viernes, 1 de marzo de 2019

Bambú y la tortuga

Un grupo de visitantes había estado disfrutando de Hsi Ling. Acababan de atravesar el Camino Sagrado entre los enormes animales de piedra cuando Bambú, un niño de doce años hijo de uno de los guardas, salió corriendo de casa de su padre para ver pasar a los mandarines. Nunca antes había visto tal desfile de hombres importantes, ni siquiera en los días de fiesta. Había diez palanquines con porteadores vestidos de llamativos colores, diez sombrillas muy altas, cada una delante de su orgulloso propietario, y una larga hilera de jinetes.

    Cuando esta colorida procesión pasó de largo, Bambú estaba al borde del llanto porque no podía correr tras los visitantes mientras iban de templo en templo y de tumba en tumba. Pero ¡pobre de él! Su padre le había ordenado que no siguiera a los turistas.

    —Si lo haces te tomarán por un mendigo, Bambú —le había dicho, muy inteligentemente—, y si tú eres un mendigo, entonces tu papá también lo será. Y no quieren mendigos alrededor de las tumbas reales.

    Así que Bambú nunca había conocido el placer de perseguir a los ricos. Muchas veces había regresado a la pequeña casa de aljibe casi con el corazón roto al ver correr a sus amiguitos, llenos de alegría, detrás de los palanquines de los turistas.

    El día en el que empieza esta historia, justo cuando el último jinete desaparecía de la vista entre los cedros, Bambú miró por casualidad en dirección de uno de los edificios del templo del que su padre era guarda. Era la casa que acababan de enseñar a los visitantes. ¿Sería posible que sus ojos lo engañaran? No, con las prisas habían olvidado cerrar las grandes puertas de hierro y seguían abiertas de par en par, como si lo invitasen a entrar.

    Corrió hacia el templo con gran nerviosismo. ¡Cuán a menudo había presionado la cabeza contra las rejas para mirar la oscura sala, deseando entrar algún día! Y, aun así, nunca se le había concedido aquel favor. Casi todos los días miraba el alto poste de piedra, la estela cubierta de escritura china, que se alzaba en el centro de la elegante sala y que llegaba casi hasta el techo. Pero sus ojos se detenían con mayor asombro en la tortuga gigante que había debajo y sobre cuyo caparazón descansaba la columna. En China había muchas estelas así, muchas tortugas que soportaban pacientemente sus cargas de piedra, pero aquella era la única que Bambú había visto. Nunca había salido del bosque de Hsi Ling y, por supuesto, sabía muy poco del gran mundo que había más allá.

    No era de extrañar entonces que la tortuga y la estela lo hubieran maravillado siempre. Una vez pidió a su padre que le explicara el misterio.

    —¿Por qué una tortuga? ¿Por qué no un león, o un elefante?

    Había visto estatuas de piedra de esos animales en el parque y le habían parecido mucho más adecuados que su amiga la tortuga para llevar tal carga.

    —Porque esa es la costumbre —le había explicado su padre, la misma respuesta que obtenía siempre que hacía una pregunta—. Solo porque es la costumbre.

    El muchacho había ideado una explicación, pero nunca había llegado a saber si tenía razón; ahora, afortunadamente, estaba a punto de entrar en la habitación de la tortuga. Cuando estuviera dentro seguramente encontraría una respuesta a aquel acertijo de su infancia.

    Atravesó la puerta corriendo, sin aliento, temiendo que alguien se diera cuenta de que las puertas estaban abiertas y las cerrara antes de que pudiera entrar. Se lanzó al suelo delante de la tortuga gigante, que estaba cubierta por un dedo de polvo. Tenía la cara rayada y sus ropas eran dignas de contemplarse, pero a Bambú no le interesaban esas trivialidades. Se quedó allí un instante, sin atreverse a moverse. Entonces, tras oír un ruido fuera, reptó bajo la enorme bestia de piedra y se quedó en aquel estrecho escondite tan quieto como un ratón.

    —¡Bueno, bueno! —exclamó una voz profunda—. ¡Ten cuidado, que estás levantando una polvareda! Oye, si no tienes cuidado me estrangularás.

