Las Cruzadas fueron el escenario de algunas de las batallas más grandes de la Edad
Media. Con las Cruzadas el papado quería facilitar a los peregrinos un camino seguro
para llegar a los santos lugares no sin antes expulsar a los musulmanes de Tierra
Santa. Este pretexto escondía la voluntad del papa de someter a su dominio a las
monarquías y la Iglesia de Oriente. Algunos protagonistas de las leyendas de este
libro como Ricardo I Corazón de León o János Hunyadi lucharon en las Cruzadas
contra los musulmanes; otros como Jaime I el Conquistador planificaron participar en
ellas al final de su reinado, aunque en su caso una tormenta cambió sus planes al ser
interpretada como un mal augurio divino. Conozcamos ahora a los protagonistas y la
leyenda de la batalla de los Cuernos de Hattin.
La muerte en marzo de 1185 del rey de Jerusalén Balduino IV el Leproso había
dejado como heredero a un niño menor de edad llamado Balduino V, que murió a los
siete meses de ser coronado. Toda la nobleza prometió que si el muchacho moría
antes de alcanzar los 10 años de edad, su regente el conde Raimundo III de Trípoli
continuaría gobernando a la espera de una sentencia sobre quién tenía que seguir
ostentando la corona. Pero Sibila, hermana de Balduino IV, conspiró hasta aglutinar
los suficientes partidarios y junto con su marido, Guido de Lusignan, se hicieron
coronar nuevos reyes de Jerusalén. Esta elección generó muchas tensiones ya que no
tenía la aprobación de destacados señores feudales como Roger Desmolins, gran
maestre de la orden del Hospital, o el propio Raimundo III de Trípoli, entre otros.
Guido de Lusignan era un hombre despreciado por sus vasallos, su impopularidad
quedó manifiesta en la ceremonia de investidura cuando Heraclio, patriarca de
Jerusalén, proclamó reina a Sibila y dejó otra corona a su lado diciéndole que
nombrase rey al hombre que ella considerase más digno. Otro ejemplo de descrédito
fue la negativa de Desmolins a darle una de las tres llaves que abría el cofre donde se
guardaban los atributos reales para la coronación. Ante las amenazas de muerte,
Desmolins lanzó la llave por la ventana de su residencia y no asistió a la ceremonia.
Por si no fuera poca la tensión acumulada, Sibila tuvo la delicadeza de invitar a la
investidura a todos sus enemigos, cosa que aumentó la división entre los cristianos.
Al otro lado de la frontera, los musulmanes se encontraban unidos en torno al
líder de origen kurdo Yûsuf ibn Ayyûb Salah ad-Dîn, más conocido como Saladino.
Una tregua firmada entre Saladino y Raimundo III de Trípoli, cuando este aún era
regente de Jerusalén, había llevado temporalmente la prosperidad a Palestina y
favorecido a los musulmanes, que aprovecharon para enriquecerse con el comercio de
las caravanas. A finales de 1186, una enorme caravana había partido de la ciudad
egipcia de El Cairo y durante el trayecto fue atacada por el caballero francés Reinaldo
de Châtillon, señor del krak de Moab, una fortaleza al este del mar Muerto. Saladino
al saber la noticia envió una embajada a Reinaldo y a Guido de Lusignan para pedir
explicaciones.
La violación de la tregua firmada entre Saladino y Raimundo III de Trípoli hacía
inevitable una guerra, y más cuando Reinaldo de Châtillon se negó a recibir a los
embajadores de Saladino, y Guido de Lusignan era incapaz de imponer su autoridad
sobre sus vasallos. La situación era desesperada, el reino de Jerusalén dividido en
facciones no estaba en condiciones de afrontar este conflicto. El rey Guido de
Lusignan lo sabía e intentó mediar para hacer un frente común con los caballeros
templarios, hospitalarios y el conde Raimundo III de Trípoli.
En mayo de 1187 una hueste de 7.000 jinetes musulmanes cruzó los territorios del
conde Raimundo III de Trípoli y saqueó el castillo de La Féve, al sur de Nazaret,
matando a todos los templarios que lo habitaban. Las órdenes militares del Temple y
el Hospital de los alrededores se movilizaron para dar caza a los asesinos y vengar a
sus compañeros, pero su impetuosidad los llevó a un enfrentamiento desigual en las
fuentes de Cresson, detrás de las colinas de Nazaret, donde murieron la mayoría de
los caballeros cristianos. Estas derrotas facilitaron la pretendida unión de los nobles
del reino de Jerusalén.
