Ah, feliz fue el día en la casa de los Aldonza en que, con el despuntar de la aurora, nacía la niña
más hermosa que jamás haya pisado tierra alguna. Un cuerpecito regordete, ojitos azules que
miraban sorprendidos al nuevo mundo, que no derramaron ni una sola lágrima al nacer, pues
estaba escrito que la niña no debería llorar hasta que se cumpliera su destino. La sombra de lo
que más tarde sería una larga melena rubia alumbraba su cabecita; los deditos, rechonchos y
agarrando el aire, las piernecitas sacudiéndose juguetonas.
Y la niña, sana y feliz, fue bautizada Aurora, pues nació con ella y con ella rivalizaba en
hermosura. Pasaron los años; tiempos de felicidad para Aurora y su familia, pues la hermosa
chiquilla creció sin conocer jamás la tristeza. Desde muy pequeña estaba siempre riendo; nunca
le faltó de nada, siempre tuvo un amigo con el que jugar, un perro tras el que correr y un campo
de trigo por el que revolcarse: todo lo que hace falta a un niño para ser feliz.
Y era hermosa, sabe Dios cuán bonita era: si al nacer ya despuntaba su belleza como un lucero en
noche oscura, al crecer y convertirse en muchacha Aurora irradiaba y cegaba con su porte y
galanura. Sus ojos eran más azules y profundos que lagos, como un mar de melancolía movido
por el viento de la soledad; su pelo era el mismo oro del rey Salomón, tejido y trenzado por las
huríes del impío profeta moro para ponerlo en su cabeza. Su piel era suave y tersa, como una tela
blanca de seda sobre la que se posaban los dos pétalos de rosa de sus labios. Sus dientes eran
luna llena alumbrando el destino de los hombres; sus manos eran finas y delicadas, sus pechos se
alzaban desafiantes, testigos y testimonios de juventud y hermosura. Sus caderas eran remanso,
oasis, tregua de guerra; sus piernas, inacabables como una cascada de blanca espuma
centelleante; su risa, que al corazón llama, ama y duele; su voz dulce y cantarina como la lira del
mítico Orfeo. Si un troyano príncipe tuviera que elegir entre ella y dos diosas, sin duda comería
Aurora a la noche manzanas de oro; si el sagrado Cristo no nos hubiera hecho olvidar las
idolatrías antiguas aún correría Apolo tras esta ninfa de los hombres, y se convertiría ella no en
laurel sino en divina zarza, pues su belleza era tan inmensa que sus espinas de fuego dañaban al
corazón y adormecían la mente si la miraban mucho tiempo.
Como ya había dicho, pasó su niñez y su adolescencia, y Aurora se hizo mujer; pero de esto su
padre nada se daba cuenta, pues seguía viendo en ella una dulce chiquilla a la que abrazar y
besar. Y no se dio cuenta el infeliz progenitor hasta que un día, por azar, mientras paseaba por
sus tierras escuchó unos cantos cruzar el silencio del atardecer; movido por la curiosidad se
acercó sigiloso hacia donde sonaban. Venía la música del
pequeño torrente que caía de la montaña; sin hacer ruido apartó unos arbustos para ver mejor, y
allí vio a su hija, la hermosa Aurora, bañándose plácidamente.
Comprendió de repente que los años la habían cambiado; que ya no era una niña y que no podía
mantenerla
a su lado por más tiempo. Entristecido se marchó de allí, llorando amargamente; durante dos
días y dos noches se mantuvo encerrado en sus aposentos sin salir, sin tomar alimentos ni agua.
Salió pálido y demacrado; débil, pero resuelto a tomar una decisión.
Entregaría a su hija en matrimonio; pero la entregaría a un buen hombre, a alguien que él
conociera y en quien confiara. Tenía que ser rico y noble, como ellos... y había uno, ¡sí!, un
sobrino suyo, marqués de una región cercana. ¡un hombre de confianza! ¡Templado en la guerra,
alto, fuerte y de bellos rasgos! ¡Dueño de tierras y de gentes! ¡Respetado cortesano! No había
duda: la boda se celebraría sin más tardanza en dos meses, lo justo para mandar emisarios por
toda Castilla y hacer los preparativos. Pero resolvió no decírselo aún a su hija, y no sabemos si
hizo bien o mal así, pues el destino le tenía preparado un desenlace diferente.
