Casi siempre son las mujeres brujas las protagonistas de las leyendas vascas. Aunque también existen hombres brujos, apenas se les menciona y, cuando esto sucede, también se les denomina con el nombre de sorgin, aunque en algunos casos se les llama intxixuak. En los aquelarres, eran los brujos quienes se encargaban de tocar el tamboril y el txistu para que las brujas bailaran.
Para saber si una persona es o no bruja basta con comprobar si tienen lunares en el cuerpo o en el blanco del ojo (lunar conocido como la “marca del sapo”) o si puede doblar el pulgar hacia atrás hasta tocar la muñeca de la misma mano. Sobre la base de pruebas como éstas y otras parecidas muchos vascos fueron perseguidos, encarcelados y ajusticiados por los inquisidores españoles y franceses bajo la acusación de brujería.
El siguiente relato ha sido recogido por J. M. de Barandiaran en su «El mundo en la mente popular vasca».
En Kortezubi, en Bizkaia, vivían una mujer y su hija con un criado que les ayudaba en las tareas del caserío.
Todos los viernes por la noche, las dos mujeres se ponían sus mejores vestidos, se peinaban cuidadosamente y salían de la casa, a la que no volvían hasta bien entrada la madrugada.
El criado sentía mucha curiosidad por saber adonde iban; así, un viernes, se ocultó, con la intención de espiar todos sus movimientos. Creyéndole dormido, madre e hija entraron en la cocina y de debajo del fogón sacaron un pucherito que contenía un ungüento, untándose piernas y brazos con él.
—Por encima de las matas y por debajo de los árboles van las brujas al aquelarre —y, dicha la fórmula mágica, desaparecieron.
El criado salió de su escondite bastante desconcertado y no menos asustado, pero la curiosidad era más poderosa y, tras coger el ungüento del puchero, se untó bien por todas partes. Cuando llegó el turno de decir las palabras mágicas, se confundió y en lugar de: “Por encima de las matas y por debajo de los árboles...”, dijo:
—Por debajo de las matas y por encima de los árboles van las brujas al aquelarre.
De modo que fue dando tumbos por entre matas y zarzas y volando de árbol en árbol, llegó a Eperlanda, en Muxika, hecho una piltrafa, lleno de arañazos y moretones.
En Eperlanda se encontraban cientos de brujas y brujos a los que, al verlo en tal estado, les produjo mucha risa, y le llamaron sorginberri, es decir, “brujo novato”.
Akerbeltz, el diablo en forma de macho cabrío negro, presidía la reunión, y, uno a uno, todos los asistentes se acercaban a él y le besaban el trasero, que era el ritual establecido en tales ocasiones. Cuando le llegó el turno al brujo novato, éste sacó del bolsillo una lezna de coser abarcas bien afilada que siempre llevaba consigo y le pinchó al diablo.
—¡Sorginberri, tienes la barba muy dura! -exclamó Akerbeltz, dando un respingo.
A lo que nuestro hombre respondió:
—¡Jesús! ¡Qué culo más negro!
No bien acabó de decir estas palabras, todos los allí presentes desaparecieron.
Al encontrarse completamente solo, el brujo novato llegó a pensar que había estado soñando. Intentó recordar la fórmula para regresar a casa, equivocándose de nuevo.
—Por debajo de las matas y por encima de los árboles vuelven las brujas del aquelarre.
Y, de nuevo, por entre matas y zarzas y volando de árbol en árbol, llegó a casa todo magullado. Nada más darse cuenta de que estaba a salvo, recogió sus cosas y salió corriendo sin despedirse de las dos mujeres ni reclamar la paga que se le debía. No paró hasta estar a muchos kilómetros del lugar. ¡Había tenido suficiente con una sola experiencia como brujo novato!
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