esa pequeña lamia una sábana de oro? —se preguntaba—. Seguro que tiene muchas. Yo, sin embargo, necesito arreglar algunas cosas en la casa, y por la venta de esa sábana me darían unos buenos dineros... 
Así que, sin pensarlo demasiado, salió la mujer de la casa y se dirigió a Lamina-putzu. Al ver que se acercában la pequeña lamia se lanzó presurosa al pozo, dejando la sábana colgada en las ramas del sauce. La casera cogió la sábana y volvió a casa a toda prisa. 
Aquella misma noche se oyó un fuerte golpe en la puerta del caserío, y la voz de la lamia que decía: 
Munagurengo atso bandera, ekarri egida na nire ondra izara (Vieja osada de Munaguren, devuélveme mi sábana honrada). 
Pero la mujer no quería darse por enterada. 
—Ya se cansará... —pensó. 
Al día siguiente ninguna lamia se sentó en el sauce, ni tampoco colgaron sus ropas en las ramas del árbol, ni se escucharon sus cantos. 
Durante la noche, de nuevo se oyeron idénticos aldabonazos en la puerta del caserío. 
Munagurengo atso bandera, ekarri egidana nire ondra izara —volvió a decir la lamia. 
Y así pasaron varios días. De día, silencio; de noche, golpes. Hasta que, finalmente, la casera lanzó la sábana de oro por la ventana. 
—Nunca jamás faltará lino en esta casa —dijo la pequeña lamia al recoger la sábana. 
Pero, desde entonces, las lamias desaparecieron de Munaguren y, que se sepa, nunca más han vuelto. 


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