miércoles, 6 de marzo de 2019

El tesoro del Carambolo

Nací en Medina Sidonia, un pueblo de cal, encaramado sobre una loma, que domina las campiñas costeras gaditanas. Mi familia, muy humilde, trabajaba en el campo. Bueno, esto es un decir, en realidad trabajaba de vez en cuando en el campo, cuando la faena nos demandaba, en bastantes menos ocasiones de lo que nuestras necesidades hubieran requerido. Los años de sequía, cuando no había trigo que segar, ni remolacha que escardar, llegábamos a pasar hambre. Y digo bien hambre, que aún recuerdo aquellas noches en las que me tuve que acostar sin cenar, mientras mi madre, con sus cuentos y leyendas al borde de nuestras camas, trataba de engañar el vacío de nuestras tripas.

  Mi padre, desesperado, se angustiaba a la busca del trabajo que permitiera dos comidas al días para su familia, que tres hubiera sido gula en aquellos duros tiempos. Por eso, cuando Alonso Hinojos, un natural del pueblo que había emigrado a Sevilla, le contó que su cuadrilla precisaba un chaval como aprendiz, mi padre no dudó ni un solo instante:

  —Mi Juanillo puede ayudarte. Es despierto y trabajador.

  Esa noche, antes de acostarnos, mis padres me dijeron con cierta solemnidad.

  —Juanillo, en dos días sales para Sevilla. Alonso Hinojos precisa de un aprendiz. Trabaja como albañil en una cuadrilla buena y no le falta trabajo en la capital. Hemos ajustado el jornal con él. No será mucho para comenzar, pero al menos podrás comer todos los días y ahorrar un poco para ayudar a tu familia.

  Y así fue como me vi en Sevilla. Estábamos en la primavera de 1958 y la ciudad, después de los duros años de la posguerra, comenzaba lentamente a despertar. Alonso Hinojos era un buen albañil, a pesar de ser joven todavía, y no le faltaba trabajo. Yo ayudaba a hacer la mezcla, a matar la cal, a acarrear ladrillos y piedras hasta el tajo. Acostumbrado a compartir con a mi padre las duras faenas del campo, el trabajo de los albañiles me resultaba cómodo e interesante. Me gustaba aprender cómo Alonso colocaba las hileras de ladrillos, resolvía ventanas y cornisas, refilaba bordes, siempre con mimo y atención. Era un oficial fino al que nunca le faltaba el trabajo y eso que lo cobraba bien. El maestro de la cuadrilla le tenía en gran aprecio y siempre repetía que pronto podría montar la suya propia.

  —Juanillo, ¿te gusta tu trabajo? —me preguntó una tarde mientras liaba uno de sus cigarros.

  —Sí, mucho.

  —Se te nota, progresas rápido. Si sigues así, pronto dejarás de ser aprendiz para convertirte en oficial. Sí, en todo un oficial, con un buen sueldo que llevar a casa. Tus padres se sentirán muy orgullosos de ti.

  —Gracias, Alonso… algún día me gustaría pertenecer a tu cuadrilla, cuando te conviertas en maestro.

  —Lo conseguirás, Juanillo, lo conseguirás… Y ahora tendrás una buena oportunidad de demostrarlo. Mañana comenzamos a trabajar para la Real Sociedad de Tiro de Pichón, van a mejorar sus instalaciones en El Carambolo. Se trata de gente de dinero y he ajustado un buen pago. Por allí pasa lo mejorcito de Sevilla, si lo hacemos bien nos lloverá el trabajo.

  —¿Tiro de Pichón?

  —Sí, sueltan palomas zuritas y las tiran con escopeta. Gana quien más mata.

  El Carambolo era un cerro encaramado sobre la primera cornisa del Aljarafe, situada a unos tres kilómetros de Sevilla. Desde su altura se dominaba la ciudad entera y sobre la explanada de su cima se encontraban las instalaciones del club, que iban a ser ampliadas y mejoradas para ser sede de una importante competición. Recuerdo que el arquitecto de las obras se llamaba Medina Benjumea.

  —Hace dos mil años —nos contó el arquitecto durante el descanso de la hora del bocadillo—, el mar llegaba hasta ahí abajo. Sevilla, se llamaba entonces Spal y estaba prácticamente en la desembocadura del Guadalquivir, que se conocía como río Tartessos. Desde aquí arriba se podrían ver los barcos fenicios que llevaban la plata de Tartessos hasta el Templo del Rey Salomón.

