El espíritu de las cruzadas había sufrido un golpe muy duro después de la derrota de
las tropas cristianas en la batalla de los Cuernos de Hattin y la rendición de Jerusalén
a manos de Saladino en 1187. En la segunda mitad del siglo XII el frente occidental de
la península Ibérica tampoco era muy prometedor para los intereses de la cristiandad.
El territorio estaba fragmentado en manos de los reinos de Aragón, Castilla, León,
Navarra y Portugal, todos con una clara vocación expansiva que provocaba tensiones
fronterizas entre ellos.
Las circunstancias se volvieron especialmente graves en julio de 1195, después de
la derrota cristiana en la batalla de Alarcos, a los pies del río Guadiana y cerca de la
actual Ciudad Real. Los almohades, un movimiento religioso de origen bereber
procedente del norte de África que gobernaba Al-Andalus desde hacía
aproximadamente medio siglo, liderados por el califa Yusuf II, derrotaron a las
huestes castellanas del rey Alfonso VIII. Después de la derrota el alférez real Diego
López de Haro escapó por el camino de Villadiego, siendo acusado de cobarde por
los nobles castellanos. De su acción viene al parecer la expresión «tomar las de
Villadiego» como sinónimo de huir de mala manera.
Los papas Celestino III (1191-1198) e Inocencio III (1198-1216) decidieron tomar
cartas en el asunto para evitar un desastre mayor y reclamaron la unidad de los reinos
cristianos peninsulares bajo la bandera de una cruzada internacional. En febrero de
1209 Inocencio III firmó una bula convocando la cruzada contra los musulmanes y
forzando la reconciliación de los reyes Alfonso VIII de Castilla, Sancho VII de
Navarra y Alfonso IX de León.
El 20 de junio de 1212, una multitud de cruzados partió de Toledo al encuentro
del califa almohade Muhammad Al-Nasir. Los ejércitos movilizados por ambos
bandos eran impresionantes. Los cristianos reunían tropas castellanas, navarras,
aragonesas y caballeros cruzados venidos del norte de Europa. Las fuentes, como
siempre, hablan de cifras exageradas, cuantificando los contingentes cristianos en
70.000 combatientes y las tropas almohades en más de 250.000 hombres, de los
cuales 160.000 eran voluntarios dispuestos a morir por la yihad o guerra santa. Los
últimos y muy recientes estudios históricos del especialista español Martín Alvira
Cabrer reducen a 25.000 o 30.000 combatientes las huestes almohades y entre 12.000
y 14.000 los caballeros y peones cristianos. En cualquier caso, estamos ante una de
las batallas más grandes libradas jamás en la península ibérica.
El califa Al-Nasir apostó por una batalla posicional con el terreno a su favor y
distribuyó sus tropas en los desfiladeros de Sierra Morena, cerrando todos los pasos.
Su estrategia era desgastar a los cristianos con la sed y el cansancio tras una larga
marcha, para acabar escogiendo un escenario propicio y tenderles una emboscada,
una táctica parecida a la de Saladino en la batalla de Hattin.
El 12 y 13 de julio de 1212 el grueso del ejército feudal coronó el puerto del
Muradal y acampó en la cima con un calor asfixiante, no podrían aguantar mucho sin
deshidratarse. Entonces se produjo un hecho de vital trascendencia para el desarrollo
final de la batalla, según cuenta el arzobispo de Toledo Rodrigo Jiménez de Rada en
la Historia de rebus Hispaniae o Historia de los hechos de España (1243-1247), un
pastor «muy desaliñado en su ropa y persona, que tiempo atrás había guardado
ganado en aquellas montañas y se había dedicado allí mismo a la caza de conejos y
liebres» entró en la tienda del rey de Castilla y le mostró un camino poco transitado
para cruzar la sierra y sorprender a los almohades en el campo de batalla. El rey
castellano Alfonso VIII apuntó la idea de una actuación celestial al enviar una carta al
papa Inocencio III explicándole los detalles de la batalla con estas palabras: «Por la
guía de cierto rústico que nos envió Dios sin esperarlo, hallaron nuestros magnates en
el mismo sitio otro paraje bastante más fácil». Más adelante, la Crónica latina de los
reyes de Castilla, una obra anónima de aproximadamente 1236, atribuyó
directamente a una intervención divina la aparición del pastor: «Entonces envió Dios
a uno con aspecto de pastor, que habló en secreto al rey glorioso». El nombre del
pastor lo conocemos desde que en el siglo XVI el historiador Gonzalo Argote de
Molina nos dice que se llamaba Martín Halaja y novela su diálogo con el rey Alfonso
VIII, un ejemplo más de cómo los hechos históricos se van deformando con el
tiempo.
