viernes, 29 de marzo de 2019

LA SONRISA DE MARKO

El buque flotaba blandamente sobre las aguas lisas, como una medusa descuidada.
Un avión daba vueltas, con el insoportable zumbido de un insecto irritado, por el
estrecho espacio de cielo encajonado entre las montañas. Aún no había transcurrido
más que la tercera parte de una hermosa tarde de verano y ya el sol había
desaparecido por detrás de los áridos contrafuertes de los Alpes montenegrinos
sembrados de desmedrados árboles. El mar, tan azul de mañana por el horizonte,
adquiría tintes sombríos en el interior de aquel fiordo largo y sinuoso, extrañamente
situado en las cercanías de los Balcanes. Las formas humildes y recogidas de las
casas y la franqueza salubre del paisaje eran ya eslavos, pero la apagada violencia de
los colores, el orgullo desnudo del cielo, recordaban todavía al Oriente y al Islam. La
mayoría de los pasajeros había bajado a tierra y trataba de entenderse con los
aduaneros, vestidos de blanco, y con unos admirables soldados, provistos de una daga
triangular, hermosos como el Ángel exterminador. El arqueólogo griego, el bajá
egipcio y el ingeniero francés se habían quedado en la cubierta superior. El ingeniero
había pedido una cerveza, el bajá bebía whisky y el arqueólogo se refrescaba con una
limonada.
—Este país me excita —dijo el ingeniero—. El muelle de Kotor y el de Ragusa
son seguramente las únicas salidas mediterráneas de este gran territorio eslavo que se
extiende desde los Balcanes al Ural, ignora las delimitaciones variables del mapa de
Europa y le vuelve resueltamente la espalda al mar, que no penetra en él más que por
las complicadas angosturas del Caspio, de Finlandia, del Ponto Euxino o de las costas
dálmatas. Y en este vasto continente humano, la infinita variedad de las razas no
destruye la unidad misteriosa del conjunto, del mismo modo que la diversidad de las
olas no rompe la majestuosa monotonía del mar. Pero lo que a mí en estos momentos
me interesa no es ni la geografía, ni la historia: es Kotor. Las bocas de Cattaro, como
dicen… Kotor, tal y como la vemos desde la cubierta de este buque italiano; Kotor la
indómita, la bien escondida con su camino que asciende en zig-zag hacia Cetinje, y la
Kotor apenas más ruda de las leyendas y cantares de gesta eslavos. Kotor la infiel,
que antaño vivió bajo el yugo de los musulmanes de Albania y a los que no siempre
rindió justicia la poesía épica de los servios, ¿lo comprende usted, verdad, bajá? Y
usted, Lukiadis, que conoce el pasado igual que un granjero conoce los menores
recovecos de su granja, ¿no van a decirme que nunca oyeron hablar de Marko
Kralievitch?
—Soy arqueólogo —respondió el griego dejando su vaso de limonada—. Mi
saber se limita a la piedra esculpida, y sus héroes servios tallaban más bien en la
carne viva. No obstante, ese Marko me interesó a mí también, y encontré sus huellas
en un país muy alejado de la cuna de su leyenda, en un suelo puramente griego, aun
cuando la piedad servia haya elevado unos monasterios asaz hermosos…
—En el monte Athos —interrumpió el ingeniero—. Los huesos gigantescos de
Marko Kralievitch reposan en alguna parte de esa santa montaña en donde nada ha
cambiado desde la Edad Media, salvo, quizá, la calidad de las almas, y donde seis mil
monjes con moños y flotantes barbas oran todavía hoy por la salvación de sus
piadosos protectores, los príncipes de Trebisonda, cuya raza se ha extinguido
seguramente hace siglos. ¡Qué sosiego produce pensar que el olvido no llega tan
rápidamente como creemos, ni es tan absoluto como se supone, y que aún existe un
lugar en el mundo donde una dinastía de la época de las Cruzadas sobrevive en las
oraciones de unos cuantos monjes ancianos! Si no me equivoco, Marko murió en una
batalla contra los otomanos, en Bosnia o en un país croata, pero su último deseo fue
que lo inhumaran en ese Sinaí del mundo ortodoxo, una barea logró transportar hasta
allí su cadáver, pese a los escollos del mar oriental y a las emboscadas de las galeras
turcas. Una hermosa historia, y que me hace recordar, no sé por qué, la última
travesía de Arturo…
Existen héroes en Occidente, pero parecen sostenidos por su armadura de
principios al igual que los caballeros de la Edad Media por su armadura de hierro. En
ese servio salvaje hallamos al héroe al desnudo. Los turcos sobre los que Marko se
precipitaba debían de tener la impresión de que un roble de la montaña se les venía
encima. Ya les dije a ustedes que, en aquellos tiempos, Montenegro pertenecía al
Islam: las bandas servias no eran muy numerosas y no podían disputar abiertamente a
los circuncisos la posesión de la Tzernagora, la Montaña Negra de la que toma su
nombre aquella tierra. Marko Kralievitch establecía relaciones secretas en tierra infiel
con unos cristianos falsamente conversos, con funcionarios descontentos y con bajás
en peligro de desgracia o muerte; le era cada vez más y más necesario entrevistarse
directamente con sus cómplices. Pero su alta estatura le impedía deslizarse en el
campo enemigo disfrazado de mendigo, de músico ciego o de mujer, aun cuando este
último disfraz hubiera sido posible gracias a su gran belleza: lo hubieran reconocido
por la longitud desmesurada de su sombra. Tampoco podía pensar en amarrar una
barca en algún rincón desierto de la orilla: innumerables centinelas, al acecho detrás
de las rocas, oponían a un Marko solitario ausente su presencia múltiple e infatigable.