  Las viejas historias me fascinaban. Desde mi más tierna infancia mi madre me contó cientos de ellas, de templos romanos y princesas moras, de aparecidos y de tesoros escondidos. Pero nunca me habló de Tartessos ni de la plata del rey Salomón.

  Dormía, junto a otro aprendiz, en una humilde fonda en el cercano pueblo de Camas, donde me recogían todas las mañanas para acudir al tajo. Regentaba la pensión —en verdad apenas dos cuartuchos al fondo de un corral— una vieja llamada Mercedes. Mientras nos servía la mesa —potaje de garbanzos todas las noches— la dueña nos preguntaba por nuestros quehaceres.

  —Dicen —nos contó cuando le dijimos por vez primera que trabajaríamos en el Cerro del Carambolo— que ahí se encuentra escondido un tesoro antiguo.

  —¿De los moros? —le pregunté interesado.

  —No lo sé. Sólo sé que dicen que es muy, muy antiguo… Mis abuelos ya contaban que se trataba del tesoro más rico de toda España…

  —¿Y por qué no lo buscan? —preguntamos ansiosos…

  —Niños, debéis aprender una lección que os servirá para la vida. Los tesoros no se buscan, los tesoros aparecen. No olvidad esto nunca.

  Mientras trabajábamos en las obras recordé con mucha frecuencia las palabras de Mercedes. ¿Y si la leyenda del tesoro era cierta? Una mañana le saqué el tema a mi jefe.

  —Alonso, dicen que aquí hay escondido un tesoro antiguo. Me lo ha dicho Mercedes, que ya se lo contaban sus abuelos.

  —Tonterías de viejas. Si existiera, ya lo habrían encontrado. Seguro que muchos de los inocentes que creen esas paparruchadas habrán hechos agujeros por todos estos alrededores… Además, el Tiro de Pichón ya compró estos terrenos en 1940… Tiempo ha tenido de aparecer. No, no creo que exista.

  Pero ni siquiera el respeto que le tenía a mi maestro Alonso pudo contener mi imaginación: seguía soñando con ser el descubridor del tesoro fabuloso que las leyendas del lugar consagraban.

  —¿Sabes? —me dijo Alonso una mañana—. He soñado con tu dichoso tesoro… ¡Al final me has contagiado tu obsesión, chaval!

  Me sentí halagado por aquellas palabras que evidenciaban que se tomaba en serio mis palabras. Ese día, nos pidieron que detuviéramos un rato nuestro trabajo, pues no querían que hiciéramos ruido mientras el presidente del club dirigía unas palabras a un grupo de gente elegante y bien acicalada:

  «Tras la ampliación, gozaremos del mejor club de Tiro de Pichón de toda España, como demostraremos en el próximo Mundial que preparamos. Llevamos aquí dieciocho años, y poco a poco hemos ido mejorando nuestras instalaciones. Nos sentimos muy orgulloso de nuestra actividad deportiva y social. Para los que de ustedes no lo sepan, fueron los ingleses los que reglamentaron este deporte a mediados del siglo pasado. En 1864 se fundó la Real Sociedad de Tiro de Jerez de la Frontera, decana de las sociedades españolas. La segunda en fundarse fue la nuestra, la de Sevilla, en 1873. Después de muchos años sin sede fija, adquirimos por fin estos terrenos en 1940. Como pueden apreciar, gozan de unas vistas insuperables. El presidente que los compró me contó que cuando firmó las escrituras de compra, los vendedores le narraron que, según una leyenda, escondía un tesoro antiguo. Y, ahora, bien podemos decir que esas voces populares tenían razón. ¡Este club es un auténtico tesoro y somos nosotros los que podremos disfrutarlo! Y ahora, con la ampliación y la piscina, estaremos bien preparados para acoger los mundiales de 1960. ¡Seguro que será todo un éxito!».

  Mientras los asistentes aplaudían comedidos las palabras del presidente, Alonso y yo nos miramos incrédulos. ¡Hasta la gente importante hablaba del tesoro!

  —Niño —me comentó Alonso una mañana mientras desayunábamos—, que he vuelto a soñar con el dichoso tesoro y, no sé, tengo como una intuición…

  Ese día, proyectábamos hormigonar una terraza, que ya teníamos rebajada, nivelada y dispuesta para recibir la mezcla. Lo recuerdo todo como si hubiera ocurrido ayer mismo. Era el 30 de septiembre de 1958 y la mañana había amanecido fresca. Cuando nos disponíamos a comenzar la tarea, apareció el arquitecto. Venía con prisas, al parecer tenía que irse enseguida para el aeropuerto. Al llegar hasta nuestro tajo, se quedó observando la explanada que habíamos realizado y, algo disgustado, se dirigió al maestro.