La figura del pastor Martín Halaja ha sido y es tremendamente polémica. Su
apellido hace pensar en unos orígenes mozárabes, la palabra Halaja vendría de la voz
árabe al-yawhar, que significa piedra preciosa. A veces es citado como Martín Malo,
coincidiendo con el nombre de una aldea de lo que hoy constituye el municipio de
Guarromán, en la provincia de Jaén y muy cercano al área en que tuvo lugar la
batalla, donde recibió una parcela de tierra por sus servicios. La figura del pastor
también se ha asociado a san Isidro Labrador, patrón de Madrid, porque el rey
Alfonso VIII al ver el cuerpo del santo cuando lo trasladaron a la iglesia de San
Andrés dijo: «Este fue el pastor que me guió en las Navas de Tolosa». La disputa
sobre la autenticidad de la aparición del santo encendió acalorados debates a finales
del siglo XVIII entre los eruditos Manuel Rosell y Juan Antonio Pellicer; un indicador
más de que posiblemente el relato de la batalla fue enriqueciéndose e incorporando
nuevos elementos a posteriori.
Pintura al óleo de la batalla de las Navas de Tolosa expuesta en el palacio del Senado de Madrid, obra del pintor
español Francisco de Paula Van Halen, de 1864. La pintura histórica del siglo XIX trata con asiduidad el tema de
la batalla de las Navas de Tolosa, destacando pintores como Inocencio García Asarta, Ricardo Balaca o Ramón
Vallespín.
Los testigos más directos de la batalla, como el rey de Castilla Alfonso VIII o el
arzobispo de Toledo Rodrigo Jiménez de Rada guardaron silencio o hablaron
escuetamente de la leyenda del pastor de las Navas de Tolosa. Pero con el paso del
tiempo aparecieron nuevas interpretaciones y recreaciones de la historia, como la
Nobleza de Andalucía, del ya citado Gonzalo Argote de Molina. Lo mismo sucedió
con la multiplicación de las listas de nombres de los nobles que afirmaban haber
participado en la contienda y que solo buscaban glorificar su linaje, o la
identificación de los caballeros que en el tramo final de la batalla tuvieron la gloria de
asaltar la empalizada donde se refugiaba Al-Nasir. Ningún otro hecho de la historia
medieval de España suscitó tanto interés por parte de cronistas, poetas o juglares
como la batalla de las Navas de Tolosa, documentándose hasta 172 menciones en las
fuentes medievales entre los siglos XIII y XV.
La batalla de las Navas de Tolosa, también llamada batalla del Muradal o de
Úbeda, tuvo lugar el lunes 16 de julio de 1212. El ejército almohade fue totalmente
derrotado cerca de la población de Santa Elena, en la actual provincia de Jaén. En la
batalla tuvo un papel destacado el rey navarro Sancho VII el Fuerte que, según
estudios forenses y la descripción de las crónicas, medía alrededor de 2,20 metros de
altura. La leyenda navarra dice que Sancho VII participó en el asalto final de la
empalizada que protegía a Al-Nasir. El campamento estaba defendido por los
imesebelen o guardia negra, unos fanáticos religiosos procedentes de Senegal que se
encadenaban entre ellos para evitar la deserción. El gigante navarro rompió durante la
lucha con su maza las cadenas y se las apropió como trofeo de la derrota almohade.