Pero allí donde una barca es visible, un buen nadador puede pasar inadvertido, y sólo
los peces descubren su pista entre dos aguas. Marko hechizaba a las olas; nadaba tan
bien como Ulises, su antiguo vecino de Ítaca. También hechizaba a las mujeres: los
complicados canales del mar llevábanle a menudo a Kotor, al pie de una casa de
madera toda carcomida, que jadeaba ante el empuje de las olas; la viuda del bajá de
Scutari pasaba allí sus noches soñando con Marko, y sus mañanas esperándolo.
Frotaba con aceite su cuerpo helado por los besos blandos del mar; lo calentaba en su
cama sin que lo supieran sus sirvientas; le facilitaba los encuentros nocturnos con
agentes y cómplices. En las primeras horas del día, bajaba a la cocina aún vacía para
prepararle los platos que más le gustaba comer. Él se resignaba a sus pesados senos, a
sus gruesas piernas y a las cejas que se le juntaban en medio de la frente; se tragaba la
rabia al verla escupir cuando él se arrodillaba para hacer la señal de la cruz. Una
noche, la víspera del día en que Marko se proponía llegar a nado hasta Ragusa, la
viuda bajó como de costumbre a hacerle la cena. Las lágrimas le impidieron cocinar
con el mismo cuidado de siempre; le subió, por desgracia, un plato de cabrito
demasiado hecho. Marko acababa de beber; su paciencia se había quedado en el
fondo de la jarra: la cogió por los cabellos con las manos pegajosas de salsa y aulló:
—¡Perra del diablo! ¿Pretendes que me coma una vieja cabra centenaria?
—Era un hermoso animal —respondió la viuda—. Y la más joven del rebaño.
—¡Estaba tan correosa como tu carne de vieja bruja, y tenía el mismo maldito
olor! —dijo el joven cristiano, que estaba borracho—. ¡Ojalá ardas tú como ella en el
Infierno!
Y de una patada lanzó el plato de guisado por la ventana que daba al mar y que
estaba abierta de par en par.
La viuda lavó silenciosamente el piso, manchado de grasa, y su propio rostro,
hinchado por las lágrimas. No estuvo ni menos tierna, ni menos apasionada que el día
anterior, y al apuntar el alba, cuando el viento del Norte empezó a soplar sembrando
la rebelión en las olas del Golfo, aconsejó suavemente a Marko que retrasara su
marcha. Él accedió. Cuando llegaron las horas ardientes del día, volvió a acostarse
para dormir la siesta. Al despertarse, en el momento en que se estiraba perezosamente
delante de las ventanas, protegido de la mirada de los transeúntes por unas
complicadas persianas, vio brillar las cimitarras: una tropa de soldados turcos rodeaba
la casa, tapando todas las salidas. Marko se precipitó hacia el balcón, que dominaba
al mar desde muy alto: las olas, saltarinas, rompían en las rocas haciendo el mismo
ruido que el trueno en el cielo. Marko se arrancó la camisa y se tiró de cabeza en
medio de aquella tempestad donde ni siquiera una barca se hubiese aventurado.
