lunes, 1 de abril de 2019

MITOLOGÍA GRIEGA: LUGARES MÍTICOS

Nuestros antepasados se sintieron insatisfechos ante la pobreza de
acontecimientos que su vida cotidiana les deparaba. Además, al ignorar el
verdadero alcance de ciertos fenómenos naturales, como el rayo y el trueno que
se producían cuando se desataba una tormenta, en ocasiones sentían
incertidumbre y miedo. Miedo a la muerte, al hambre, a la enfermedad, a la
inmensidad del cosmos, a lo desconocido y a la soledad.
Ya tenían el amparo y la comprensión de su grupo y de su propia familia
pero, sin embargo, esto no era suficiente para hacer desaparecer su angustia y su
zozobra.
Entonces se disponen a forjar en su mente ideas que les lleven cierta clase
de serenidad y calma que, cuando menos, contengan en sí mismas toda la
energía del infinito, de lo inmutable y de lo eterno. Necesitan la protección, no
sólo del padre terrenal y progenitor, sino también la del padre celestial y
hacedor.
Por otra parte, ellos mismos llegaban un día a ser padres terrenales y tenían
ocasión de constatar su insignificancia e inseguridad. Todavía deberían
proseguir en busca de algo grandioso y vigoroso, firme y seguro, que no
hallaban en su interior. Aún permanecía latente en ellos su ansia de inmortalidad,
de infinitud, de eternidad... Había que seguir adelante y descubrir otros mundos,
otras mentes, otras acciones excepcionales.

A SU PROPIA IMAGEN Y SEMEJANZA
También observaban que a su alrededor existía una variedad de cosas que,
según podían comprobar habitualmente, ellos no controlaban. Por ejemplo,
veían que ningún mortal podía mover el viento, ni parar al huracán, ni provocar
el bravo oleaje del mar, ni frenar la erupción de un volcán, ni hacer el día o la
noche, ni apagar el brillo de las estrellas.
De este modo, imaginaron la existencia de otros seres superiores y
poderosos, a los que revistieron con los propios atributos humanos pero que, no
obstante, sobrepasan con creces toda medida, canon o norma conocidos.
Así, los dioses superaban a los hombres en estatura y en belleza, y aunque
su aspecto externo se asemeja en lo corporal al de los humanos, sin embargo, su
vigor era tal que si, por ejemplo, el gran Zeus, padre de todos los dioses, "sacude
sus divinos bucles", como dicen los poetas grecolatinos que recogieron las
hazañas y andanzas de los dioses en sus obras, "tiembla el Olimpo entero”.
De tres zancadas salva enormes distancias Posidón — el dios del mar —, a
quien las aguas le abren camino cuando se lo ordena.
En unos instantes la diosa de las artes, Palas Atenea, es capaz de saltar del
Olimpo a las mismas playas de Itaca.
Todo lo que hacen los mortales y los humanos es advertido por el poderoso
Zeus que, desde su trono en el Olimpo, vigila con persistencia.
Los dioses tienen las mismas necesidades que los humanos. Necesitan
descansar y alimentarse, aunque pueden aguantar mucho más tiempo que los
mortales sin comer ni beber. El néctar y la ambrosía constituyen su único
alimento. También se cubren con vestidos de hermosas y ricas telas y, en su
elección y diseño, participan ninfas y diosas.
La vista de los dioses llega mucho más allá que la de cualquier mortal. Su
oído es tan aguzado que no tiene límites pues, desde los más recónditos y
apartados lugares, se les dirigen preces y súplicas sin que por ello sea requerida
su presencia.

INMORTALES Y PUROS
Aunque los dioses tenían un cuerpo similar al de los seres humanos, sin
embargo no nacían, crecían o se desarrollaban como ellos.
El mismo Apolo, por ejemplo, en cuanto Temis —personificación de las
leyes sagradas y de la conducta a seguir— se dispone a darle por primera vez el
néctar y la ambrosía, pasa de recién nacido a joven en unas pocas horas. Pleno
de facultades, elige como atributos, para no abandonarlos nunca, a su arco y a su
lira.
