viernes, 1 de marzo de 2019

El hombre que no podía enfadarse

El viejo Wang vivía en una aldea cerca de Nanking. No había nada en el mundo que le gustara más que comer y sentirse lleno. Aunque Wang no era un hombre pobre, le disgustaba gastar dinero y por eso la gente lo llamaba el Rey Avaro, porque Wang en chino significa «rey». Lo que más le gustaba era comer en la mesa de otro, cuando sabía que la comida no le costaría nada, y podéis estar seguros de que en esas ocasiones siempre se comía hasta las migas. Pero, cuando era su propio dinero el que gastaba, se apretaba el cinturón, bebía mucha agua y comía poco más que las sobras que sus amigos habrían tirado a los perros. Así que la gente se reía de él y decía:

   
 

 
   
      «Cuando es otro quien paga
   

   
      a Wang nada le estomaga.
   

   
      Pero cuando es su propio entremés
   

   
      las lágrimas le mojan los pies».

     
   
 

 
    Un día, mientras Wang estaba medio dormido en la orilla de un arroyo que pasaba cerca de su casa, empezó a tener hambre.

    Llevaba todo el día sin probar bocado. Nadando en el río había una bandada de patos que sabía que pertenecían a un hombre rico llamado Lin que vivía en la aldea. Los patos estaban gordos, tan rollizos y tentadores que solo mirarlos le dio hambre.

    —Oh, ¡lo que daría por un pato asado! —se dijo a sí mismo con un suspiro—. Ni una sola vez en todo el año pasado me permitieron los dioses probar el pato. ¿Qué he hecho para que sean tan crueles?

    Entonces, un pensamiento apareció en su mente: «Aquí estoy, preguntando a los dioses por qué no me han proporcionado patos para comer. ¿Quién sabe si no me han enviado esta bandada creyendo que tendré el sentido común suficiente para agarrar uno? Amigo Lin, muchas gracias por tu amabilidad. Creo que aceptaré tu oferta y cogeré una de estas aves para la cena». Por supuesto, el señor Lin no estaba cerca y no habría podido oír al viejo Wang dándole las gracias.

    Para entonces la bandada había llegado a la orilla. El miserable se levantó perezosamente del suelo y, con gran esfuerzo, consiguió atrapar uno de los patos. Se lo llevó a casa alegremente, escondido bajo su harapienta ropa. Cuando llegó al patio, no perdió tiempo en matarlo y prepararlo para la cena. Se lo comió, riéndose todo el tiempo por su propia picardía y preguntándose qué pensaría su amigo Lin si por casualidad contaba sus patos aquella noche.

    —Sin duda creerá que se lo ha llevado un halcón —se dijo, sofocando una carcajada—. ¡Caramba! Ha sido un truco estupendo. Creo que lo repetiré mañana. El primer pato está bien alojado en mi estómago y puedo prometer que los demás encontrarán cama en la misma pensión en las próximas semanas. Sería una pena dejar que el primero languideciera en soledad. No podría ser tan cruel.

    De este modo, el viejo Wang se fue a la cama con alegría. Roncó ruidosamente durante varias horas mientras soñaba que un hombre rico le prometía buena comida para el resto de su vida, por lo que no tendría que volver a trabajar. A medianoche, sin embargo, un desagradable picor lo despertó de su sueño. Todo su cuerpo parecía estar ardiendo; el dolor era insoportable. Se levantó y caminó de un lado a otro. No le quedaba aceite en la lámpara, así que tendría que esperar a la mañana para ver qué estaba ocurriendo. Al alba salió de su choza. Y, ¡mirad! Descubrió que tenía unos diminutos puntos rojos por todo el cuerpo de los que brotaban unas diminutas plumas de pato. Las plumas crecieron a lo largo de la mañana hasta que quedó cubierto por ellas de la cabeza a los pies. Solo su cara y sus manos estaban libres del extraño brote.

    Con un grito de horror, Wang empezó a arrancarse las plumas a puñados. Las lanzaba a la tierra y las pisoteaba.