Su leyenda creció cuando años más tarde las cadenas de las Navas de Tolosa fueron
escogidas como símbolo de la nueva bandera de Navarra.
Al-Nasir huyó en dirección a Baeza y pudo escapar con vida hasta Marrakech
pero según las crónicas árabes del siglo XIII: «Se entregó completamente a los
placeres, emborrachándose noche y día hasta la muerte. Fue envenenado por sus
ministros, a quienes tenía la intención de ejecutar». Al-Nasir siempre fue un hombre
débil y acomplejado por su tartamudez que vivió a la sombra de las victorias de su
padre, Yusuf II. La derrota de las Navas de Tolosa fue la prueba definitiva de que
carecía de la energía necesaria para liderar a sus súbditos.
La victoria sobre el ejército musulmán fue el marco ideal para difundir los valores
del cristianismo y demostrar cómo gracias a la intervención de Dios se pudo derrotar
a un enemigo tan poderoso. El noble Diego López II de Haro, señor de Vizcaya,
regaló a su hermana Urraca, abadesa del monasterio de Cañas, en la actual
comunidad autónoma de La Rioja, una reliquia con las herraduras del caballo del
apóstol Santiago que, según la tradición, había liderado las tropas cristianas en el
ataque final de la batalla de las Navas de Tolosa. La presencia del apóstol dirigiendo
la lucha contra el islam lo convirtió en un símbolo de la reconquista y es un ejemplo
más del providencialismo histórico que pretendía reivindicar el carácter sagrado de la
guerra contra el infiel. Apariciones de santos luchando contra los musulmanes
también las veremos en otras leyendas como la batalla de Porto Pi, en la conquista de
Mallorca.
Los soldados cristianos no tuvieron piedad de los vencidos, igual que veremos en
la conquista de Medina Mayurca a cargo de Jaime I el Conquistador. El cronista
marroquí Ibn Abí Zar lo relata con estas palabras en su obra Rawd al-Qirtas o Jardín
de las Páginas a principio del siglo XIV:
El degüello de musulmanes duró hasta la noche, y las espadas de los
infieles se cebaron en ellos y los exterminaron completamente, tanto que no se
salvó uno de mil. Los heraldos de Alfonso gritaban: «Matad y no apresad, el
que traiga un prisionero será muerto con él». Así que no hizo el enemigo un
solo cautivo este día.
Los cruzados conquistaron Baeza el 20 de julio y Úbeda el día 23 pasando de
nuevo a toda la población a cuchillo y juntando un gran botín. Después, el
agotamiento y una epidemia de disentería aceleraron el final de la campaña.
La batalla de las Navas de Tolosa contribuyó a la decadencia del imperio
almohade y abrió el corazón de Al-Andalus a la conquista de los reinos cristianos, un
hecho reconocido por los propios musulmanes, como Ibn Abi Zar, que prosigue su
relato diciendo: «Comenzó a decaer el poder de los musulmanes en Al-Andalus,
desde esta derrota, y no alcanzaron ya victorias sus banderas; el enemigo se extendió
por ella y se apoderó de sus castillos y de la mayoría de sus tierras».
La aparición de leyendas asociadas a batallas campales empezó con los propios
contemporáneos a los sucesos en un intento de mostrar el valor, esfuerzo y
sufrimiento de los actos de los caballeros. Cronistas, juglares y poetas aprovecharon
el interés que despertaba su narración para dar una visión heroica de los hechos
introduciendo elementos divinos, diálogos ficticios o exageraciones. Todo ello está
presente en el relato de la batalla de las Navas de Tolosa y en el resto de leyendas de
este capítulo. En julio de 2009 se inauguró el Museo de las Navas de Tolosa, cerca
del pueblo Santa Elena, ubicado en el escenario de aquella batalla decisiva en la
historia de España.
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