Lo mismo sucede con Hermes o Mercurio, dios del comercio y de las
transacciones monetarias y de quienes practican las artes liberales, que apenas
acababa de nacer cuando ya intentó robarle los rebaños al propio Apolo, el cetro
al poderoso Zeus, el tridente a Artemisa y el ceñidor a Afrodita. Esto hace que
también se le considere el dios de los ladrones y embaucadores. A pesar de que
también intentó robarle el rayo a Zeus y, al quemarse, tuvo que cejar en su
empeño, el rey de los dioses le perdonó y hasta lo trajo al Olimpo para que
actuara como su asesor y consejero. Claro que antes ya había derribado a Eros o
Cupido para quitarle las flechas y el carcaj, lo cual puede explicar la falta de
afecto y amor en determinadas épocas históricas.
Sin embargo, la mayor ventaja que los dioses poseen sobre los humanos no
es, solamente, su eterna juventud y belleza y la total ausencia en ellos de
cualquier enfermedad o dolencia, sino su eterna prestancia, su inmortalidad. Los
dioses no envejecen, ni pierden facultades, físicas o espirituales, ni mueren. He
aquí las grandes diferencias entre ellos y los humanos.
Aunque, en alguna ocasión, los dioses podían cometer alguna fechoría
derivada de la envidia o de los celos, lo cierto es que aborrecían toda injusticia y
toda maldad: despreciaban lo impuro y castigaban a los humanos que infringían
las normas morales y éticas.

EL ENCANTO DEL OLIMPO
La alabanza de algunos lugares, cargados de seducción y embeleso, no
cesa. Una y otra vez renacen en la historia; mas ninguno igualará al Olimpo, la
gran montaña enclavada en los confines de macizos y cordilleras inaccesibles y
recónditas.
Además del Olimpo de Tesalia —cuya cima se hallaba a tres mil metros de
altura. por lo que siempre se encontraba cubierto de nieve, "el nevado Olimpo" y
oculto por las nubes—, en Grecia, acotado por cadenas montañosas como la de
Ossa, y por profundas gargantas como la de Selemvria, había también otros
lugares que se asociaban con la fantástica morada de las deidades poderosas. El
primero de estos sitios se hallaba a la vera del terso lago de Apolonia, en la
región de Misia. El segundo en Chipre, el tercero en Elide y, finalmente, en
cuarto lugar se ha mencionado a la idílica tierra de la Arcadia. La altura de todos
los montes reseñados era superior a dos mil metros y, para llegar a sus
escarpadas crestas, los dioses se "remontaban por los aires hasta alcanzar las
alturas del Olimpo".
El Olimpo, no obstante, se constituye en la primera "utopía" (vocablo que
literalmente significa "no hay lugar") de todos los tiempos:
- En el pórtico del Olimpo se sientan los dioses para celebrar consejo. Un
aura dorada los envuelve y protege, pues "la Aurora de azafranados velos se
esparcía ya por toda la tierra cuando Zeus, amo del trueno, reunió la asamblea de
dioses en la más alta de las cumbres del Olimpo".
- "Ayer fue Zeus al Océano, al país de los probos etíopes, para asistir a un
banquete, y todos los dioses le siguieron. De aquí a doce días volverá al
Olimpo". Y es que siempre se retorna al Olimpo, pues sólo allí se encuentra la
serenidad después de la excitación, la calma después de la tormenta...
- En el Olimpo se encuentra el lecho del grande y poderoso Zeus. Oigamos
lo que nos dice el cantor Homero al respecto: "Más cuando la fúlgida luz del sol
llegó al ocaso, los dioses fueron a recogerse a sus respectivos palacios que había
construido Hefesto, el ilustre cojo de ambos pies, con sabia inteligencia. Zeus
Olímpico, fulminador, se encaminó al lecho donde acostumbraba dormir cuando
el dulce sueño le vencía. Subió y acostóse: y a su lado descansó Juno, la de
áureo trono"
- El Olimpo es también el lugar ideal para saborear el exquisito manjar la
ambrosía, y el dulce néctar —licor delicioso— que, consumidos por los dioses,
hacen que éstos se mantengan eternamente jóvenes. El propio Hefesto, en
ocasiones, se encargar de llenar las cráteras o grandes ánforas, y servir "el dulce
néctar" a las demás deidades: "Hefesto se puso a escanciar dulce néctar para las
otras deidades, sacándolo de la crátera, y una risa inextinguible se alzó entre los
bienaventurados dioses al ver con qué afán les servía en el palacio".
