sábado, 30 de marzo de 2019

Los dos quemados

Antes de que el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición se estableciera
definitivamente en la Nueva España, los frailes franciscos o los dominicos, entendían
en las cosas tocantes a la fe, como poco después de ellos los obispos.
Los procesos eran muy breves, tan breves que se contenían a veces en la carilla de
una hoja de papel, pues en ellos sólo se ponía la denuncia del fiscal; el acuerdo del
que oficiaba como inquisidor, concediendo tres días al reo para que respondiese a la
demanda; la confesión paladina del culpable; la cita para primera audiencia; la
sentencia, notificación y conformidad del hereje con el fallo; todo ello minúsculo y
contundente.
La mayoría de las causas seguidas versaba sobre hechicerías e idolatrías de
indios, y tratándose de españoles, sobre blasfemias; y entre estas últimas causas
sobresalió la de Rodrigo Rangel, uno de los conquistadores que vinieron con Hernán
Cortés y a quien se le formó causa más minuciosa que las sumarísimas a que he
aludido, pues el tal Rangel o Rengel, como le dicen indistintamente, fue el mayor
blasfemo de los que hubo en su época; pero al fin y al cabo resultó que todos sus
reniegos y palabrotas en contra de los Santos de la Corte Celestial, provenían de que
el dicho «de cinco años y más tiempo a esta parte (1522-1527), había sido muy
enfermo, llagado y apasionado de la enfermedad de las bubas; especialmente en los
tres últimos años había estado tullido, con muy serios dolores; tan flaco y debilitado,
que no podía levantarse de la cama por sus pies, si otras personas no lo ayudaban a
andar». Así es que, cuando aquellos recios dolores lo agobiaban, era cuando sus
blasfemias llegaban al colmo, hijas de sus padecimientos espantosos.
No obstante, Fr. Toribio de Benavente, tan conocido en nuestra historia por el P.
Motolinía, condenó a Rangel, el 13 de septiembre de 1527, a oír una misa en cuerpo,
descubierta la cabeza y con una candela en la mano; a permanecer haciendo
penitencia en un monasterio nueve meses, de los cuales cinco había de dar de comer a
cinco pobres; a pagar 500 pesos de oro del que corría, destinados para obras pías, de
este modo: a la iglesia de Santo Domingo de México, un marco de oro para las obras
del convento y un cáliz de plata; a la iglesia de la Villarrica (Veracruz), diez marcos
de plata para una cruz y otro cáliz del mismo metal; y el rescate, a los pobres
huérfanos vecinos de la ciudad de México; además, de los 500 pesos se darían a las
cofradías de Nuestra Señora de los Ángeles y de la Cruz, a cada una diez pesos, y se
pagarían los gastos del proceso; y con los indios que tenía a su servicio, terminaría la
«hermita de los XI mil mártires, que está comenzada a hacer en la calzada que viene
de Tacuba»; es decir, la ermita de San Hipólito; y en fin, lo condenó a que diera al
convento de San Francisco de esta ciudad de México, tres docenas de tablas para su
fábrica. (Archivo General de la Nación. Proceso de Rangel).
Por el año de 1528 vino a México Fr. Vicente de Santa María, fraile dominico, y
los franciscanos se descargaron de la autoridad apostólica que tenían por Bula de
Adriano VI para conocer en materia de herejías, y por común acuerdo de ambas
órdenes, la de San Francisco y la de Santo Domingo, Santa María comenzó luego a
procesar y castigar en delitos de fe, como lo había hecho antes otro fraile de su orden,
Fr. Domingo de Betanzos.
Los dos primeros procesados y quemados por Fr. Vicente de Santa María, fueron
Hernando Alonso, conquistador, de oficio herrero, natural de Niebla y vecino de
México, y Gonzalo Morales, tendero, natural de Sevilla y también vecino de México.
Un domingo del año de 1528, salieron en público Auto de Fe, celebrado en la
Iglesia Mayor, donde se había levantado dos tablados, en uno de los cuales estaban
los reos, y en otro Fr. Vicente de Santa María, el Lic. Altamirano, el Gobernador
Alonso de Estrada y varios religiosos y personas distinguidas. Fue el Secretario Fr.
Pedro de Contreras, quien leyó las sentencias y predicó el sermón. Los sambenitos de
los reos eran amarillos con llamas y figuras de diablos sobrepuestas.
A Hernando Alonso se le acusó de haber bautizado dos veces a un niño con las
ceremonias judaicas. Lo puso en un lebrillo, le echó agua desde la cabeza —vino
según otros—, y el líquido que escurría por la natura del muchacho, lo recogió en
una taza y se lo bebió, cantando y diciendo a la redonda de la criatura el Salmo: In
exitu Israel de Egipto. Fue esto un Jueves Santo, después de cubrir al Santísimo, y en
unión de un tal Palma y otros judaizantes, residiendo en Puerto Real, Isla Española.
Otro hijo se lo había bautizado Fr. Diego Campanero, uno de los tres frailes
franciscos que anduvieron en la Conquista de México y lo bautizó de nuevo aquí en
la Iglesia Mayor por manos del cura Juan Díaz «para dar a entender que el bautismo
del fraile no valía nada…».
Como complemento curioso, consigna el proceso que Hernando Alonso y sus
compañeros bebían un caldo prieto, que llamaban boronia. Que Hernando Alonso,
«echó hartos clavos en los bergantines que sirvieron para tomar a México» cuando la
conquista; que se le dio por encomienda el pueblo de Actopa, y que fue tres veces
casado: primero con Isabel Ordaz, la cual murió durante la guerra de la conquista,
después con Ana de Tal, en Coyoacán, la cual murió en México, y por último, con
Isabel Ruiz de Aguilar, mujer hermosa, hija de un Alonso el Tuerto. Ya viuda de su
marido quemado, casó con Juan Pérez de Gama, llevándose a su hija con éste cuando
se fueron a la Península.
Consta también, en el documento que hemos consultado y que existe en el
Archivo General, tomo 77 del Ramo de la Inquisición, que a Hernando Alonso, como
negara todo, hubo que amenazarle con darle tormento, y aun le pusieron delante el
potro y otros instrumentos de tortura.
El otro quemado, Gonzalo Morales, fue preso por amancebamiento, y en el curso
de su proceso se averiguó, por informes del Obispo de San Juan de Puerto Rico, que
en esta ciudad se le había seguido causa, porque una hermana suya, a quien habían
quemado allí declaró que ella y Morales azotaban a un crucifijo, teniéndolo colgado
de una aldaba y que estando así tras de la puerta, Morales hacía con él muchos
vituperios y lo orinaba. También había azotado al Crucifijo en compañía de Palma, el
cómplice de Hernando Alonso; y el Palma lo ponía de cabeza y decía: «Está como
merece». Morales tuvo un hermano en Guatemala, que a su vez fue penitenciado en
la Iglesia Mayor de México, por haber asegurado que «Dios no tenía hijo».
No dicen los documentos que he tenido a la vista, dónde fueron quemados estos
dos herejes, pero es probable que haya sido en la Plaza del Marqués, antigua del
Empedradillo, hoy calle del Monte de Piedad.


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