Mas sigamos con la historia... ¿qué ocurrió con la hermosa Aurora, bañándose sola en medio del
monte? Quiso la suerte que otro hombre escuchara los cantos y se acercara, igual que el padre
de la mujer, a ver de quién salía tan bella música; y este otro hombre también se quedó
maravillado de su hermosura. Era un morisco, un hombre cuya familia había quedado en Málaga y
conservado su fe, aun con todas las persecuciones que habían soportado. Un árabe alto, de pelo
oscuro y rizado y ojos profundos e inquisidores, con la sombra del desierto en ellos, con la luz
del espejismo. Un hombre, aunque extraño e impío, hermoso en cierta manera. Y era además
valiente, así que resolvió una argucia para ganar a la dama. Salió de su escondite dando grandes
voces:
-Bella señora, ¿sois una visión enviada por ángeles o vuestra belleza cierta? – le dijo.
Y ella se turbó, y corrió hacia sus vestiduras para taparse; él fue más rápido y se las arrebató ante
sus narices. – Contestadme o no os daré vuestras ropas... – dijo en tono socarrón.
-¿Cómo os atrevéis? ¡Dadme ahora mismo mi vestido, o...!- gritó enfadada.
-¿O qué? – le respondió, y saltó hacia una roca cercana. – Vamos, venid a por él. – la mujer subió.
-¡Dámelo, maldito moro...! ¡Dámelo! –y, agarrándole de la capa que llevaba, comenzaron a
forcejear; y en la disputa, perdieron el equilibrio, y cayeron los dos abrazados desde muy alto al
agua del pequeño lago que había abajo.
En esto levanta el árabe la cabeza, y se ve la capa mojada, las ropas caladas, el inútil guiñapo que
era el vestido de la mujer en la mano derecha; y mira a la dama y ve su cara de sorpresa y enfado
a la vez, su mirada centelleante y la forma de gesticular las manos. Miró Aurora al otro, se
miraron los dos, y no sabemos qué debieron ver, que estallaron en carcajadas ante semejante
escena, y estuvieron riendo largo rato.
Apagadas las risas, el morisco, de nombre Ahmed, devolvió el mojado vestido a Aurora; alisó ella
como pudo la empapada capa del otro, y cruzaron una mirada. Una sola mirada, y no ha habido
jamás ojos que se fijaran entre sí de tal forma. Atados, unidos para siempre, durara cuanto durara
ese “siempre”. El amor se posó en ellos; y allí mismo, apasionadamente, tomó posesión él del
cuerpo de ella, y sellaron su cariño, jurándose eterna fidelidad.
Al día siguiente apareció Aurora en casa, calada de agua hasta los huesos. Su padre la encerró en
su cuarto para que reposara, no fuera a ponerse enferma para su boda; y ese mismo mediodía le
comunicó la noticia de su enlace. La hermosa mujer nada dijo:
-¿Acaso no te alegra la noticia, hija mía? – le preguntó su padre, sorprendido ante su reacción.
-Mi boda... – sólo balbuceaba la chica, sorprendida. Y, encogido su corazón, se marchó corriendo
a su cuarto.
Allí pensó, ¿qué hacer? Podía huir con Ahmed, o quedarse y enfrentarse a su boda, olvidar la
promesa hecha y el amor nacido. No, no haría eso. Jamás. Se casaría con su amado.
Pero, ¿cómo decirlo a sus padres? ¿Cómo unirse en santo matrimonio con un árabe? Ella no
abandonaría a Dios y él tampoco a Alá, de eso estaba segura. Pero debía decírselo a su padre; él
lo entendería todo. Él siempre la comprendía, y la quería como a nada; se lo diría y él sabría que
hacer.