- Las jóvenes ninfas acuden al Olimpo para suplicar al gran Zeus. También
los humanos recaban ayuda de los dioses del Olimpo y solicitan su ayuda, pues
desde allí se decide la suerte de los hombres. Así, todo se halla sometido a los
dioses del Olimpo.
- El Olimpo se extiende y se ensancha, y llega hasta la región del éter, por
encima de los astros visibles, con lo cual nada podrán ya los elementos, ni subirá
la Aurora para anunciar el día a los dioses, ni existirá frontera ninguna que acote
la mansión de las deidades. En el verso 412 del canto II de "La Ilíada" podemos
leer lo siguiente: "Zeus poderosísimo, que amontonas las sombrías nubes y vives
en el éter!".
MORADA DE DIOSES
En el Olimpo tienen los dioses sus palacios majestuosos y sus mansiones
suntuosas. De entre todas las edificaciones destaca, por su grandiosidad, el
hermoso palacio del gran Zeus, padre de los dioses y de los humanos. Había sido
construido por Hefesto, el dios del fuego, y ocupaba un lugar privilegiado.
También otras deidades, que moraban en los picachos y crestas del Olimpo,
tenían palacios en tan idílico lugar.
El Olimpo era, por lo demás, el sitio apropiado para que las asambleas de
los dioses se llevaran a cabo con la presencia de las deidades superiores y de
segundo orden. La falda del Olimpo estaba ocupada por efebos, ninfas, héroes y
musas.
En el Olimpo no sólo deliberan los dioses, sino que también se divierten y
entretienen. El espléndido palacio de Zeus los acoge, en ocasiones, para comer
en comunidad. Hebe —la diosa de la juventud— les servirá el suave licor o
néctar, pues tal es la misión que su padre Zeus le ha encomendado. Más, un día
fatídico, la hermosa Hebe no puede con el jarro atestado de líquido y se le
resbala de sus finas y delicadas manos, rompiéndose en mil pedazos. Este
contratiempo traerá consigo la expulsión de Hebe, por parte de Zeus, en
presencia de los demás dioses. A partir de ahora un bello muchacho la sustituirá;
se trata del joven efebo Ganímedes, conocido como "el copero de los dioses", y
el más bello de los mortales.
Durante sus ágapes y banquetes, los dioses escuchaban la cítara melodiosa
de Apolo y las dulces canciones de las nueve musas, las cuales habían llegado al
Olimpo en el caballo Pegaso que, merced a sus alas, alcanzaba velocidades de
vértigo. En cuanto a Apolo, personifica la claridad y la luz y era hijo de Zeus.
Era, después de éste, el más importante de los dioses del Olimpo y preservaba a
los mortales de la oscuridad y del crimen.
Apolo siempre llevaba su lira en la mano y, en una ocasión, colocó dos
orejas de burro al legendario rey Midas —aquel que había pedido como deseo a
los dioses que le concedieran el don de convertir en oro todo lo que tocara; la
consecuencia directa fue que tuvo que retractarse, pues de lo contrario se
hubiera muerto de hambre, ya que el oro no servía como alimento— porque éste
había manifestado que prefería la música de la flauta de otros dioses al sonido
armonioso de la lira de Apolo.
Las diferentes deidades, para mantener en lo posible su similitud con los
humanos, se encuentran unidos en el Olimpo y forman una comunidad celestial,
al frente de la cual se encuentra Zeus, rey de los dioses y padre de los hombres.
Los dioses de los océanos y de las aguas deben obediencia a Posidón y los
dioses del mundo subterráneo y de la tierra se encuentran a las órdenes de Hades
—dios de las profundidades y de los muertos— al que los mortales no le
llamaban por su nombre, cuando desarrollaban ritos en su honor, por miedo a
encolerizarlo. Preferían llamarle Plutón "El Rico", porque todos los metales de
la tierra le pertenecían, o Clímeno "El Ilustre"; epíteto o título —este último—
que se usaba con la sola intención de adularlo.