    Era la tortuga quien hablaba, aunque el padre de Bambú le había dicho a menudo que no estaba viva. El chico estaba temblando, demasiado asustado para levantarse y huir.

    —No sirve de nada temblar tanto, muchacho —continuó la voz, un poco más amable—. Supongo que todos los jóvenes sois así… No servís para nada, excepto para armar jaleo.

    Terminó su frase con una risa ronca y el chico, al ver que se estaba riendo, miró con asombro a la extraña criatura.

    —No pretendía causar molestias —dijo el chico al final—. Solo quería verte de cerca.

    —Oh, ¿de verdad? Bueno, eso es inusual. Los demás vienen y miran la tabilla que llevo sobre el caparazón. A veces leen en voz alta las tonterías que hay escritas en ella sobre emperadores muertos y sus títulos, pero a mí nunca me miran, a pesar de que mi padre fue uno de los cuatro grandes creadores del mundo.

    Los ojos de Bambú se llenaron de sorpresa.

    —¿Qué? ¿Tu padre ayudó a crear el mundo? —jadeó.

    —Bueno, no exactamente mi padre sino uno de mis abuelos, pero eso da lo mismo, ¿verdad? ¡Oye! Oigo una voz. El guarda regresa ya. Corre, encaja las puertas para que no se dé cuenta de que no las ha cerrado. Después escóndete en la esquina hasta que haya pasado. Tengo algo más que contarte.

    Bambú hizo lo que le dijo. Necesitó toda su fuerza para mover las grandes puertas, pero se sentía muy importante al pensar que estaba haciendo algo para el nieto de un creador del mundo y le habría roto el corazón que su visita terminara tan rápidamente.

    Efectivamente, su padre y el resto de guardas pasaron de largo sin imaginar que los pesados cerrojos no estaban cerrados. Hablaban sobre lo que habían hecho los visitantes. Parecían muy contentos y algunas monedas tintineaban en sus manos.

    —Bueno, muchacho —dijo la tortuga de piedra cuando dejaron de oírse las voces y Bambú salió de su esquina—, es posible que creas que me siento orgulloso de mi trabajo. Llevo un centenar de años sosteniendo esta losa, a pesar de cuánto me gusta viajar. Durante todo este tiempo, noche y día, he buscado un modo de abandonar mi puesto. Es posible que sea honorable pero, como bien puedes imaginar, no es demasiado agradable.

    —Yo diría que tiene que dolerte la espalda —aventuró Bambú tímidamente.

    —¡La espalda! Por supuesto; la espalda, el cuello, las piernas, los ojos, todo lo que tengo me duele, ansío la libertad. Pero ¿sabes? Aunque levantara las patas y dejara caer la estela, no conseguiría atravesar esas rejas de hierro —dijo, señalando con la cabeza la puerta.

    —Sí, lo comprendo —asintió Bambú, que empezaba a sentir lástima por su viejo amigo.

    —Pero ahora estás tú aquí. Tengo un plan, un buen plan, creo. Los guardas han olvidado cerrar la puerta. ¿Qué podría evitar que esta noche obtuviera la libertad? Tú podrías abrirme la puerta; saldría y nadie se enteraría.

    —Pero mi padre perderá la cabeza si descubren que no cumplió con su deber y que por eso has escapado.

    —Oh, no, en absoluto. Podrías cogerle las llaves esta noche y cerrar las puertas después de que me haya marchado. Nadie sabría lo que ha ocurrido. Este edificio se haría famoso, incluso. A tu padre no le pasaría nada malo; al contrario, le haría un gran bien. Los viajeros estarán ansiosos por ver el lugar del que desaparecí. Soy demasiado pesado para que un ladrón se haga conmigo, y creerán sin duda que es otro milagro de los dioses. Oh, y yo lo pasaría genial viajando por el vasto mundo.

    Justo entonces, Bambú empezó a llorar.

    —Pero bueno, ¿por qué lloriqueas, niño tonto? —le preguntó la tortuga con una mueca—. ¿Todavía eres un bebé llorón?

