viernes, 29 de marzo de 2019

El pintor y el emperador

Un Hijo del Cielo, cuyo nombre no ha conservado la historia, había hecho venir a su
palacio al pintor más reputado de su Imperio. Era un hombre por quien no pasaban
los años, que vivía en una ermita colgada en las laderas de una montaña salvaje. El
emperador le encargó un fresco para sus nuevos apartamentos. Quería que en él se
representaran dos dragones, uno azul y el otro amarillo, símbolos de las dos energías
primordiales cuya unión engendra la armonía celeste.
El pintor prometió realizar su obra maestra, plasmar en ella la quintaesencia de su
arte, pero puso sus condiciones: tiempo, víveres y suministros ilimitados. Luego el
artista tomó de nuevo el camino de su ermita.
Durante los meses siguientes, las caravanas acarrearon hasta el refugio del pintor
provisiones alimenticias, antorchas, pinceles, polvo de oro y de colores. Había
transcurrido un año, y el artista todavía no había abandonado su retiro. El emperador
sentía rabia cada vez que pasaba ante el muro desesperantemente vacío. Envió un
mensaje al pintor, conminándolo a que terminara su trabajo lo antes posible. Pero el
artista le hizo llegar una carta en la cual solicitaba, con todas las fórmulas de cortesía
al uso, una ampliación del plazo y material complementario. Aún necesitaba algún
tiempo, pues se acercaba a su objetivo, estaba a punto de trascender los límites de su
arte. Intrigado, el emperador aceptó.
Pasaron otros seis meses y, no pudiendo soportar por más tiempo la pared blanca
que parecía burlarse de él, el Hijo del Cielo ordenó que la cubrieran con una inmensa
colgadura. Tres años habían transcurrido cuando el pintor, a quien el emperador casi
había terminado por olvidar, reapareció en la corte. Se retiró la colgadura, y el artista
pintó el fresco. Una vez concluido, el emperador acudió para contemplar esa obra
maestra tan esperada. Entonces descubrió estupefacto dos especies de zigzags
burdamente esbozados, el uno azul y el otro amarillo. ¡Recordaban vagamente dos
caligrafías! ¡Y ni siquiera eran los ideogramas del dragón! El rostro imperial se
revistió sucesivamente con la máscara de la estupefacción y el rictus de la
indignación, para estallar en muecas de cólera. Y Su Majestad, furibundo, ordenó que
encarcelaran al pintor que tan bien se había burlado de él y cuyo prolongado
mantenimiento había terminado por costar caro.
El emperador había hecho instalar su cama frente al fresco porque su deseo había
sido contemplar la obra maestra mientras se dormía. Era más bien un fracaso, pero,
agotado por tantas emociones, no tuvo el valor de ordenar que desplazaran su lecho y
se acostó en él, ¡dándole decididamente la espalda al odioso garabato!
En lo más profundo de la noche, unos rugidos despertaron al dueño de China.
Éste se giró hacia el fresco y, en la estancia totalmente iluminada por un claro de
luna, creyó ver dos rayos, semejantes a dragones, el uno azul y el otro amarillo. Se
enfrentaban, se entrelazaban, se empujaban, intercambiaban sus lugares en una danza
infinita.
A la mañana siguiente, el emperador hizo salir al pintor de su calabozo para que
le explicara su visión nocturna. El viejo artista sonrió y contestó que la respuesta se
encontraba en su ermita.
Tras cabalgar largo tiempo hasta la montaña salvaje y escalar un sendero que
serpenteaba a lo largo de un precipicio vertiginoso, el pintor hizo entrar al emperador
en su cabaña adosada a la pared rocosa. Al fondo de la choza se abría de par en par la
boca de una caverna que penetraba en las entrañas de la montaña. El pintor encendió
una antorcha y guió al Hijo del Cielo en la oscuridad. Sobre las paredes, muy cerca
de la entrada, estaban pintados unos dragones azules y amarillos como los que el
emperador tanto había esperado, con los detalles más realistas, las escamas
resplandecientes, las garras aceradas, los ollares humeantes… Pero a medida que la
antorcha se adentraba en la oscuridad, despertaba imágenes cada vez más depuradas
para convertirse en simples líneas de fuerza. Al final no quedó más que la esencia
vibrante de los dragones, las energías primordiales representadas con los mismos
trazos de colores que los pintados en el fresco. Entonces el emperador tomó las
manos del viejo pintor con gran cordialidad y le sonrió, maravillado de haber
recorrido a su vez los pasos del artista, en el corazón de la montaña salvaje.


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