jueves, 7 de marzo de 2019

Medardo Ñurinda “El Jugado”

Según cuenta Sancho, allá por los años veinte, Medardo
Ñurinda era el cipote más haragán y sin oficio de todo
Nindirí. Era “recogido” de la abuelita Balbina, la cual lo
envió un día a vender pinol a Masaya. Desde ese día el
muchacho desapareció, lo buscaron en Los Altos, Cofradías,
San Francisco, El Raizón, Tisma, Campuzano, Masaya
y Managua y sólo ausencia encontraron. A los tres meses
le dieron por muerto y le celebraron una vela con café,
tamales pizques, rosquillas de maíz, nacatamales y cususa.
Al año justo, Medardo Ñurinda entró a Nindirí por el
camino a Masaya. Dijo que había permanecido “encantado”
en la cima del cerro de La Martina, que ésta tenía a
su servicio unos bueyes llorones, varios cabros peludos y
un gallo rojo. Agregó que los racimos de palmas que techaban
el rancho de La Martina eran de oro. “Allí se vive
tranquilo, pero nadie puede escapar, pues al llegar a los
límites de la propiedad se pierde el control de las canillas,
y éstas o no avanzan o comienzan un forzado retroceso
hacia la cumbre del cerro”.
La Martina hizo de Medardo un muchacho inteligente
y habilidoso. Un día el cipote pudo atravesar el cerco de
piñuelas y caminó al poblado sin encontrar contratiempos.
Se supo por Medardo que durante la noche de los Viernes
Santos La Martina bajaba de La Barranca con su gallo
rojo bajo el brazo, llegaba a la planicie del camino y solta-
ba el ave que, picoteando por aquí y escarbando por allá,
entraba hasta la placita del pueblo para emitir tres estentóreo
¡ki-ki-ri-kí! Después, invisible, regresaba donde su
dueña.
Los bueyes llorones —dijo Medardo— son hombres
convertidos que tienen que arar las tierras del cerro que
son propiedad de don Reucindo Solano, anciano patizambo
de ojos amarillos, cara aindiada, cabellos negros y
barba canosa y sucia.
Solano vivió en una casa de tablas con techo de tejas
que estaba ubicada frente a la Paja de Agua. Su único
mueble era una hamaca en la que pasaba la mayor parte
del tiempo. A poca gente le pasaba palabra.
Por boca de Medardo se supo que los bueyes llorones
eran personas de mal corazón que el viejo contrataba para
que trabajaran en sus tierras. En extraño pacto con Reucindo,
La Martina los convertía en semovientes, los hacía
trabajar por varios años y luego se los devolvía al viejo,
quien los vendía al mejor postor. Los “transformados”
volvían a ser seres humanos cuando cumplían su castigo,
pero jamás hablaban de esas cosas.
Reucindo murió solitario. Nunca hizo un bien ni un
favor. Descubrieron el cadáver ya cuando hedía y lo llevaron
a enterrar a la carrera. Dicen que se convirtió en
ánima en pena porque dejó sepultadas sus riquezas en el
patio de su casa.

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