    —¡Los dioses me han engañado! —gritó—. Me hicieron atrapar el pato para comérmelo y ahora me castigan por ello.

    Pero, cuanto más rápido se arrancaba las plumas, antes volvían a crecer todavía más largas y brillantes. Además, el dolor era tal que apenas podía evitar rodar por el suelo. Al final se metió en la cama, totalmente agotado por su inútil labor y sollozando de desesperación.

    —¿Voy a convertirme en un ave? —gimió—. ¡Que los dioses se apiaden de mí!

    Se revolvía en la cama: no podía dormir y su corazón estaba lleno de temor. Al final se sumió en un sueño inquieto y, durmiendo, tuvo una pesadilla. Un espíritu se acercó a su cama y le dijo:

    —Ah, mi pobre Wang, mira en qué lío te has metido por vago y perezoso. Cuando los demás trabajan, ¿por qué te tumbas y pasas el tiempo durmiendo? ¿Por qué no te levantas y mueves tus perezosas piernas? No hay lugar en el mundo para un hombre como tú, excepto la pocilga.

    —Sé que lo que dices es verdad —se lamentó Wang—. Pero ¿cómo voy a trabajar con todas estas plumas? ¡Me matarán! ¡Me matarán!

    —Pero ¿tú te estás escuchando? —se rio el espíritu—. Si fueras un tipo alegre y optimista dirías: «¡Menudo golpe de suerte! No tendré que volver a comprar ropa. Los dioses me han proporcionado un vestido que nunca se desgasta». Eres muy quejica, ¿no te parece?

    Después de bromear de este modo un poco más, el buen espíritu cambió su tono de voz y dijo:

    —Bueno, Wang, ¿estás realmente arrepentido del modo en el que has vivido, arrepentido por tus años de holgazanería, arrepentido de haber deshonrado a tus ancianos padres? He oído que tus padres murieron de hambre porque tú no pudiste ayudarlos.

    Wang, al ver que el espíritu lo sabía todo sobre su pasado y sintiendo que su dolor empeoraba a cada minuto, gritó:

    —¡Sí! ¡Sí! Haré cualquier cosa que me pidas. Pero ¡te lo ruego! ¡Líbrame de estas plumas!

    —Yo no te he dado plumas —le contestó el espíritu—, y por tanto no puedo librarte de ellas. Tendrás que hacerlo todo tú solo. Lo que necesitas es una buena reprimenda. Ve y deja que el señor Lin, el propietario del pato robado, te eche un sermón. Cuando peor sea este, antes se te caerán las plumas.

    Ahora, por supuesto, algunos lectores se reirán y dirán: «Pero eso no fue más que un sueño tonto, no significará nada». Pero el señor Wang no pensaba lo mismo. Se levantó muy contento. Iría a ver al señor Lin, se lo confesaría todo y se llevaría la reprimenda. Entonces se libraría de sus plumas y podría salir a trabajar. Era cierto que había llevado una vida perezosa. Lo que el buen espíritu había dicho sobre sus padres le había dolido mucho porque sabía que era verdad. Desde aquel día en adelante dejaría de ser vago; buscaría esposa y se convertiría en padre de familia.

    El miserable Wang salió de su choza cargado de buena intención. Cogió dinero suficiente de sus ahorros para pagar el pato que había robado al señor Lin. Haría todo lo que el espíritu le había dicho, e incluso más. Pero así fue precisamente como se metió en problemas. Mientras caminaba haciendo tintinear el cordel con el dinero, pensando que pronto se lo entregaría a su vecino, se puso muy triste. Quería a cada una de aquellas monedas y le disgustaba separarse de ellas. Después de todo, el espíritu no le había dicho que tuviera que confesar lo ocurrido al propietario del pato; le había dicho que fuera a verlo y le dejara echar un buen sermón.