Y así lo hizo. En mala hora confesó su secreto; su padre, cuando supo que ella había perdido la
honra y además con un morisco, agarró un palo de la chimenea, arrinconó a la bella Aurora y la
golpeó salvajemente, mancillando, amoratando, rompiendo su cándida piel. Cuando sintió que ya
había suficiente, la dejó marchar, pero le avisó: “Mancha mi nombre una vez más; vuelve con ese
hombre maldito, y no verás más la luz del día.”
Corrió en busca de su amante para contárselo todo. Cuando le encontró, en el mismo lugar en
que se separaron, vio que él estaba también curándose numerosas heridas.
-¿Qué te ha ocurrido? - le dijo Aurora.
-Lo mismo que a ti, amada. Los míos no aprueban nuestro amor. – dijo, entristecido.
-¿Qué haremos ahora?
-Si mantenemos este amor no podremos tener paz en ningún lugar de esta tierra. Allá donde
haya un moro o un cristiano seremos expulsados o muertos.
-Ya sé lo que hacer. Ven conmigo.
Era la noche más oscura que jamás se haya visto. Parece que Dios quería echar un manto de
negrura sobre aquel amor prohibido e imposible, ese dolor desgarrador del que no puede
conseguir aquello que más desea. Y la marcha de aquellas dos enamoradas figuras no fue vista
por nadie; ninguno pudo vislumbrar siquiera la difícil subida hacia lo más alto de aquella peña, las
manos que él le tendía, los ánimos que ella le daba, el amor que ambos tenían. Tras horas de
ascensión, llegaron arriba, y de lo que dijeron en aquellos momentos nada sé, aunque dicen las
mujeres que éstas fueron sus palabras:
-¿Estás seguro de que quieres hacerlo, amada mía?
-No. No estoy segura. Pero es nuestro deber.
-¿Nos perdonarán alguna vez?
-No lo sé. Y creo que su perdón ahora no importa; sólo el de Dios.
-Que Dios, sea el tuyo, el mío, sea el de quien sea, nos acompañe.
-Amén – dijo. No sé las palabras exactas que fueron pronunciadas en estos postreres momentos;
sí sé que ésta fue la única vez que una plateada lágrima cayó por la mejilla de Aurora, mujer que,
por estar destinada a la felicidad, jamás había llorado.
Y se acercaron, abrazados, hasta el borde del acantilado; alzaron la mirada al cielo, se besaron
una última vez, y se lanzaron hacia el vacío, hacia la muerte y el infinito, fundidos en el más fuerte
abrazo que nunca existió.
Un desconsolado y arrepentido padre les encontró al día siguiente. Quiso separarlos para dar
sepultura a su hija, mas ni siquiera el hombre más fornido pudo romper aquella unión. Los
enterró sin duelo, sin ceremonia y fuera de tierra santa, como se debe enterrar a un suicida. Él
solo, ante la tumba, cantó el miserere; y él solo miró la peña que les vio morir.
“Han muerto por mi culpa. ¿Les habrá perdonado Dios en la otra vida? ¿Me perdonará a mi
alguna vez?” Y ante sus ojos se obró el mayor milagro nunca visto.
Un fuerte temblor sacudió la tierra, arrancó árboles y enfureció el lejano mar hasta el punto de
que se oía el fragor de las olas a cientos de kilómetros de distancia; y la mano de Dios golpeó la
peña, la transformó, y le dio el aspecto que tiene ahora. El de dos cuerpos, fundidos en amoroso
abrazo, y una cara que surge de la piedra y es el perfil de la montaña: la de la más hermosa
Aurora, inmortal para siempre, escrita en
la piedra.”
Esta es la historia, viajero. No sé qué pasó tras su muerte; me gustaría pensar que el milagro fue
una señal de perdón, que el padre pudo vivir el resto de sus días, triste pero en paz con su alma.
Pero no te lo puedo decir seguro: lo único que sé lo he contado, y está la peña como testimonio.
Cuando vayas por el camino real hacia Castilla y veas desde lejos la forma de perfil de una
hermosa mujer; recuerda esta leyenda, amigo mío.
Y háblales a todos de la Peña de los Enamorados, y de los dos que la eligieron para sellar su amor
para siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario