domingo, 24 de marzo de 2019

Doña Beatriz y don Guillermo

En el año 1134, el barón don Guillén de Montcada ordenó que se destruyese la
acequia que desviaba las aguas del Besós para llevarlas a los molinos del conde de
Barcelona, don Berenguer Ramón IV, con el pretexto de que aquel río pasaba por sus
dominios y sus propios molinos tenían preferencia para beneficiarse de la fuerza de la
corriente.
El incidente fue considerado un acto de rebeldía por el conde de Barcelona, que
ordenó que se formase un ejército para castigar al barón. Éste se dispuso a defenderse
también con las armas, fortificó su castillo y convocó a los caballeros que le eran
cercanos por la familia o por la amistad. Entre estos caballeros estaba el joven don
Guillermo de San Martín, que a su apostura y valentía con las armas unía su
condición de excelente trovador.
Don Guillermo de San Martín conocía desde la infancia a doña Beatriz, la esposa
de don Guillén de Montcada, y se decía que la dama se habría casado de buena gana
con el caballero trovador si su familia no la hubiese obligado a hacerlo con el
poderoso barón. No obstante, cuando surgió el incidente de los molinos, doña Beatriz
llevaba varios años de matrimonio con don Guillén de Montcada y nunca había dado
motivos para que se pensase que no le era fiel.
Había una tradición en la casa de los Montcada cuando se preparaban hechos de
guerra, y era que se celebraba una reunión de todos los caballeros en la sala de armas
del castillo y, tras un banquete, la esposa del señor del castillo tenía la facultad de
designar al jefe de todos los guerreros, ofreciéndole vino en una copa de oro que
había pertenecido al primer barón de Montcada, aquel que, en compañía de otros
ocho barones, había comenzado la reconquista de las tierras catalanas.
Aunque entre la concurrencia había caballeros muy veteranos y bien probados en
numerosos y arduos combates, doña Beatriz, cuando el vino fue escanciado en la
antigua copa, tras mojar en ella sus labios, se la ofreció a don Guillermo de San
Martín, su amigo de la infancia y acaso amor de juventud. Don Guillermo saludó a la
dama en señal de agradecida aceptación y, después de beber también un sorbo del
vino, pasó la copa al siguiente caballero de la mesa, iniciando una ronda que formaba
parte de la tradición. Sin embargo, cuando la copa llegó a manos de don Guillén, éste
la rechazó con aire huraño, mostrando que la designación de su esposa no le había
complacido.
Mientras continuaban los preparativos militares, los caballeros que don Guillén
había convocado se albergaban en su castillo, y entre doña Beatriz y el caballero
trovador se fueron anudando los antiguos vínculos. Él cantaba a menudo para ella y
sus damas de compañía, y ella bordó con sus manos una banda con sus colores, que el
joven caballero ostentaba orgulloso.
Una noche, uno de los más antiguos soldados del barón vino a verlo con mucho
sigilo para anunciarle determinados movimientos que había atisbado la noche anterior
en la torre que servía de aposento a la baronesa, la de una figura al parecer masculina
que se escabullía entre las almenas, tras separarse de una figura femenina que acaso
lo despedía antes de desaparecer también en lo oscuro.
Los celos aguijonearon al barón de tal manera que, sin averiguar si era cierto lo
que el soldado le había contado y, en tal caso, si la figura masculina correspondía al
caballero trovador y la femenina a su esposa, sin dejar que su ira se enfriase, llamó a
sus colaboradores más cercanos y les informó de lo que pretendía.
Aquella misma noche, el barón y sus hombres irrumpieron en la alcoba de doña
Beatriz. Tras sujetarla y amordazarla, la condujeron a la más profunda de las
mazmorras del castillo, un lugar clausurado por una sólida puerta que llevaba decenas
de años sin utilizarse. El barón y sus servidores se dirigieron luego al aposento de don
Guillermo y, sorprendiéndole en medio de un profundo sueño, lo ataron también e
impidieron que pidiese auxilio a sus escuderos, llevándolo a la misma mazmorra,
donde lo arrojaron.
El barón, convencido de la infidelidad de su esposa con don Guillermo de San
Martín, tenía el propósito de dejar que ambos muriesen de hambre y de sed en aquel
húmedo y oscuro subterráneo.
Mientras en el castillo daba mucho que hablar la repentina desaparición de la
castellana y del caballero trovador, éstos se habían encontrado el uno con el otro en la
negrura de la mazmorra destinada a servirles de sepulcro. Consiguieron liberarse de
sus ataduras y mordazas, pero lo profundo del encierro ahogó sus voces de protesta y
socorro.
El lugar era muy húmedo por la cercanía del río, pero las filtraciones del agua,
que los cautivos encontraron tanteando las paredes, les permitieron calmar la sed.
Parece que su situación se alargó varias jornadas, pero su compañía en la helada
oscuridad, el continuo abrazo a que estaban obligados para calentar algo sus cuerpos,
acrecentó la atracción que habían sentido en su mocedad el uno por el otro y entre
ellos fraguó un amor que les dio consuelo en su situación, y que los animaba a no
desfallecer.
En sus tanteos del lugar, además de buscar a tientas los hilos de agua que les
permitían ir sobreviviendo, procuraron inspeccionar todos los muros y rincones del
subterráneo, que era al parecer muy grande, por si hubiese alguna manera de escapar.
Su búsqueda tuvo por fin resultado, pues entre los viejos cimientos pudieron
encontrar lo que parecía el acceso a una galería, cegado con piedras y maderos. Era la
boca de un pasadizo preparado como posible salida de emergencia cuando se
construyó el castillo, que habían puesto en el olvido las sucesivas ampliaciones del
edificio y el desuso de aquella mazmorra. La dama y el caballero trabajaron muy
duramente para retirar lo que obstruía aquel acceso, pero al fin alcanzaron el pasadizo
y lo recorrieron hasta salir al exterior, en la ribera del Besós, entre la maleza.
Don Guillermo y doña Beatriz consiguieron alejarse de aquellos parajes y recibir
ayuda de gentes que guardaron el secreto de su liberación. Buscaron la protección del
conde de Barcelona, que los acogió muy gustoso de poder presentar la aventura de
aquella noble pareja como un ejemplo de la locura y la crueldad del barón rebelde. El
propio conde se ocupó de que el papa anulase el matrimonio entre don Guillén y doña
Beatriz, y fue padrino de las bodas de ésta con don Guillermo de San Martín, a quien
consideró desde entonces uno de sus más dilectos caballeros.
Y don Guillermo y doña Beatriz conservaron hasta su muerte la llama del amor
mutuo que los había iluminado en la oscuridad de su prisión.

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