sábado, 30 de marzo de 2019

Fiestas reales en la Plaza Mayor

I
El año de 1538, el rey de España, Carlos V, había ido a Francia, y el rey de Francia,
Francisco I, le había hecho gran recibimiento en el puerto de Aguas-Muertas, donde
se hicieron las paces y se abrazaron ambos; y en el mismo año se supo en México tal
sucedido, y con este motivo, el conquistador Hernán Cortés y el Virrey Antonio de
Mendoza, celebraron inusitadas fiestas, como se verá por la relación que de ellas hizo
Bernal Díaz del Castillo, en el texto auténtico de su «Historia Verdadera».
Fueron tan grandes y aparatosas esas fiestas, que el mencionado cronista asegura
que otras semejantes nunca las vio en Castilla, así de fiestas y juegos de cañas, como
de lides de toros y graciosas mascaradas.
La Plaza Mayor fue transformada en un bosque, y con aves y cuadrúpedos se
improvisó una cacería, en la que tomaron parte escuadrones de indios, unos con
«garrotes añudados y retuertos», otros, con arcos y flechas; y todos lo hicieron muy
bien, en el soltar los brutos y los pájaros y en la puntería acertada al matarlos; y
muchas de las personas que vieron aquello y que habían andado por el mundo entero,
confesaron no haber visto tanto ingenio y habilidad.
Pero aparte de la cacería y de la farsa que en el mismo lugar se representó al día
siguiente, simulando la toma de la ciudad de Rodas, de la que hablaré después, entre
los festejos figuraron dos opíparas cenas, que dieron, respectivamente, don Hernán
Cortés y don Antonio de Mendoza, el primero en su palacio y el segundo en las Casas
Reales.
De la cena ofrecida por Mendoza quedan curiosos pormenores, conservados
también por el ingenuo cronista.
Los corredores de las Casas Reales se adornaron «como verjeles y jardines,
entretejidos por arriba de muchos árboles con sus frutos… que nacían de ellos;
encima de los árboles había muchos pajaritos de cuantos se pudieron haber en la
tierra». Se hizo a la vez un remedo de la fuente de Chapultepec, tan al natural como
era, con sus manantiales propios; y cerca de la fuente, «estaba un gran tigre atado con
unas cadenas, a la otra parte, un bulto de hombre, de gran cuerpo, vestido como
arriero, con dos cueros de vino cabe él que se adurmió de cansado; y otros bultos de
cuatro indios que le desataban el un cuero, y se emborrachaban» y bebían con
muchos gestos y visiones.
Las mesas de la cena, en las que se sentaron más de quinientos invitados,
aparecieron suntuosamente adornadas, y todo el servicio era de oro y plata; al mismo
tiempo que se comía, se cantaba y se tocaban músicas de toda especie de
instrumentos, trompetas, harpas, vihuelas, flautas, dulzainas, chirimías; y tocaban
especialmente cuando los maestresalas servían las tazas que llevaban a las señoras.
Hubo a la vez truhanes y decidores, que dijeron en loor de Cortés y de Mendoza
cosas de mucho reír; pero algunos de ellos, ya beodos, hablaban de lo suyo y de lo
ajeno con tal escándalo, que los tomaron por fuerza y los llevaron de allí para que
callasen.
El «menú», que diríamos hoy, fue tan copioso y tan nutritivo, que a pesar del
vigor y glotonería de los estómagos de aquellos hombres de hierro del siglo XVI y de
sus damas, que no les iban en zaga, muchos platillos se pasaron por alto; y se comió
tanto, que, habiendo durado la cena desde el anochecer «hasta dos horas después de
media noche», llegó un momento en que las señoras daban voces, diciendo que no
podían estar allí más, y otras se congojaban, y por necesidad hubo que levantarse.
Y no podía ser de otra manera, pues he aquí el espantable «menú»:
Ensaladas, de dos o tres maneras.
Cabrito y pemiles de tocino asado a la genovesa.
Pasteles rellenos con palomas y codornices.
Gallos de papada (vulgo «guajolote») y gallinas rellenas.
Manjar blanco.
Pepitoria.
Torta real.
Pollos y perdices de la tierra y codornices en escabeche.
Al llegar a este platillo, dos veces se alzaron los manteles —¡qué tal estarían de
sucios!— y fueron substituidos por otros limpios, con las dotaciones
correspondientes de «panizuelos» o servilletas e inmediatamente continuó
sirviéndose lo que sigue:
Empanadas rellenas de diversas aves de corral y de caza.
Empanadas de pescado.
Carnero cocido con vaca, puerco, nabos, coles y garbanzos.
Gallinas de la tierra (vulgo «pípilas») cocidas enteras, con los picos y pies
plateados.
Anadones y ansarones enteros, con los picos dorados.
Cabezas de puerco, de venado y de ternera, enteras.
Entre plato y plato tomaban aquellos glotones ya casi congestionados, frutas de
toda clase que estaban en las fuentes, así como aceitunas, rábanos, quesos, cardos,
mazapanes, almendras, confites, acitrones y otros géneros de azúcar de Indias;
«aloja» —mezcla de agua, miel y especias— cacao frío con espuma y «clarea», esto
es, vino blanco, endulzado con azúcar y perfumado con canela o con otras cosas
aromáticas.
La mesa de honor tenía dos cabeceras muy largas y en cada una tomaron asiento,
respectivamente, don Hernando Cortés y don Antonio de Mendoza, con sus
maestresalas y pajes «y grandes servicios con mucho concierto», y en esta mesa, a las
«señoras más insignes» les llevaron «unas empanadas muy grandes, y en algunas de
ellas venían dos consejos vivos chicos y otras rellenas de codornices y palomas, y
otros pajaritos vivos…». Sirvieron estas empanadas en un sólo acto, y quitadas las
cubiertas, huían los conejos por las mesas y las aves volaban, en medio de las risas y
gritos y burlas.
Separadamente de los servicios de honor y los consagrados a los demás invitados,
en el patio de las Casas Reales hubo mesas «para gentes y mozos de espuelas y
criados de todos los caballeros que cenaban arriba», a los cuales sirvientes les
cocinaron novillos enteros, asados y rellenos de pollos, gallinas, codornices, palomas
y carne de tocino.
Como pormenor interesante para juzgar de la personalidad moral de los invitados
—refiere Bernal Díaz—, que en la cena que dio Hernán Cortés le robaron de su
vajilla «sobre cien marcos de plata»; y en la que ofreció Mendoza, salvo algunos
saleros y algunos manteles, «panizuelos» y cuchillos, no se perdió tanto como en la
de don Hernando, debido a que Agustín Guerrero, mayordomo del Virrey, ordenó a
los caciques mexicanos que, para cada pieza de plata, pusiesen un indio de guarda; y
aunque se enviaron a todas las casas de México muchos platos y escudillas con
manjar blanco, pasteles, empanadas y otras cosas de este arte, «iba con cada pieza de
plata un indio y la traía…» es decir, ¡que los «mandaderos» fueron más honrados que
los «comensales»…!
Otras observaciones para terminar. Salvo los cuchillos que servían para trinchar,
no menciona Bernal Díaz del Castillo ni cucharas ni tenedores, y en efecto, todavía
en esa época se comía aquí con los dedos, y esto explica por qué se cambiaron —a la
mitad de la cena— las servilletas y los manteles. No menciona tampoco Bernal Díaz
ni pan ni tortillas, quizá porque lo suplieron con los pasteles y con las empanadas.
II
Las fiestas celebradas en la ciudad de México para regocijarse por las paces de
Aguas-Muertas duraron varios días, y después de la famosa cacería en la «Plaza
Mayor» y de las cenas no menos famosas en el palacio de Cortés y en las Casas
Reales, vinieron otros festejos que a todos llenaron de alegría y gusto.
Contribuyeron también aquellas fiestas a modificar las relaciones entre el Virrey
Mendoza y Hernán Cortés, las cuales habían sido tan tirantes, que según refiere
Suárez de Peralta, hasta hubo necesidad de que ambos convinieran en estipular el
modo de sentarse en los lugares públicos, aunque estas cortesanías quisquillosas eran
muy de la época.