Rodaron montañas de agua bajo su cuerpo; rodó él bajo aquellas montañas. Los
soldados registraron la casa, conducidos por la viuda, sin encontrar ni la menor huella
del gigante desaparecido; por fin, la camisa desgarrada y las rejas arrancadas del
balcón los pusieron sobre la verdadera pista; se abalanzaron en dirección a la playa
aullando de despecho y de terror. Retrocedían a pesar suyo cada vez que una ola, más
furiosa que las demás, rompía a sus pies, y los embates del viento les parecían la risa
de Marko; y la insolente espuma, un salivazo suyo en la cara. Durante dos horas
estuvo nadando Marko sin conseguir avanzar ni una brazada; sus enemigos le
apuntaban a la cabeza, pero el viento desviaba sus dardos; Marko desaparecía y
volvía a aparecer debajo del mismo verde almiar. Finalmente, la viuda ató
fuertemente su pañuelo de seda a la esbelta y flexible cintura de un albanés; un hábil
pescador de atunes consiguió apresar a Marko con aquel lazo de seda, y el nadador,
medio estrangulado, no tuvo más remedio que dejarse arrastrar hasta la playa.
Durante las partidas de caza, allá en las montañas de su país, Marko había visto a
menudo cómo los animales se fingen muertos para evitar que los rematen; su instinto
lo llevó a imitar esta astucia: el joven de tez lívida que los turcos llevaron a la playa
estaba rígido y frío como un cadáver de tres días; sus cabellos, sucios de espuma, se
le pegaban a las sienes hundidas; sus ojos, fijos, ya no reflejaban la inmensidad del
cielo ni de la noche; sus labios, salados por el mar, se hallaban inmóviles entre sus
mandíbulas contraídas; sus brazos, muertos, dejábanse caer, y el pecho hinchado
impedía oír su corazón. Los notables del pueblo se inclinaron sobre Marko,
cosquilleándole el rostro con sus largas barbas y después, levantando todos a un
tiempo la cabeza, exclamaron, con una única y misma voz:
—¡Por Alá! Ha muerto como un topo podrido, como un perro reventado.
Arrojémosle de nuevo al mar, que lava las basuras, con el fin de que nuestro suelo no
se manche con su cuerpo.
Pero la malvada viuda se puso a llorar, y luego a reír:
—Hace falta algo más que una tempestad para ahogar a Marko —dijo—, y más
que un nudo para estrangularlo. Tal como lo veis aquí, todavía no está muerto. Si lo
arrojáis al mar, hechizará a las olas, igual que me hechizó a mí, pobre mujer. Coged
unos clavos y un martillo; crucificad a ese perro igual que crucificaron a su Dios, que
no acudirá aquí a ayudarle, y ya veréis cómo sus rodillas se retuercen de dolor y
cómo su condenada boca empieza a vomitar alaridos.
Los verdugos cogieron unos clavos y un martillo del banco del carpintero, que
calafateaba las barcas, y agujerearon las manos del joven servio, y atravesaron sus
pies de parte a parte. Pero el cuerpo torturado permaneció inerte: ningún
estremecimiento agitaba aquel rostro, que parecía insensible, y ni la sangre chorreaba
de sus carnes abiertas a no ser a gotitas lentas y escasas, pues Marko mandaba en sus
arterias lo mismo que mandaba en su corazón. Entonces, el más viejo de los notables
arrojó el martillo a lo lejos y exclamó, quejumbrosamente:
—¡Que Alá nos perdone por haber tratado de crucificar a un muerto! Vamos a
atar una gruesa piedra al cuello de este cadáver para que el abismo se trague nuestro
error, y para que el mar no nos lo devuelva.
—Hacen falta más de mil clavos y más de cien martillos para crucificar a Marko
Kralievitch —dijo la malvada viuda—. Tomad carbones encendidos y ponédselos en
el pecho, ya veréis cómo se retuerce de dolor, tal un gusano largo y desnudo.
Los verdugos cogieron brasas del hornillo de un calafate y trazaron un amplio
círculo en el pecho del nadador helado por el mar. Los carbones se encendieron,
después se apagaron y se volvieron negros como unas rosas rojas que mueren. El
fuego recortó en el pecho de Marko un amplio anillo carbonoso, parecido a esos
redondeles trazados en la hierba por la danza de los brujos, pero el muchacho no
gemía y ni una sola de sus pestañas se estremeció.