    —No, pero no quiero que te vayas.

    —No quieres que me vaya, ¿eh? Igual que los demás. ¡Menudo eres! ¿Qué razón tienes para desear verme cargado con este peso el resto de mi vida? Vaya, pensaba que sentías compasión por mí y resulta que eres tan mezquino como todos los demás.

    —Estoy muy solo aquí, no tengo con quien jugar. Tú eres el único amigo que tengo.

    La tortuga se rio ruidosamente.

    —¡Ja! ¿Te parezco un buen compañero de juegos? Bueno, si esa es tu razón, es otra cosa. Qué te parece entonces si te vienes conmigo, ¿eh? Yo también necesito un amigo y, si me ayudas a escapar, te consideraré mi mejor amigo.

    —Pero ¿cómo te librarás de la tablilla que llevas sobre la espalda? —le preguntó Bambú con vacilación—. Es muy pesada.

    —Eso es fácil: solo tengo que atravesar la puerta. La tablilla es demasiado alta para pasar, así que se deslizará sobre mi caparazón y caerá al suelo.

    Bambú, loco de contento al pensar en viajar con la tortuga, prometió obedecer sus órdenes. Después de la cena, cuando todos estaban dormidos en la casita del guarda, se escabulló de la cama, cogió la pesada llave de su gancho y salió en desbandada hacia el templo.

    —Bueno, no me has olvidado, ¿verdad? —le preguntó la tortuga cuando Bambú abrió las puertas de hierro.

    —Oh, no, no rompería una promesa. ¿Estás listo?

    —Sí, totalmente.

    Dicho esto, la tortuga dio un paso. La tablilla osciló hacia delante y hacia atrás, pero no se cayó. Siguió caminando hasta que por fin sacó su fea cabeza por la puerta.

    —Oh, qué bonito es el mundo exterior. ¡Qué agradable es el aire fresco! ¿Es la luna aquello que se eleva allí? Llevaba años sin verla. ¡Te lo juro! Mira esos árboles. ¡Cómo han crecido desde que me colocaron esa lápida sobre el caparazón! Ahora forman un bosque.

    Bambú, al ver la alegría de la tortuga, se sintió satisfecho.

    —¡Ten cuidado! —exclamó—. No dejes que la tablilla caiga con demasiada fuerza o se romperá.

    Mientras hablaba, la peculiar bestia atravesó la puerta. El extremo superior del monumento golpeó la pared, se inclinó y cayó al suelo con un gran estrépito. Bambú se estremeció, temeroso. ¿Lo habría oído su padre y acudiría a ver qué había pasado?

    —No temas, muchacho. Nadie vendrá a estas horas de la noche.

    Bambú cerró las puertas rápidamente, corrió de vuelta a la casa y colgó la llave en su gancho. Echó una larga mirada a sus padres, que dormían, y después regresó con su amigo. Después de todo, no estaría lejos mucho tiempo y su padre seguramente lo perdonaría.

    Los camaradas empezaron a caminar por la amplia carretera muy lentamente, porque la tortuga no era rápida a pie y las piernas de Bambú tampoco eran demasiado largas.

    —¿A dónde vamos? —le preguntó el chico al final, cuando empezó a sentirse más cómodo con la tortuga.

    —¿A dónde? ¿A dónde crees que me gustaría ir después de un siglo en prisión? Vaya, volveré a la región de mi padre, el mismo lugar donde el gran dios P’anku y sus tres ayudantes tallaron el mundo.

    —¿Y está lejos? —balbuceó el muchacho, que empezaba a sentirse cansado.

    —A este paso sí, pero no quiera el cielo que tengamos que viajar todo el camino a esta velocidad de caracol. Monta en mi caparazón y te enseñaré cómo hacerlo. Antes de que llegue la mañana estaremos en el fin del mundo; o, mejor dicho, en el principio.

    —¿Dónde está el principio del mundo? —preguntó Bambú—. Nunca he estudiado Geografía.

    —Primero cruzaremos China, después el Tíbet y, al final, en las montañas más allá, llegaremos al lugar donde P’anku llevó a cabo su labor.