  —No me gusta. La terraza queda al mismo nivel que esas ventanas, no tiene sentido. Tendréis que rebajar el nivel unos quince centímetros más, para que el suelo quede por debajo de los ventanales.

  —Pero… —comenzó a protestar mi jefe, ante la carga adicional de trabajo que caía sobre nosotros—, si ya habíamos acordado que lo dejaríamos a esta altura.

  —No tengo tiempo de discutir, que pierdo el avión. Lo rebajas quince centímetros más y después ajustamos las cuentas.

  Medina Benjumea, sin apenas pronunciar alguna otra palabra, salió raudo para el coche que le esperaba.

  —Bueno, ya lo habéis escuchado. Habrá que rebajar un poco esta terraza, así que dejamos por ahora el hormigón y nos ponemos todos con el pico y la pala.

  Apenas si había clavado Alonso un par de veces el pico en el suelo cuando sonó un ruido metálico. Lo vi agacharse, extrañado, y remover con curiosidad la tierra. Pareció encontrar algo y lo sacudió para limpiarlo. Como quiera que no lograra adivinar de qué podría tratarse, Alonso se acercó hasta un cubo de agua para enjuagarlo. Solo entonces lo escuchamos gritar.

  —¡Es dorado! ¡Es como un trozo de tubo! ¡Parece oro!

  De inmediato, todos los de la cuadrilla acudimos a su vera.

  —Mirad —nos dijo una vez que los hubiera limpiado con más detenimiento—. Parece una ajorca grande, o un brazalete de metal…

  —¿Será de oro? —pregunté sonriente—. ¿Será el tesoro?

  —Anda, niño, que ya estás otra vez con tus fantasías —me ridiculizó otro de los albañiles—. Seguro que es una pieza de latón que alguien enterró aquí. ¡Los tesoros sólo existen en las novelas!

  —Puede que encontremos más piezas. Además, parece que a ésta se le ha caído un adorno, seguro que está debajo… —afirmó Alonso como en trance, mientras cogía una azada para continuar excavando.

  Todos nos situamos a su alrededor, para ver qué ocurría. Alonso excavaba con cuidado mientras que los demás lo observábamos con atención. Yo tenía entre mis manos la pieza a la que los rayos de sol lograban sacar un brillo deslumbrante. Recuerdo que pesaba bastante, por lo que no podía ser de latón, como alguno había afirmado. Mi intuición alborozada me decía que se trataba de oro, y que era la primera pieza del tesoro antiguo que la leyenda pregonaba. El grito de Alonso me sacó de mi ensimismamiento.

  —¡Parece que he roto un tiesto de barro!

  En efecto, sostenía en la mano lo que parecía un trozo de cerámica antigua, en muy mal estado de conservación. Se agachó y comenzó a remover la tierra. Pronto sacó otra pieza similar a la anterior mientras gritaba:

  —¡Hay más, hay más!

  Me acuclillé a su lado, y, con sumo cuidado, fuimos retirando tierra, hasta dejar a la vista un grupo de piezas. El barro adosado impedía que pudiésemos advertir con claridad de qué podían tratarse. Aceleradamente, tanto Alonso como yo las fuimos retirando, sin poner demasiado cuidado en la tarea. Mientras las piezas pasaban de mano en mano por todos los hombres de la cuadrilla, nosotros seguimos escarbando a la busca de más piezas, sin percatarnos que, en nuestra alocada búsqueda, fraccionamos el lebrillo cerámico que durante miles de años las había contenido. Pero eso lo supe después, cuando los arqueólogos nos hicieron saber de la valiosa pérdida de información que la desaparición del tiesto había supuesto. Pero en el momento del descubrimiento, simplemente estábamos ansiosos por desenterrar más y más piezas. Tras comprobar que ya las habíamos sacado todas, nos dispusimos a lavarlas con atención y asombro. No éramos conscientes de la importancia de aquel momento. De hecho, sólo Alonso y yo defendíamos que se trataba de un importante tesoro. Los demás dudaban o, como el caso de aquel albañil de Castilleja de la Cuesta, abiertamente nos despreciaban por ilusos.

  —¿Un tesoro? ¿Estáis locos? ¿Aquí, en el Tiro de Pichón?

  —Los viejos ya nos contaron que aquí se encontraba enterrado un antiguo tesoro —intervine—. ¿Por qué no podría ser éste?