—¡Oh, Alá! —dijeron los verdugos—; hemos pecado, pues sólo Dios tiene
derecho a torturar a los muertos. Sus sobrinos y los hijos de sus tíos vendrán a
pedirnos cuentas de este ultraje: por eso, lo mejor será meterlo en un saco medio
lleno de pedruscos con el fin de que ni siquiera el mar sepa quién es el cadáver que le
damos a comer.
—Desgraciados —dijo la viuda—, reventará con los brazos todas las telas y
escupirá todas las piedras. Pero mandad que acudan las muchachas del pueblo, y
ordenadles que bailen en corro sobre la arena. Ya veremos si el amor continúa
torturándolo.
Llamaron a las muchachas, quienes se pusieron a toda prisa los trajes de fiesta;
trajeron tamboriles y flautas; juntaron las manos para bailar en corro alrededor del
cadáver, y la más hermosa de todas, con un pañuelo rojo en la mano, dirigía el baile.
Les llevaba a sus compañeras la altura de la cabeza morena y de su cuello blanco. Era
como el corzo cuando salta, como el halcón cuando vuela. Marko, inmóvil, dejaba
que lo rozase con sus pies descalzos, pero su corazón, agitado, latía de manera cada
vez más violenta, tan desordenada y fuertemente que tenía miedo de que todos los
espectadores acabasen por oírlo, a pesar suyo; una sonrisa de dicha casi dolorosa se
dibujaba en sus labios, que se movían como para dar un beso. Gracias al crepúsculo,
que oscurecía lentamente, los verdugos y la viuda no se habían dado cuenta de
aquellas señales de vida, pero los ojos claros de Haisché permanecían fijos en el
rostro del joven, pues lo encontraba hermoso. De repente, dejó caer su pañuelo rojo
para ocultar aquella sonrisa y dijo con tono de orgullo:
—No me gusta bailar delante del rostro desnudo de un cristiano muerto, y por eso
acabo de taparle la boca, ya que sólo verla me da horror.
Pero continuó bailando, con el fin de distraer la atención de los verdugos y para
que llegase la hora de la oración, en que se verían forzados a alejarse de la orilla. Por
fin, una voz gritó desde lo alto del minarete que ya era hora de adorar a Dios. Los
hombres se encaminaron hacia la pequeña mezquita tosca y bárbara; las cansadas
jóvenes se desgranaron hacia la ciudad arrastrando sus babuchas; Haisché se fue, sin
dejar de mirar atrás; tan sólo la viuda se quedó allí para vigilar el falso cadáver. De
repente, Marko se enderezó; con la mano derecha se quitó el clavo de la mano
izquierda, agarró a la viuda por los pelos rojizos y se lo clavó en la garganta; luego,
tras quitarse el clavo de la mano derecha con la mano izquierda, se lo clavó en la
frente. Arrancó después las dos espinas de piedra que le atravesaban los pies y con
ellas le reventó los ojos. Cuando regresaron los verdugos, encontraron en la playa el
cadáver convulso de una vieja, en lugar del cuerpo desnudo del héroe. La tempestad
había amainado, pero las lentas barcas trataron en vano de dar alcance al nadador
desaparecido en el vientre de las olas. Ni qué decir tiene que Marko reconquistó el
país y raptó a la hermosa muchacha que había despertado su sonrisa pero ni su gloria
ni la dicha de ambos es lo que a mí me conmueve, sino ese exquisito eufemismo, esa
sonrisa en los labios de un hombre sometido a suplicio y para quien el deseo es la
tortura más dulce. Observen ustedes: empieza a caer la noche; casi podríamos
imaginar, en la playa de Kotor, al grupito de verdugos trabajando a la luz de los
carbones encendidos, a la joven bailando y al muchacho que no sabe resistirse a la
belleza.
—Una extraña historia —dijo el arqueólogo—. Pero la versión que usted nos
ofrece es sin duda reciente. Debe de existir alguna otra, más primitiva. Ya me
informaré.
—Haría usted mal —dijo el ingeniero—. Se la he contado tal y como a mí me la
contaron los campesinos del pueblo donde pasé mi último invierno, ocupado en abrir
un túnel para el Oriente-Express. No quisiera hablar mal de sus héroes griegos,
Lukiadis: se encerraban en su tienda en un ataque de despecho; aullaban de dolor
cuando morían sus amigos; arrastraban por los pies el cadáver de sus enemigos
alrededor de las ciudades conquistadas, pero, créame usted, le faltó a la Ilíada una
sonrisa de Aquiles.

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