    «El espíritu no ha dicho que sea yo quien tiene que recibir el sermón —pensó el avaro—. Tengo que conseguir que le eche un sermón a alguien; entonces mis plumas se caerán y yo seré feliz. ¿Por qué no decirle que el viejo Sen fue quien le robó el pato, para que sea él quien se lleve la reprimenda? Con eso seguramente será suficiente, y yo conservaré el dinero y la honra. Además, si le digo a Lin que soy un ladrón, quizá llame a la policía y me lleven a la cárcel. Ir a la cárcel debe ser tan malo como llevar plumas. ¡Ja! Esta será una buena broma para Sen, Lin y los demás. También engañaré al espíritu. No tenía derecho a hablar de mis padres como lo hizo. Después de todo, murieron por culpa de unas fiebres. Yo no soy médico, ¿cómo iba a curarlos? ¿Cómo puede decir que fue culpa mía?».

    Cuanto más hablaba Wang para sí mismo, más seguro estaba de que era inútil contarle a Lin que le había robado el pato. Cuando llegó por fin a su casa, estaba decidido a engañarlo. El señor Lin lo invitó a entrar y a sentarse. Aquel Lin era un hombre honesto y sincero que a todo el mundo caía bien, porque nunca hablaba mal de ningún hombre y siempre tenía algo bueno que decir de sus vecinos.

    —Bueno, ¿qué se te ofrece, amigo Wang? Has venido temprano y hay un largo paseo de tu casa a la mía.

    —Oh, hay algo importante de lo que quiero hablar contigo —comenzó Wang disimuladamente—. En el prado tienes una bonita bandada de patos.

    —Sí —dijo el señor Lin, sonriendo—, es una buena bandada.

    Pero no dijo nada del ave robada.

    —¿Cuántos tienes? —le preguntó Wang con audacia.

    —Los conté ayer por la mañana y eran quince.

    —¿Anoche no volviste a contarlos?

    —Sí, lo hice —respondió Lin lentamente.

    —¿Y había solo catorce?

    —Exacto, amigo Wang, faltaba uno de ellos; pero un pato no demasiado importante. ¿Por qué lo dices?

    —¿Cómo que no es importante perder un pato? ¿Cómo puedes decir eso? Un pato es un pato, ¿verdad? ¿No te gustaría saber cómo lo has perdido?

    —Seguramente ha sido un halcón.

    —No, no fue un halcón. Si miras en el corral del viejo Sen, seguramente encontrarás plumas.

    —Nada más natural, me parece, en un corral.

    —Sí, pero plumas de tu pato —insistió Wang.

    —¿Qué? ¿Crees que el viejo Sen es un ladrón, y que ha estado robándome?

    —¡Exacto! Ya lo sabes.

    —Bueno, bueno, ¡no es para tanto! Siento que esté pasando por una mala época. Es un buen trabajador y se merece mejor suerte. Si me lo hubiera pedido, le habría dado el pato de buena gana. Es una pena que tuviera que robarlo.

    Wang esperó a ver cómo planeaba el señor Lin castigar al ladrón; estaba seguro de que al menos iría y le echaría una buena regañina.

    Pero no ocurrió nada de eso. En lugar de mostrar enfado, el señor Lin parecía sentir pena por Sen, porque era pobre y tenía que robar.

    —¿Ni siquiera vas a enfadarte con él? —le preguntó Wang, disgustado—. Ven a su casa conmigo y échale un sermón.

    —¿Para qué? No quiero dañar los sentimientos de un vecino solo por un pato. Eso sería una tontería.

    Para entonces, el Rey Avaro había empezado a sentir una picazón por todo el cuerpo. Las plumas empezaban a salir de nuevo. Se asustó y, nervioso, se lanzó al suelo ante el señor Lin.

    —¡Oye! ¿Qué te ocurre, hombre? —exclamó Lin, pensando que Wang estaba sufriendo un ataque—. ¿Qué pasa? ¿Estás enfermo?

    —Sí, muy enfermo —se lamentó Wang—. Lin, soy un mal hombre; más vale que lo admita de una vez y termine con esto. No tiene sentido intentar evitar la verdad, o esconder una falta. Yo robé tu pato anoche y hoy he venido hasta aquí para intentar cargar a Sen con la culpa.