  —Anda, niño, que tienes más fantasía que el cómico de la feria de mi pueblo. Seguro que son piezas de latón o de hojalata, que alguien tiró aquí hace un tiempo y que la tierra tapó. ¡Mira!

  Y entonces, para nuestro espanto, cogió una de las piezas, que parecía una piel de toro extendida y, al presionar con toda su fuerza desde sus extremos, logró quebrarla:

  —¿Lo veis? —gritó ufano—. ¡No es más que latón!

  Pero lo que vimos, en el corte de la pieza quebrada, fue un brillo dorado, como si de oro puro se tratara. Observé el corte, y, asombrado, pude comprobar cómo el metal refulgía intacto, sin mancha alguna ni resto de contaminación. Se trataba de un metal inalterable al paso del tiempo… y, según decían, eso solo ocurría con el oro.

  —¡Es de oro, es de oro! —grité—. ¡Es el tesoro, es el tesoro, por favor, tened cuidado!

  Mis gritos serenaron al grupo. Alonso, investido por la autoridad de haber sido él quien lo hubiera encontrado, tomó la voz por todos.

  —Sí, tenemos que tener mucho cuidado con estas piezas, hasta comprobar qué son, en verdad. Vamos a lavarlas con delicadeza. Y, después, veremos qué hacemos con ellas.

  Al retirarles la tierra, las piezas brillaron bajo el cielo azul del Aljarafe. Y entonces fuimos conscientes de que se trataba de un tesoro, de un gran tesoro. Nos miramos los unos a los otros nerviosos, sin saber ni que decir, ni que hacer. Uno de los oficiales fue el primero que se atrevió a proponer:

  —¿Y si nos lo repartimos? ¡Son muchas piezas, cada uno de nosotros se podría llevar alguna!

  —¡Eso —le apoyó otro—, y que cada uno haga lo que quiera con ellas, que la guarde para sus nietos, que la venda o que la funda, para regalarle unos pendientes a su mujer!

  Aquella dinámica comenzó a preocuparme. Era aún muy joven, no sabía nada de leyes, pero algo en mi interior me advertía que no haríamos bien si hacíamos desaparecer aquel descubrimiento. Gracias a Dios, Alonso hizo volver al grupo a la cordura.

  —Pero… ¿estáis locos? ¿Es que queréis que acabemos todos en la cárcel?

  —¿Qué hacemos, entonces?

  Durante un rato, discutimos entre nosotros qué hacer. No éramos conscientes de la trascendencia del descubrimiento ni, mucho menos, de que nuestra determinación condicionaría el conocimiento de nuestro pasado. No era nada fácil la decisión. En aquel momento, ya sabíamos que estábamos ante un tesoro que podía ser muy valioso y nosotros necesitábamos el dinero de manera imperiosa. La tentación era muy fuerte, máximo en aquellos tiempos en los que no se le daba ninguna importancia a la arqueología y en los que el patrimonio arqueológico no estaba protegido lo suficiente.

  Por hacer corta la historia, después de muchos tiras y aflojas, acordamos repartírnosla, aunque, al final, por una mezcla de miedo y de responsabilidad, pasados unos días, decidimos entregar todas las piezas a la dirección del Tiro de Pichón, solicitando, eso sí, que se nos tuviera en cuenta el hecho de haber sido sus descubridores. El presidente de la sociedad nos felicitó por nuestra decisión y prometió que nos tendría informados de todo lo que a las piezas se refiriera. Y, como ya contaré, la verdad es que cumplió su palabra.

  Pero, antes de continuar con esta historia, quiero reconocer la sensatez de Alonso y de toda mi cuadrilla. Estoy seguro de que en otras muchas ocasiones, los tesoros han desaparecido para siempre y que, en nuestro caso, a pesar de ser obreros humildes y casi analfabetos, supimos estar a la altura de las circunstancias y entregar esas piezas para que pudieran ser conocidas por todos. Espero que la historia también nos haga un pequeño hueco en el recuerdo de este inmenso tesoro.

  La directiva de la Sociedad de Tiro de Pichón puso el tesoro de manera inmediata en conocimiento de las autoridades, que solicitaron la intervención del catedrático y arqueólogo don Juan de Mata Carriazo, la máxima autoridad sobre la materia del momento. Me consta que el académico otorgó desde un principio la mayor importancia al descubrimiento. Lo estudió en detalle y, tras concluir sus indagaciones e investigaciones, realizó un entusiasta informe que sería el trampolín a la fama universal del tesoro. En él, se describe con maestría el descubrimiento: «El tesoro está formado por 21 piezas de oro de 24 quilates, con un peso total de 2,950 gramos. Joyas profusamente decoradas, con un arte fastuoso, a la vez delicado y bárbaro, con muy notable unidad de estilo y un estado de conservación satisfactorio, salvo algunas violencias ocurridas en el momento del hallazgo». El profesor estableció que las joyas fueron labradas entre los siglos VIII y III antes de Cristo. Y, finalmente, Carriazo afirmó que se trataba de «un tesoro digno de Argantonio, el legendario rey de Tartessos».