    En aquel momento, Bambú notó que se elevaba del suelo. Al principio pensó que se resbalaría del redondeado caparazón de la tortuga y gritó, asustado.

    —No temas —le dijo su amigo—. Quédate sentado y tranquilo, no hay peligro.

    Se habían elevado en el aire y Bambú podía ver sobre el gran bosque de Hsi Ling, bañado por la luz de la luna. Allí estaban los amplios senderos blancos que conducían a las tumbas reales, los hermosos templos, los edificios donde los bueyes y las ovejas se preparaban para los sacrificios, las altas torres y las colinas cubiertas de altos árboles bajo los que estaban enterrados los emperadores. Hasta aquella noche, Bambú no había sido consciente del tamaño de aquel regio cementerio. ¿Lo llevaría la tortuga más allá del bosque? Mientras se hacía esta pregunta, vio que habían llegado a una montaña y que la tortuga estaba subiendo alto, aún más alto, para cruzar el imponente muro de piedra.

    Bambú estaba mareado, pero la tortuga seguía elevándose hacia el cielo. Se sentía como esas veces en las que jugaba a dar vueltas sobre sí mismo con sus amiguitos y se mareaba tanto que acababa cayéndose al suelo. Sin embargo, esta vez sabía que debía mantener el equilibrio y no caer, porque había casi un kilómetro y medio hasta el suelo. Cuando dejaron atrás la montaña, volaron sobre una gran llanura. Abajo podía ver durmientes aldeas y arroyos pequeños que parecían plateados bajo la luz de la luna. Justo debajo había una ciudad. Se veían algunas luces débiles en las oscuras y estrechas calles, y Bambú pensó que podía oír las tenues voces de los mercaderes voceando sus mercancías nocturnas.

    —Lo que tenemos debajo es la capital de Shan-shi —dijo la tortuga, rompiendo su largo silencio—. Estamos a casi trescientos kilómetros de la casa de tu padre y hemos tardado menos de una hora. Más allá está la provincia de los Valles Occidentales. En una hora deberíamos sobrevolar el Tíbet.

    Pasaron zumbando a la velocidad de la luz. Si no estuvieran en el caluroso verano, Bambú estaría casi congelado. Tenía las manos y los pies fríos y entumecidos. La tortuga, como si supiera el frío que tenía, voló más cerca de la tierra, donde hacía más calor. ¡Qué agradable fue para Bambú! Estaba tan cansado que no pudo mantener los ojos abiertos y pronto se sumió en la tierra de los sueños.

    Cuando despertó era por la mañana. Estaba tumbado en una zona agreste y rocosa. No lejos de allí ardía una gran fogata donde la tortuga vigilaba un caldero.

    —¡Muchacho! Por fin te has despertado, después de nuestro largo viaje. Como ves, hemos llegado temprano. Aunque el dragón cree que es más rápido volando, yo lo he derrotado, ¿verdad? Vaya, incluso el fénix se ríe de mí porque soy lento, pero él tampoco ha llegado todavía. Sí, está claro que he batido el récord de velocidad, y eso que tenía una carga que seguro que no tienen los demás.

    —¿Dónde estamos? —preguntó Bambú.

    —En la tierra del principio —le respondió el otro sabiamente—. Sobrevolamos el Tíbet y después avanzamos en dirección noroeste durante dos horas. Si no has estudiado Geografía no conocerás el nombre del país, pero aquí estamos, y eso es suficiente, ¿verdad? Suficiente para cualquiera. Y hoy es la festividad anual en honor al creador del mundo. Ha sido una suerte que las puertas se quedaran abiertas ayer. Temo que mis viejos amigos, el dragón y el fénix, hayan olvidado mi aspecto. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que me vieron; son bestias afortunadas que no han tenido que cargar con el peso de la estela de un emperador. ¡Vaya! Oigo que se acerca alguien. El dragón, si no me equivoco. Sí, aquí está. ¡Cuánto me alegro de verlo!