El mismo Suárez de Peralta refiere que Mendoza y Cortés, de mutua voluntad,
acordaron darse el uno al otro un tratamiento de señorías; que cuando el Virrey
comiera en casa de Cortés, le cedería éste la cabecera de la mesa, y ambos se
servirían con salvas y maestresalas, y que cuando Cortés fuese a comer con el Virrey,
no había de haber silla en la cabecera de la mesa, sino a los lados, y «en uno estaría
uno y en otro el otro, y el señor Virrey a la mano derecha»; que cuando fuesen en
compañía por las calles, a pie o a caballo, «ni más ni menos», le diese Cortés la
diestra a Mendoza; y si llegasen a oír misa juntos en la iglesia, había de ponerse en
medio de la capilla el sitial del Virrey, «y junto a la mano izquierda una silla, un
poquito atrás, junto al sitial del señor Virrey, y un cojín “en que se hincasen las
rodillas”».
A pesar de haber quedado muy conformes en la observancia de esta especie de
ceremonial de mutuas cortesanías, la primera desazón que tuvieron fue con motivo
del sitio en que habían de sentarse, pues el dicho Suárez de Peralta escribe que cierto
día en que habían de hallarse los dos en el templo, «llevaron los asientos los
reposteros, y el del marqués acedió y puso la silla más adelante, y aun quieren decir
“echó sitial”; y el repostero del Virrey “se lo quitó” y puso la silla como otras veces;
de lo cual el marqués se sintió mucho y hubo grandes demandas y respuestas».
Más hondas fueron otras divisiones que alteraron de continuo los ánimos del
primer virrey y del célebre conquistador de la Nueva España, entre otras: el celo que
se despertó entre ambos por la competencia en los descubrimientos y expediciones
terrestres y marítimas: el recuento de los veintitrés mil vasallos concedidos por el rey
a Cortés, y que cada uno interpretaba cómo se había de hacer a su manera: las
mercedes hechas a sus criados y favoritos de alcaldías, corregimientos o
encomiendas, y sobre todo, la inconformidad de Cortés en no ser él, quien gobernase
la Colonia.
Pero aquellas fiestas, aunque en la apariencia, los reconciliaron, y a porfía el uno
y el otro, se empeñaron en darles el mayor esplendor y lucimiento.
Así es que el segundo día, de nuevo muy contentos todos, el Virrey y el
conquistador, las autoridades y las personas de fortuna, y aun los vecinos más
humildes, observaron con júbilo y sorpresa la Plaza Mayor, que la víspera había sido
el ameno bosque, donde se llevara a cabo una divertida cacería, amaneciera al día
siguiente transformada en la Ciudad de Rodas, presta a la defensa, con su castillo
muy coronado de torres y almenas, troneras y cubos, y muy cercado de trincheras y
fosos.
Cien comendadores vestían ricas encomiendas, todas de oro con perlas. Muchos
de ellos, cabalgaban a la jineta, portando lanzas y adargas; y otros a la estradiota, a
fin de poder romper con las adargas y lanzas. No pocos iban a pie con arcabuces;
pero a todos los mandaba, pues aparecía como gran Maestre de Rodas y Capitán
General de ella, el muy famoso y valeroso don Hernando Cortés, ya a la sazón
Marqués del Valle de Oaxaca.
Con mucha admiración de los espectadores, viéronse deslizar, como si flotaran en
aguas verdaderas, por la mitad de la plaza, cuatro navíos con sus mástiles y
trinquetes, mesanas y velas, tan al natural, que eran celebrados por todos con vítores
y aplausos.
Tres vueltas dieron las improvisadas naves por la mar fingida, en medio de
tremendos disparos de la artillería; mientras, a bordo, unos indios vestidos de frailes
dominicos desplumaban unas gallinas, y otros tendían las redes a los peces, como
para preparar el «rancho» o comida de los tripulantes que no tenían tregua en la
pelea.
A continuación del ataque naval, se desarrolló una escena terrestre, no menos bien
representada.
Dos capitanes turcos, con riquísimos trajes a la turca, de seda y carmesí grana,
con mucho oro y valiosas caperuzas, como las usaban en su tierra, aparecieron en una
como emboscada; todos a caballo y en acecho, y como que tendían una celada para
asaltar, robar y llevarse los ganados que cerca de una fuente cuidaban varios pastores;
pero he aquí que, de repente, uno de éstos se apercibe de la rapiñadora trama y da
oportuno aviso al Gran Maestre de Rodas —a Hernán Cortés— en el momento
mismo en que los turcos ladrones arreaban los rebaños.