EXPULSION DEL OLIMPO
Al igual que la sociedad de los humanos, también la comunidad de los
dioses se halla repleta de episodios que conllevan desavenencias e intrigas.
En algunos casos, el castigo impuesto es la prohibición de seguir morando
en el Olimpo, como una especie de destierro. Pero existen ocasiones en que sólo
la ley del más fuerte prevalecerá y, por lo mismo, se hace necesario el empleo de
la fuerza. Un ejemplo de esto último lo constituye el mito de los malos vientos,
muy especialmente el personificado por el monstruo Tifón que, según las
leyendas, nació a ras de las fuertes desavenencias y discusiones, habidas en el
Olimpo, entre Zeus y su esposa Hera, considerada como la reina del Olimpo.
Esta se enfureció tanto a causa de la burla de que era objeto por parte de Zeus —
que siempre buscaba otros amores— que, en un arrebato de celos, engendró al
monstruo. Su cuerpo es tan gigantesco que ningún humano, ni hijo de la tierra,
le iguala en talla.
Tifón, además, pegaba con su cabeza en las estrellas, y su voluminosa
figura era superior a los más grandes montes. Si extendía sus extremidades
superiores, con una mano llegaba hasta oriente y con otra hasta occidente. Sus
dedos y sus piernas estaban compuestos por cabezas de serpientes y víboras. Su
cuerpo era alado y por sus ojos despedía fuego.
Tifón infundía tanto miedo que todos los dioses huían al verle; sólo el
poderoso Zeus se atrevía a enfrentarse con él. Le hirió con sus rayos y con su
garfio de acero pero, sin embargo, no consiguió abatirle por completo. El
monstruo Tifón, por su parte, consiguió infligir un duro golpe a Zeus, al cortarle
sus tendones. Los ocultó en una piel de oso y encargó su custodia al dragón
Delfine, mientras el propio Tifón se encargaba de encerrar en una cueva de la
región de Cilicia al dios Zeus.
Pero Hermes —que, como ya sabemos, se daba muy buena maña para
robar—, en compañía de Pan —dios de los rebaños y que recorría los montes de
forma veloz, sin tener necesidad de descanso—, recuperó los tendones. Ambos
lograron colocarlos de nuevo en el cuerpo del divino Zeus y, al punto, éste
recobró toda su fuerza y persiguió a Tifón hasta conseguir vencerlo por
completo. Lo sepultó debajo del volcán Etna y, según cuentan los relatores de
mitos, desde entonces cada vez que aquél entra en erupción es como si el
monstruo Tifón vomitara fuego y azufre.
Un ejemplo de expulsión del Olimpo lo encontramos en la leyenda de Ate,
deidad de la discordia; ésta habría conseguido, por medio de intrigas, que Hera
lograra engañar a Zeus evitando, así, que el trono de Argos fuera para
Heracles/Hércules, el más grande de los héroes de entonces. Más, cuando el
embuste fue descubierto por el padre de los dioses y de los hombres, la cólera se
apoderó de él y expulsó, con malos modos, del Olimpo, a la malévola Ate.
Desde entonces, anda errante por los lugares de los humanos y se la conoce
como inspiradora del daño y el mal.

EL PARNASO
Existen otros lugares que han servido a los dioses de refugio y que
aparecen cargados de leyendas.
Algunos dioses se caracterizaban por una febril actividad y, cuando llegaba
la estación estival, se encargaban de repartir calor y luz por doquier. Tal era el
caso de Apolo —dios de la medicina, de la poesía y de la música, protector de
los campos y de los pastores y sus rebaños— que vivía en las altas cumbres del
Parnaso, en compañía de las Musas. Se ocupaba de enseñarles el arte de la
adivinación en lo cual estaba muy ducho. Se dice que leía el futuro y, por ello, se
le encargó confeccionar las respuestas del Oráculo de Delfos.
El Parnaso se encontraba en un monte extenso de la región de la Fócida. Al
comienzo de la primavera era atravesado por un torrente de agua, que corría
hasta el anfiteatro de Delfos y se introducía en los verdes valles de Plastos, hasta
inundarlos.