    Bambú escuchó un ruido tremendo que era como el batir de unas enormes alas y entonces, al levantar la mirada, vio un enorme dragón. Sabía que era un dragón por los dibujos que había visto y por las tallas de los templos.

    Tan pronto como el dragón y la tortuga se saludaron, ambos muy contentos de verse, apareció un pájaro de aspecto extraño que no se parecía a nada que Bambú hubiera visto antes, aunque sabía que debía ser el fénix. Aquel fénix parecía un cisne salvaje, pero tenía el pico de un gallo, el cuello de una serpiente, la cola de un pez y las escamas de un dragón. Sus plumas eran de cinco colores diferentes.

    Después de que los tres amigos charlaran alegremente durante algunos minutos, la tortuga les contó que Bambú le había ayudado a escapar del templo.

    —Un chico listo —dijo el dragón, dándole unas cariñosas palmaditas en la espalda.

    —Sí, sí, un chico muy listo —repitió el fénix.

    —Ah —suspiró la tortuga—. Ojalá el buen dios P’anku estuviera aquí. ¿No sería estupendo? Pero me temo que no acudirá a la reunión. Sin duda estará lejos, en algún lugar distante, tallando otro mundo. Si pudiera verlo una vez más, creo que moriría en paz.

    —¡Qué cosas tienes! —se rio el dragón—. ¡Como si pudiéramos morir! Vaya, hablas como un simple mortal.

    Los tres amigos charlaron durante todo el día, comieron y disfrutaron recordando los lugares en los que habían vivido mientras P’anku tallaba el mundo. Se portaron bien con Bambú y le enseñaron muchas cosas maravillosas con las que nunca había soñado.

    —No eres tan feroz y malvado como te pintan en los estandartes —dijo Bambú amistosamente al dragón justo cuando estaban a punto de separarse.

    Los tres amigos se rieron de buena gana.

    —Oh, no, es un tipo muy decente, aunque esté cubierto de escamas de pez —bromeó el fénix.

    Justo antes de decirse adiós, el fénix entregó a Bambú una larga pluma escarlata como recuerdo, y el dragón le dio una enorme escama que se convirtió en oro tan pronto como el muchacho la tomó en su mano.

    —Vamos, vamos, debemos darnos prisa —dijo la tortuga—. Me temo que tu padre pensará que te has perdido.

    Así que Bambú, después de pasar el día más feliz de su vida, montó en el caparazón de la tortuga y juntos se elevaron de nuevo sobre las nubes. Volaron de vuelta incluso más rápido que en el viaje de ida. Bambú tenía tantas cosas de las que hablar que no pensó una sola vez en dormirse, porque había visto de verdad al dragón y al fénix y, aunque no llegara a ver nada más en la vida, sería feliz.

    De repente, la tortuga se paró en seco en pleno vuelo y Bambú notó que se escurría. Gritó pidiendo ayuda demasiado tarde para salvarse. Cayó y cayó de aquella vertiginosa altura, girando, retorciéndose, pensando en la horrible muerte que sin duda le esperaba. Atravesó las copas de los árboles intentando en vano aferrarse a las amistosas ramas. Entonces, con un escalofriante grito, golpeó el suelo y su largo viaje terminó.

v. —Ah —suspiró la tortuga—, ojalá el buen dios P’anku estuviera aquí


—¡Sal de debajo de esa tortuga, chico! ¿Qué estás haciendo a oscuras en el templo? ¿No sabes que no deberías estar aquí?

    Bambú se frotó los ojos. Aunque estaba medio dormido, sabía que aquella era la voz de su padre.

    —Pero ¿no me ha matado? —preguntó mientras su padre lo sacaba por el talón de debajo de la gran tortuga de piedra.

    —¿Qué te ha matado, niño tonto? ¿De qué estás hablando? Seré yo quien te mate si no sales deprisa de ahí para cenar. De verdad, creo que te estás volviendo demasiado perezoso hasta para comer. ¡Menuda idea, pasarte toda la tarde durmiendo debajo del vientre de esa tortuga!

    Bambú, que todavía no estaba totalmente despierto, salió de la sala de la tablilla y su padre cerró las puertas de hierro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario