domingo, 24 de marzo de 2019

La generosidad de Mohamed I

Mohamed Ibn Yusuf Ibn Nasr Alhamar, conocido en la historia como Mohamed I, fue
el rey que inició en Granada la dinastía nazarí, cuyo último representante sería
Boabdil. Este rey, que contaba con un ejército poderoso y numerosas riquezas,
construyó la Alcazaba, parte primera de la Alhambra. Cuentan los narradores que,
piadoso y benévolo, fue muy querido por sus súbditos.
Dos personas había en la vida del rey que llenaban de alegría su corazón. Una era
su favorita, Zoraya, joven y hermosa, hábil en el juego del ajedrez y diestra tañedora
de instrumentos, conocedora de muchos poemas y narraciones que encantaban al rey.
La otra persona era Julián, un joven de origen cristiano que, siendo niño, había sido
salvado de una matanza por un caballero árabe que se lo había regalado al rey para
que le sirviese de paje. Con el paso de los años se había hecho su más cercano amigo
y confidente.
Cada uno a su manera, Zoraya y Julián amaban mucho al rey Mohamed, pero el
destino quería que entre los dos jóvenes, de edad parecida, fuese fraguando una
confianza que al fin se convirtió en amor. Por un lado, el obligado secreto de sus
amores, la furtiva casualidad a que estaban obligados sus encuentros y el peligro de
su ilegítima relación y, por otro, la conciencia de su desleal proceder, les tenían muy
desasosegados y presos de una melancolía que el rey acabó por advertir.
Diversas insinuaciones y oscuras palabras del rey alarmaron a Julián, que pensó
que conocía el engaño y quería castigar a Zoraya. Desesperado, pero con la intención
de evitar aquel castigo que temía y que podía acarrear la muerte de su amada, Julián
entró una noche en la estancia del rey, dispuesto a apuñalarlo. Sin embargo, la vista
de aquel hombre bondadoso que dormía descuidado, la consideración de que había
sido para él un amigo fraternal, la certeza de todos los extremos de su traición y el
inevitable remordimiento, mudaron de tal manera sus intenciones que acabó clavando
el puñal en su propio pecho y cayó desvanecido a los pies de la cama real.
Julián no murió y el rey conoció de su boca y de la de Zoraya la confesión de sus
desdichados amores. Cuando ambos jóvenes terminaron de relatar su historia, el rey
les mandó retirarse y se mantuvo apartado de todo durante tres días con sus noches.
Al fin, ordenó a los dos jóvenes que se presentasen ante él y les comunicó su
decisión: perdonaba su ofensa y procuraría que pudiesen cumplir su amor sin
sobresaltos, pero quedaban desterrados para siempre de Granada y de la Alhambra, y
nunca más se presentarían ante él.
Durante muchos años, ya en tiempo de los cristianos, las ruinas del edificio de la
sierra en que Zoraya y Julián vivieron su amorosa y sin duda melancólica reclusión,
fueron conocidas como el Palacio de la Ingrata.

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