Las crónicas cristianas y musulmanas exageraron las fuerzas que se reunieron en
San Juan de Acre a finales de junio de 1187. La Historia Regni Hierosolymitani o
Historia del reino de Jerusalén hablaba de un ejército cristiano formado por 1.000
caballeros, 25.000 soldados de infantería, 4.000 turcoples o mercenarios musulmanes
y 8.000 soldados más equipados con el dinero aportado por el rey Enrique II de
Inglaterra, como contrapartida al incumplimiento del juramento de participar en la
cruzada. Todavía son más increíbles las cantidades aportadas por Imad el-Din,
secretario de Saladino, que calcula en 50.000 las tropas cristianas. En la realidad, el
ejército de Guido de Lusignan no debió superar los 1.000 caballeros y 10.000
infantes. Saladino, por su parte, reunió en la frontera de Galilea una milicia con
18.000 efectivos, entre tropas regulares y voluntarios. Con este baile de números las
fuentes alimentaban conscientemente la leyenda de la batalla de los Cuernos de
Hattin, un hecho histórico que sin duda puso en pie de guerra a los dos ejércitos más
grandes jamás vistos hasta entonces.
Para garantizar la victoria sobre Saladino se pidió al patriarca Heraclio que
acudiera a la cruzada con la vera cruz. Su presencia suponía un aliciente a la moral
del ejército, la leyenda contaba que siempre que la reliquia había salido a la batalla,
esta había acabado con victoria cristiana y su portador sin sufrir rasguño alguno. Pero
el patriarca declinó la oferta en favor de las comodidades que tenía en la ciudad y la
ofreció al obispo de San Juan de Acre.
La vera cruz está considerada la cruz donde murió Jesucristo, una de las reliquias
más importantes del cristianismo. Su hallazgo se relaciona con la emperatriz romana
Elena, canonizada por la Iglesia en el siglo IX y madre del emperador romano
Constantino I el Grande que autorizó el culto del cristianismo dentro del Imperio.
Según una leyenda difundida por Jacopo della Voragine, hagiógrafo dominico italiano
del siglo XIII, Elena fue quien, en el siglo IV, localizó la vera cruz en el monte
Gólgota, a las afueras de Jerusalén. Elena, junto con Macario, obispo de Jerusalén,
había amenazado a los rabinos de la ciudad con quemarlos vivos si no desvelaban el
paradero de la vera cruz. Tras ubicarla en las canteras del monte Gólgota la
emperatriz hizo demoler el templo de Venus que el emperador Adriano había
mandado construir doscientos años antes. Cuenta Eusebio de Cesarea, teólogo e
historiador eclesiástico del siglo IV, que Macario y Elena localizaron tres cruces que
podían ser la cruz de Jesucristo y ante la duda fueron a buscar un enfermo para
acostarlo al lado de cada una de ellas hasta que al entrar en contacto con la vera cruz
sanó. Elena dividió la reliquia en dos mitades: una fue a la iglesia de la Santa Cruz de
Roma y la otra a la iglesia del santo sepulcro de Jerusalén.
Pero volvamos al siglo XII. El 2 de julio de 1187 las tropas de Saladino cruzaron
el río Jordán y asediaron la ciudad de Tiberíades, que pertenecía a la princesa Echive,
esposa de Raimundo III de Trípoli. El rey Guido de Lusignan convocó a sus
caballeros para planificar la estrategia. Raimundo III se opuso a liberar la ciudad por
considerarlo una acción demasiado arriesgada a pesar de que su mujer y sus hijos
estaban sitiados en el interior. Pero los barones sabían que Guido de Lusignan era
débil y se dejaba convencer por el último que tomaba la palabra. Entonces Gerardo de
Ridefort, maestre del Temple, después del consejo de caballeros se quedó en la tienda
y convenció al rey para poner al ejército en marcha camino de Tiberíades.
El viernes 3 de julio Saladino sintió una gran satisfacción al ver que los cristianos
avanzaban hacia él tal y como había previsto. Durante todo el día guerrillas de
musulmanes atacaron con lluvias de flechas la retaguardia y la vanguardia del ejército
cristiano. Era un verano muy caluroso, los caballeros ardían dentro de sus armaduras
de hierro y en el camino hacia Tiberíades no había agua. Sedientos y agotados
llegaron a la explanada de Hattin frente a la cual había dos picos conocidos como
Qurun-hattun o Cuernos de Hattin, donde acamparon para recuperar fuerzas.
Saladino, aprovechando el viento que soplaba, mandó incendiar los matorrales, con lo
que el humo y las llamas hacían la situación insoportable.
La madrugada del 4 de julio empezó la batalla final. El único objetivo de los
cristianos era conseguir agua como fuera y lanzaron una carga desesperada, pero la
mayoría de ellos murieron degollados o fueron presos, y los escasos supervivientes se
refugiaron en la colina de Hattin donde resistieron heroicamente hasta que no les
quedaron más fuerzas. Solo Raimundo III de Trípoli pudo escapar de la batalla tras
una carga de caballería. Las fuentes de finales del siglo XII como L’Estoire de la
Guerre Sainte o Historia de la Guerra Santa, obra del poeta anglonormando
Ambrosio, y el Itinerarium Regis Ricardi o Itinerario del rey Ricardo, una narración
sobre la participación del rey inglés Ricardo I Corazón de León en la tercera Cruzada
atribuida al también normando Godofredo de Vinsauf, juzgaron la conducta de
Raimundo III de Trípoli como una deserción en pleno combate pactada con Saladino
y lo acusaron de informar a los musulmanes sobre la situación del ejército cristiano.
El obispo de Acre, portador de la vera cruz, murió de una lanzada durante la
batalla, lo cual provocó la desazón de los caballeros cruzados. Saladino se apropió de
la reliquia y la cristiandad quedó convencida de que la vera cruz se había perdido
para siempre en los campos de Hattin. En 1190 Ricardo I Corazón de León intentó
recuperarla sin éxito y pronto empezaron a circular todo tipo de leyendas sobre su
paradero. Se dijo que los templarios la habían quemado y tres siglos más tarde los
habitantes de Constantinopla presumieron de poseerla en la defensa de la ciudad del
ataque de los turcos. Con el paso del tiempo proliferaron los lignum crucis o
fragmentos de la vera cruz, demasiados para ser todos auténticos, tal y como dijo el
teólogo francés Juan Calvino en el siglo XVI: «Si se juntasen todos los supuestos
fragmentos se podría llenar un navío».
La batalla de los Cuernos de Hattin era la mayor victoria conseguida por Saladino
gracias a la imprudencia de los líderes cristianos. El rey Guido de Lusignan, el
caballero Reinaldo de Châtillon, el maestre del Temple Gerardo de Ridefort y otros
nobles fueron hechos prisioneros.
El rey Guido de Lusignan preso por Saladino en la batalla de Hattin. Miniatura de la Estorie d’Eracles, una
traducción francesa de mediados del siglo XIII, de la crónica latina Historia rerum in partibus transmarinis
gestarum del obispo y cronista Guillermo de Tiro.
Al atardecer Saladino ordenó llevar a su tienda al rey Guido y a Reinaldo y se
mostró condescendiente con ellos. Ofreció al rey una copa de agua enfriada con nieve
del monte Hermón, una montaña de 2.800 metros de altura situada en la actual
frontera entre Israel y Siria. Guido de Lusignan bebió hasta saciar su sed y ofreció la
copa a Reinaldo de Châtillon. Saladino advirtió al rey cristiano de que era él «quien
había dado de beber a este hombre y no yo», pues dar comida a un cautivo según las
leyes islámicas era sinónimo de perdonarle la vida. Después de esto, Saladino golpeó
con su espada a Reinaldo arrancándole de un cuajo la cabeza. Guido de Lusignan
temblaba de miedo al ver la escena, pero Saladino le tranquilizó diciéndole «un rey
no mata a otro rey». Lo que no sabían los presos es que Saladino sufrió un fuerte
ataque de fiebres meses antes de la batalla, y prometió que si sanaba mataría con sus
manos a Reinaldo de Châtillon por sus crímenes y codicia.
La batalla de los Cuernos de Hattin fue un hecho histórico que ha pasado a la
categoría de leyenda por el tratamiento dispar que hacen de ella las fuentes cristianas
y musulmanas. Crónicas tardías de finales del siglo XII, como las ya citadas Historia
del reino de Jerusalén o el Itinerarium Regis Ricardo, inflan las cifras del ejército
cristiano; un hecho habitual y que hemos visto en otras leyendas de este libro como la
exageración de la crónica Alfonsina al cuantificar los enemigos que se enfrentaron a
Pelayo en Covadonga o la invención de un ejército de 400.000 musulmanes que
atacaron la retaguardia franca en la Chanson de Roland. La descripción novelesca de
algunas escenas también hace pensar que las fuentes daban un tratamiento
tendencioso a la información. Veamos sin ir más lejos la narración que Al-Imad, un
miembro de la comitiva de Saladino, hace de Hattin después de la batalla:
He visto cabezas tiradas lejos de cadáveres inertes, ojos hundidos en las
órbitas, cuerpos llenos de polvo cuya belleza había desaparecido bajo la garra
de las aves de presa… ¡Qué dulce perfume de victoria se desprendía de este
montón de cadáveres! ¡Cómo alegra el corazón este horrible espectáculo!
La derrota de Hattin había dejado desguarnecido el reino de Jerusalén. Saladino
conquistó en pocas semanas toda Galilea, la fortaleza de San Juan de Acre y la ciudad
de Jerusalén tras un breve asedio. Los estados de la Europa occidental quedaron en
estado de shock y organizaron la Tercera Cruzada, en la que participaron grandes
monarcas como el emperador germano Federico I Barbarroja, Felipe II Augusto de
Francia o el rey inglés Ricardo I Corazón de León, al que hemos conocido en una
leyenda del capítulo Héroes y villanos.
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