viernes, 29 de marzo de 2019

La calle del Puente de Alvarado

El origen del nombre de la calle que ocupa hoy nuestra atención, data de los primeros
años de la Conquista.
La tradición se refería por los mismos conquistadores, y después fue arraigándose
de tal modo, que unánimemente poetas y cronistas la repitieron por más de tres
centurias, teniendo por una verdad incontrovertible lo que no fue sino falsa leyenda.
El caso no es único ni excepcional. La Historia abunda en muchos sucesos
fabulosos; pero principalmente la historia de la Conquista de México está llena de
cuentos y consejas. Falso es, entre otras cosas, que Cortés quemara sus naves, falso
también que llorara bajo el famoso ahuehuete de Popotla, y falsísimo que
Motecuhzoma sucumbiera víctima de una pedrada. Cortés barrenó las naves, no tuvo
tiempo de derramar lágrimas en su fuga de la ciudad, y antes de abandonarla ordenó
la muerte de Motecuhzoma.
Dice la leyenda, que en la célebre retirada de los españoles, Pedro de Alvarado, al
llegar a la tercera cortadura de la calzada de Tlacopan, «clavó su lanza en los objetos
que asomaban sobre las aguas, se echó hacia adelante con todo el impulso posible, y
de un salto salvó el foso».
Hecho tan inexacto como admirable, impuso el nombre a una de nuestras
principales avenidas que todavía se llama del Puente de Alvarado, y en la que se
conservó por muchos años un puente y una zanja que corría de Sur a Norte. El señor
Orozco y Berra, que la vio en 1834, dice que estaba cubierta «a uno y otro lado de la
calle», y que por el lado Sur presentaba hacia 1847 un jardín y casa de baños, que
después fue Tívoli del Elíseo —donde se descubría parte de la acequia— y que hacia
el Norte existía un portillo que se tapó en seguida por una pared y reja que
correspondían a la casa marcada con el número 5, y ahora sin número, frente a la
calle del Elíseo.
Agrega, que el antiguo acueducto pasaba por la calle y que el puente estaba cerca
del que fue Tívoli.
Ahora no hay rastros de puente ni acueducto; pero subsiste el título que se dio a la
calle, y con él, la tradición que venimos desmintiendo.
Y para que pueda apreciarse la verdad del suceso, vamos a recordar el interesante
episodio conocido en la historia por la Noche Triste.
Hernán Cortés, de común acuerdo con sus capitanes, resolvió dejar la ciudad en la
cual no podría sostenerse por más tiempo, por los continuos y repetidos ataques de
los mexicanos. Asegurando el quinto del Rey, lo que a él tocaba, y abandonados cerca
de setecientos mil pesos que no era posible llevar —todo provenía de los tesoros
indígenas— dio la orden de marcha.
Fue a la media noche del 30 de junio de 1520. La obscuridad era profunda y
fuerte aguacero caía. La columna de retirada comenzó a salir del cuartel de los
españoles, que había sido palacio del Rey Axayacatl, y que estuvo situado en la
esquina de las calles de Santa Teresa y 2.ª del Indio Triste. Marchaban a la vanguardia
Gonzalo de Sandoval, con los capitanes Antonio Quiñones, Francisco de Acevedo,
Francisco de Lugo. Diego de Ordaz, Andrés de Tapia y otros que habían llegado con
Narváez, acompañados de doscientos infantes y veinte caballos. En esta vanguardia,
cuatrocientos tlaxcaltecas conducían un puente portátil de madera, que emplearían
para atravesar las cortaduras, y cincuenta soldados bajo las órdenes del capitán
Magarino, le servían de custodia. En medio, rigiendo la batalla, iban Cortés, Alonso
de Ávila, Cristóbal de Olid y Bernardino Vázquez de Tapia; los cañones arrastrados
por doscientos cincuenta tlaxcaltecas y cincuenta rodeleros que los escoltaban; el
fardaje en hombros de los indios; los caballos conduciendo el quinto del oro que
pertenecía al Rey, y la yegua que llevaba la parte correspondiente a Don Hernando;
los macehuales que cargaban en sus espaldas el oro de los capitanes y soldados, las
mujeres del ejército, las sirvientas y mancebas, Doña Marina y dos hijas de
Motecuhzoma, todas defendidas por treinta españoles y trescientos indios; los
prisioneros que no habían sucumbido, de los que eran principales Chimalpopoca y
Tlaltecatzin, hijos del citado Motecuhzoma, el señor de Acolhuacán y otros muchos.
Atrás y a la retaguardia, que venía a las órdenes de Pedro de Alvarado y de Juan
Velázquez de León caminaba un competente número de peones y un pelotón de
caballería. Siete mil aliados, por último, se habían repartido en las tres secciones.[2]
Tan extraña comitiva, semejante a una negra serpiente, atravesó en silencio
pavoroso las calles de Tacuba, Santa Clara y San Andrés.
Llovía a torrentes, y el piso estaba lleno de lodo y encharcado. A las dificultades
del terreno se unía el peso de las armas y de los tesoros con que la codicia había
cargado a los conquistadores. Se llegó a la primera cortadura, situada en la esquina de
Santa Isabel, y colocado el puente, se hundió bajo el peso formidable de aquella
multitud.
De repente, una mujer que iba a sacar agua, a la luz de un tizón encendido,
contempla a los fugitivos: arroja la tea con que se alumbra a las aguas del canal, y
anuncia a gritos la fuga de los castellanos. Ya no era necesario: los centinelas
mexicanos habían corrido la voz de alerta.
En un instante los que huían se encontraron acometidos por todas partes. La lucha
comenzó en medio de negrísimas tinieblas, y a la luz de los relámpagos se podían ver
millares de canoas, henchidas de guerreros, a la vez que se escuchaba el lúgubre
sonido del caracol sagrado, que allá en el teocalli mayor convocaba para la guerra.
Parte del ejército fugitivo de castellanos y tlaxcaltecas aceleró el paso y logró
atravesar el puente; pero la otra quedó incomunicada.
Entonces cundió el pánico, reinó el desorden; todos gritaban, todos combatían, y
cada cual trataba de ponerse en salvo.
Frente a San Hipólito, en la segunda cortadura, muchos pasaron por infinidad de
cadáveres, que habían obstruido el foso.
Más allí fue la mayor confusión y lo más recio de la pelea. Los guerreros aztecas
atacaban a los castellanos con furia, sin tregua y cuerpo a cuerpo.
Silbaban las flechas disparadas por los arcos, caían piedras de las azoteas y
resbalaban los caballos en el lodo o bajo el golpe mortal de las macanas. Las espadas
chocaban contra los escudos, las lanzas abrían hondas heridas, la artillería no
funcionaba y la pólvora de los mosquetes no daba fuego, humedecida por la lluvia
torrencial.
Espantables eran las voces de las víctimas. Aquí pedía alguien socorro, allá se
ahogaba un castellano y acullá un tercero imploraba a gritos piedad y perdón por sus
pecados. Los ayes de los moribundos se mezclaban al ronco son producido por los
huehuetin y caracoles aztecas.
En la tercera cortadura, junto al Tívoli del Elíseo, hoy calle del mismo nombre, la
derrota de los castellanos fue completa. El relámpago con su luz fosforescente,
alumbraba a la muchedumbre que huía, a los montones de cadáveres —entre los que
podían distinguirse cabezas ensangrentadas, brazos que aún empuñaban la lanza o el
escudo— y las aguas tintas en sangre, por las que surcaban las canoas victoriosas de
los valientes defensores de la patria, quienes a grandes voces vitoreaban a Cuitláhuac
y Cuauhtémoc, héroes gloriosos de aquella tremenda lucha.
En aquel momento, Pedro de Alvarado aparece en la tercera cortadura. Su yegua
alazana ha caído muerta. Viene a pie, solo, cubierto de barro, chorreando sangre y
defendiéndose hasta la desesperación de sus perseguidores. Encuentra una viga
atravesada en la acequia, la pasa, y una vez en el otro lado, monta en las ancas del
caballo de un tal Gamboa, que lo pone fuera de peligro.
Como se ve, el famoso capitán, no saltó ningún foso, ni se apoyó en lanza alguna,
sino que pasó por una viga.
Y así fue, en efecto, pues según dice un testigo ocular, el salto hubiera sido
imposible por lo ancho y profundo de la zanja.
Por otra parte, en el proceso de Alvarado, contestó éste al capítulo en que se le
acusaba de haber abandonado a sus compañeros, con estas frases:
«Solo e mal herido, e el cavallo muerto e viéndome desta manera, pasé el dicho
paso: e no me lo habían de tener a mal ni dármelo por cargo, pues fue milagro
poderme escapar, e no lo pudiera hacer sy no fuera porque uno de cavallo estaba de la
otra parte, que era Cristóbal Martín de Gamboa, que me tomó a las ancas de su
cavallo e me salvó».[3]
¿Pero, cuál fue el verdadero origen de la leyenda que dio nombre a la calle? El
fidelísimo Bernal Díaz del Castillo, testigo ocular de aquellos sucesos, lo refiere en
las siguientes palabras:
«Y porque los lectores sepan que en México hubo un soldado que se decía Fulano
de Ocampo, que fue de los que vinieron con Garay, hombre muy plático y que se
apreciaba de hacer libelos infamatorios y otras cosas a manera de masepasquines, y
puso en ciertos libelos a muchos de nuestros capitanes cosas feas, que no son de
decir, no siendo verdad; y entre ellos, demás de otras cosas dijo de Pedro de
Alvarado: que había dejado morir a su compañero Juan Velázquez de León con más
de 200 soldados y los de a caballo que les dejamos en la retaguardia, y se escapó él, y
por escaparse dio aquel gran salto, como suele decir el refrán: “Saltó y Escapó la
Vida”».[4]
No fue, pues, más que un «sangriento epigrama» —como ha dicho un entendido
escritor—[5] lo que dio motivo a que se le atribuyera a Pedro de Alvarado un salto
prodigioso, que por lo demás, a ser cierto, hubiera dejado «más encarecida su
ligereza, que acreditado su valor».[6]




[2] Historia antigua y de la Conquista de México, por don Manuel Orozco y Berra.
México, 1888. Tomo IV, págs. 445 y 446. <<
[3] Proceso de residencia contra Pedro de Alvarado. México. 1847. Pág. 68. <<
[4] Historia verdadera de la Conquista de Nueva España. México. 1854. Tomo II,
cap. CXXVIII, pág. 212. Por testimonio de otros historiadores, consta que no murió en
aquella jornada Velázquez de León. <<
[5] D. José Fernando Ramírez, notas al Proceso de Pedro Alvarado, pág. 290. <<
[6] Historia de la Conquista de México, por D. Antonio de Solís. Edición por Cano.
Madrid. Año de 1799. Tomo IV, cap. XVIII, pág. 17. <<

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