La escarpada cumbre del Parnaso, según cuentan las leyendas, sirvió de
refugio a los hijos de Prometeo, los cuales se salvaron de morir ahogados
cuando Zeus decidió acabar con los humanos por medio de la lluvia. Pero las
aguas no anegaron el Parnaso y, por lo mismo, la especie humana no sucumbió.
En la falda del monte Parnaso se encontraba la fuente de Castalia, cuyas
aguas tenían la propiedad de inspirar a quienes allí bebieran. Por todo esto, era
un lugar visitado a menudo por los poetas en busca de su musa.
Los relatos más antiguos explican que el nombre de Castalia lo ha recibido
la fuente en memoria de una joven de Delfos. Como ésta fuera perseguida por el
enamoradizo Apolo, y no teniendo intención de ceder a las pretensiones del
mujeriego dios, prefirió tirarse al agua y así perecer ahogada.
BAJO LOS CAMPOS ELISEOS
Si el Olimpo es el monte sagrado, y representa con su verticalismo hacia lo
celeste el sentido de la trascendencia. Si es morada de dioses y musas. Si en sus
cumbres —ocultas a los ojos de los humanos— se une el cielo con la tierra. Y si
de sus extremos parte la línea vertical que atraviesa el inmenso cosmos. Si es un
lugar deseado. Si es centro de reuniones festivas y decisivas, también. Si, en fin,
es el sitio idóneo para dar rienda suelta a la imaginación y a la creatividad... No
por ello iba a constituirse en lugar único de estancia de musas, héroes y
deidades.
Por otra parte, si existía una línea divisoria entre el cielo y la tierra, situada
en las alturas, también habría que trazar las fronteras del mundo por abajo. De
esta forma, se crea un cosmos perfectamente estructurado en el que los hombres
de la antigüedad clásica hallan la necesaria variedad y diversidad de vida y
hechos.
De este modo, nacerán los lugares subterráneos y de perdición, aquí serán
desterrados quienes se han enfrentado a los dioses del Olimpo.
Estos siniestros lugares se hallaban situados bajo la mansión de los
llamados bienaventurados, pues habían salvado sus almas de las graves penas
que les hubieran esperado en el Hades.
La mansión que acogía a los buenos, después de su muerte, se llamaba
"Los Campos Elíseos". Su extensión era enorme y su terreno estaba formado por
verdes prados y por árboles de hoja perenne. Se cultivaba toda clase de frutos en
sus fértiles huertos y corría la suave brisa de un viento que Céfiro —la
personificación del viento benigno del oeste—enviaba con profusión. Sólo el
murmullo de los arroyos serenos y apacibles, y el canto de los pájaros de
variados colores, se escuchaba. Todo, en "Los Campos Elíseos", era armonía y
calma. Nada, ni nadie, turbaba el merecido descanso de los bienaventurados. En
suma, se trataba de un lugar paradisíaco, en el que no tenían sitio ni la vejez, ni
la muerte, ni el dolor, ni la ruindad, ni el odio, ni la envidia...
Bajo "Los Campos Elíseos" se hallaban las moradas subterráneas y las
tierras oscuras y abisales de la noche: los "infiernos" o el "Tártaro".
Al "Tártaro" eran precipitadas las deidades que desobedecían las órdenes y
los mandatos del poderoso Zeus. Su profundidad era tal que, según explica
Hesíodo en su obra "Teogonía", un yunque de bronce que arrojáramos desde la
tierra tardaría nueve días y nueve noches en entrar en el "Tártaro".
A tan tenebroso lugar fueron a parar los Titanes que se enfrentaron a Zeus.
De allí nadie podía escapar, pues se hallaba cerrado con grandes puertas de
hierro y acotado por tres enormes muros de bronce.
Además, dos caudalosos e inmundos ríos, que despedían un olor putrefacto,
rodeaban al "Tártaro". Para poder llegar al lóbrego y sombrío lugar de muerte y
desolación, era necesario atravesar las enfangadas aguas. Para tal menester, se
hacía necesario contratar los servicios de un cruel personaje, el barquero
Caronte, que exigía a los muertos, aún no sepultados, le pagaran por sus
servicios. Si no tenían suficiente dinero, los golpeaba con sus remos y les hacía
bajar de su barca, por lo que vagarían de un lado a otro, sin conocer nunca
reposo ninguno.