    —Sí, lo sabía —respondió Lin—. Te vi llevándote el pato debajo de la ropa. ¿Por qué has venido a verme si creías que yo no sabía que tú eras el culpable?

    —Espera y te lo contaré todo —le dijo Wang, haciendo una reverencia—. Después de asar tu pato y comérmelo, me fui a la cama. Pronto sentí un picor por todo el cuerpo. No pude dormir y por la mañana descubrí que me habían crecido plumas de pato de la cabeza a los pies. Cuanto más las arrancaba, más gruesas crecían. Apenas podía evitar gritar. Me metí en la cama y, después de dar vueltas durante horas, se me apareció un espíritu y me dijo que no me libraría de mi problema a menos que consiguiera que tú me echaras un buen sermón. Aquí tienes el dinero por tu pato. Ahora, por piedad, ríñeme. Hazlo rápidamente, porque no podré soportar el dolor mucho más.

    Wang estaba arrastrándose ante los pies de Lin, pero este respondió con una risa grave que finalmente estalló en carcajadas.

    —¡Plumas de pato! ¡Ja! ¿Por todo el cuerpo? Bueno, ¡esa historia es demasiado buena para creerla! Lo próximo que me dirás es que quieres vivir en el agua. ¡Ja!

    —¡Ríñeme! ¡Ríñeme! —le suplicó Wang—. ¡Por todos los dioses, sermonéame!

    Pero Lin se rio más fuerte.

    —Déjame ver primero las plumas, y después hablaremos del sermón.

    Wang se abrió las ropas y mostró al incrédulo Lin que había estado diciendo la verdad.

    —Deben ser calentitas —dijo Lin, riéndose—. El invierno llegará pronto y no te gusta trabajar. ¿No te ahorrarían el problema de tener que llevar ropa?

    —¡Pero me pican tanto que apenas puedo soportarlo! El dolor es tremendo, solo quiero gritar.

    Y, una vez más, Wang se echó al suelo y empezó a hacer reverencias ante su vecino; es decir, se arrodilló y se golpeó la frente contra el suelo.

    —Tranquilízate, amigo, y dame tiempo para pensar en una buena reprimenda —dijo Lin al final—. No suelo usar palabrotas y rara vez pierdo los nervios. En serio, tienes que darme tiempo para pensar qué decir.

    Para entonces Wang sufría tanto dolor que había perdido todo control de sí mismo. Se agarró a las piernas del señor Lin, gritando:

    —¡Ríñeme! ¡Ríñeme!

    El señor Lin perdió la paciencia con su visitante. Además, Wang lo sostenía con tanta fuerza que Lin se sentía como si un cangrejo gigante lo estuviera pellizcando. De repente, Lin no pudo seguir sujetando su lengua:

    —¡Vago! ¡Perro! ¡Besugo! ¡Haragán, inútil! ¡Déjame en paz de una vez!

    En China este lenguaje es muy fuerte, y Wang se puso en pie de un salto loco de alegría, porque sabía que Lin lo había sermoneado. Tan pronto como pronunció las primeras palabrotas, las plumas empezaron a caerse del cuerpo del vago y, por fin, el doloroso picor se detuvo por completo. En el suelo frente a Lin había un gran montón de plumas y Wang, libre de su problema, las señaló y dijo:

    —Gracias, querido amigo, por las cosas que me has llamado. Me has salvado la vida y, aunque te he pagado el pato, deseo añadir al trato estas hermosas plumas como regalo. Estas, en cierta medida, te recompensarán por la espléndida regañina. Espero haber aprendido una buena lección; a partir de ahora seré un hombre mejor. El espíritu me dijo que era un vago. Tú estás de acuerdo con él. Pero a partir de hoy verás que puedo doblar la espalda como un buen hombre. Adiós, muchas gracias por tu amabilidad.

    Dicho esto, tras muchas reverencias y palabras amables, Wang se marchó de la casa del dueño de los patos más contento y sabio.

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