Los ánimos se enardecen. Salen los comendadores castellanos; traban reñido
combate con los turcos, quítanles la presa del ganado; vienen otros escuadrones de
refuerzo por otro lado para atacar a Rodas. Nuevas batallas; y hechos muchos
prisioneros, pierde la gente turca, con gran regocijo y entusiasmo de los españoles y
de los que presenciaban admirados y divertidos aquella animada farsa, que por lo
bien representada les pareció a muchos cosas ciertas y todos la aplaudían y
celebraban.
Luego, para fin y remate de los festejos de aquel día, se soltaron toros bravos para
lidiar allí mismo, fungiendo de toreadores los vencedores y los vencidos que habían
figurado con tanto éxito en la «no tomada» plaza de Rodas.
Muchas señoras de los conquistadores y de vecinos de México, estaban en las
ventanas de la «gran plaza» —así la designa Bernal Díaz— luciendo sedas,
damascos, oro, plata y mucha pedrería; y en otros corredores —en las altas galerías
de los edificios del siglo XVI— estaban las damas «muy ricamente ataviadas, a
quienes servían galanes muy corteses; y a unas y a otras, las de las ventanas y los
corredores, les obsequiaban mazapanes, alcorzas, de acitrón, almendras y confites; y
unos mazapanes llevaban las armas del Marqués del Valle y otros las del Virrey
Mendoza, muy dorados y plateados, y algunos con mucho oro. Hubo otras conservas,
frutas, vinos de los mejores, aloja, chaca, cacao con su espuma y suplicaciones; todo
esto servido en vajillas de oro y plata; yéndose después todos a sus casas, muy
regalados y alegres» y con la perspectiva de las fiestas de los días siguientes, porque
todavía se representaron nuevas farsas y dijéronse chistes; y nadie se cansaba en
aquellas fiestas, tanto que hubo el tercero días nuevas corridas de toros y juegos de
cañas, y en estos juegos le dieron «tal cañazo» a Hernán Cortés, en el empeine de un
pie, que estuvo cojo y malo mucho tiempo.
Hubo también carreras de caballos; y corrían los que tomaron parte en ellas desde
la Plaza de Tlaltelolco hasta la Plaza Mayor, dándoles a los vencedores como premio,
«cierto número de varas de terciopelo y raso para mantillas de los corceles».
Pero las carreras más famosas fueron las que hicieron las mujeres, corriendo
desde los portales de la Casa de Alonso de Estrada, hasta las Casas Reales,
obteniendo como recompensa, «la que más presto llegó», ciertas joyas de oro.
Y como no todos los lectores recordarán el acontecimiento que dio origen a la
celebración de aquellas fiestas, que fueron tan regocijadas aquí como en España y
Francia, daremos breve idea de cómo se hicieron las tales paces entre Carlos V y
Francisco I.
Continuas y porfiadas habían sido las guerras entre uno y otro, y aunque ambos
visitaban al Papa con frecuencia, procuraban no encontrarse, por consideraciones,
etiquetas y respetos.
El Pontífice logró, sin embargo, que ajustasen los dos monarcas una tregua por
diez años.
Pasados días, de regreso a España Carlos V, fue invitado por Francisco I a una
entrevista en el puerto de Aguas-Muertas, «donde —le decía— se holgaría de verlo».
Acercábase la galera real del César, cuando fue divisada por Francisco I, quien
envió a decirle que iba hacia ella; y después de varios cumplidos, sobre «quién» había
de ir primero a ver a «quién», a la postre la barca del francés arribó a la galera, y el
mismo Emperador le dio la mano para subir a bordo.
Al cabo de veinte años de sangrientos combates, se abrazaron los dos poderosos
enemigos y departieron amigablemente cerca de dos horas. Carlos fue invitado a
desembarcar; vaciló un poco, pero decidido al fin, se festejó al Emperador por parte
del Rey, de la Reina, del Delfín, de las princesas y de los altos personajes, con las
mayores demostraciones de sinceridad y afecto.
Parecía a todos cosa increíble y maravillosa que, del extremo aborrecimiento,
pasaran los dos monarcas a la más caballerosa amistad, pero así sucedió; en los días
de la entrevista de Aguas-Muertas, «no hubo —dice un historiador— sino muestras
del más entrañable y cordial cariño».

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