Esta tenebrosa morada subterránea, a la que acudían todos los malvados,
permanecía, además, resguardada por un feroz vigilante, el Cancerbero; un
enorme perro de tres cabezas que alejaba con sus triples aullidos a todos los
vivientes que pretendieran entrar en el "Tártaro" y, al mismo tiempo, impedía
que salieran las almas de los condenados.
El "Tártaro", por lo demás, constituía el dominio de Hades/Plutón —dios
de los infiernos, que heredó el mundo subterráneo y gobierna sobre los muertos
—, que es temido por el más repugnante y terrible de los dioses.
En el "Tártaro" también se encuentran prisioneros los gigantes que
intentaron ofender a la madre de Apolo. Su castigo consistía en contemplar una
fuente de aguas cristalinas y un árbol cargado de frutos pero a los que no podían
acercarse, a pesar de estar muriéndose de sed y hambre.
También se encuentran en el "Tártaro" las Danaides — hijas de Dánao que
mataron a sus maridos —; excepto una de ellas, todas las demás fueron
condenadas a los infiernos, en donde se esfuerzan en llenar de agua una barrica
sin fondo.
El "Tártaro" estaba repleto de desdicha, remordimientos, enfermedades y
miserias.
Allí se encontraban:
- La Guerra, chorreando sangre.
- La Miseria, vestida con andrajos.
- Todos los monstruos imaginables.
- Quienes habían odiado y maltratado a sus padres o hermanos.
- Los traidores y mentirosos.
- Los servidores infieles.
- Los avarientos.
- Los gobernantes, reyes y príncipes que habían llevado a sus países a
guerras injustas.
FLEGETON, TENARO, EREBO, ORCUS, AQUERONTE
Los únicos personajes aptos para administrar justicia, por así decirlo, eran
Minos —rey de Creta— y su hermano Radamanto, y también Eaco, que
gobernaba la isla de Egina.
Había delegado en ellos el dios de los abismos subterráneos, es decir
Hades/Plutón, porque gozaban de gran probidad y honradez. Todas las almas de
los muertos tenían que comparecer ante el tribunal formado por estos tres
yacedores implacables.
Los condenados a los tormentos del Tártaro ya no podrían abandonar tan
siniestro e infernal lugar, el cual permanecía amojonado por todos lados no sólo
con sólidas fortificaciones y muros, sino también por el caudaloso y profundo
río Flegetón que, en lugar de agua, llevaba fuego y cantos de gran tamaño que,
al chocar, producían un ruido apocalíptico.
El río que tenían que atravesar las almas de los muertos, siempre que el
barquero Caronte estuviere dispuesto a ello, para ser juzgadas en nombre de
Hades/Plutón, recibía el nombre de Aqueronte. Sus aguas apestosas eran la
personificación de un hijo de Helio/Sol y de Gea/Tierra, llamado Aqueronte, y al
que, según narran todas las leyendas, castigó el poderoso Zeus —lo convirtió en
pestilente río subterráneo— porque había dado de beber a los Gigantes cuando
éstos luchaban contra aquél para conseguir el dominio del mundo. Como se
sabe, la victoria final fue para el gran Zeus.
Otro de los lugares míticos, asociados al Tártaro y a lo infernal, era la roca
de la región de Laconia que albergaba, en uno de sus extremos, una escabrosa
cavidad de la cual emanaban toda clase de malos y nauseabundos olores. Se
creía que en su abisal profundidad estaba el Tártaro y buena prueba de ello era la
tufarada vaporosa que salía por la boca de la caverna oscura. Este escabroso
peñasco era conocido por todos los habitantes de la citada región con el nombre
de Ténaro.
Lo mismo sucedía con el Erebo, a quien se le tenía por hijo del Caos y por
personificación de lo tenebroso, de la noche y de lo sombrío.
También el nombre de Orcus/Orco se asocia, con frecuencia, al Tártaro y a
los infiernos. A veces se lo define como una deidad que gobierna en el reino de
la muerte. El sentido de la frase "enviar al Orco" significaría mandar a alguien a
la tétrica mansión de los muertos.
Dioses y héroes superan a los humanos en belleza, en juventud y en vigor.

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