  Mata Carriazo fue uno de los grandes impulsores de la investigación sobre Tartessos. En los años 50 también hizo un importante descubrimiento en el Jueves, un mercadillo tradicional sevillano, al identificar una pieza de bronce como un bocado tartésico-fenicio que representaba a la diosa Astarté, datándolo sobre el año 600 antes de Cristo. Con estas líneas quiero brindarle un pequeño homenaje a su figura porque gracias a él, Tartessos encontró un sitio entre las prioridades de la arqueología hispana.

  El descubrimiento del tesoro de El Carambolo se convirtió en una noticia internacional y sus fotografías se reprodujeron en miles de periódicos del mundo entero. Recuerdo el orgullo que experimentaba cada vez que leía algo sobre las joyas tartésicas. De alguna manera, yo también había sido su descubridor. En muchas ocasiones, recordé las palabras de la vieja Mercedes, los tesoros no se buscan, los tesoros aparecen. Y así había sido en nuestro caso, al menos. Parecía que nos había estado esperando, predestinados a encontrarlo. ¿Por qué apareció ese día, tan súbitamente, el arquitecto? ¿Por qué nos ordenó rebajar otros quince centímetros? Se trató del destino, sin duda, que quería que el tesoro volviera a ver la luz. Sin tanto cúmulo de azares, el tesoro seguiría ahora oculto bajo una capa de hormigón que quizás, nadie, nunca, hubiera levantado jamás.

  ¿Y qué decir del tesoro? Pues que aparte de su antigüedad y riqueza, sorprendió por el esmero de su trabajo de orfebrería. El orífice utilizó técnicas de cera perdida, laminado, troquelado y soldado, y algunas de las piezas tuvieron que llevar engarzadas piedras semipreciosas, ahora desaparecidas. Aparte de las láminas y de los pectorales, llamó la atención el colgante de sellos con los que se acreditaría una importante firma oficial.

  Después de muchas dudas y disputas oficiales, el Ayuntamiento de Sevilla lo compró en 1964 al pagar un millón de pesetas por él. Así, lo pudo obtener en propiedad y evitó que fuera trasladado al Museo Arqueológico Nacional. Todas las partes cumplieron sus promesas y ese importe, muy elevado para la época, le fue entregado a Alonso Hinojos. Alonso, en un gesto digno y generoso, ordenó repartir esa fortuna entre todos los miembros de la cuadrilla y entre el personal de guarda del Tiro de Pichón, lo que supuso dividirla entre treinta y una personas. Así era Alonso, con el que aún trabajaría unos cuantos años más. Ojalá, en esta Andalucía nuestra, hubiera muchos más como él. Otro gallo nos cantaría.

  El ayuntamiento de Sevilla, temeroso ante la enorme responsabilidad de poseer el mayor tesoro encontrado nunca en suelo español, decidió finalmente encargar dos copias exactas a Marmolejo, el orfebre más famoso de la ciudad. El original se custodia en la caja fuerte de un banco, mientras que una de las copias se exhibe en el Museo Arqueológico Provincial y la otra en el mismo Ayuntamiento. Todavía hoy, casi sesenta años después, continúan las polémicas entre las instituciones para ver a quién corresponde su custodia y titularidad.

  Pero también siguen las discusiones por la interpretación del tesoro. Si al principio decían que era tartésico, ahora algunos investigadores afirman que se trata en verdad de un tesoro fenicio. Otros dicen que las joyas no eran ni para los sacerdotes ni para los reyes, sino que, en verdad, eran adornos para los bueyes que iban a ser sacrificados en el templo. No sé quién tendrá la razón, aunque yo, por haberme criado en el campo, bien raro veo que a un buey le pongan adornos tan ricos y costosos. Que una cosa son campanitas y trapos de colores y otra bien distinta, piezas de oro labrado. Pero en fin, yo sólo soy un pobre jubilado y corresponde a los científicos y arqueólogos desentrañar ese pasado fastuoso que continúa asombrándonos.

  Intuyo que el Tesoro del Carambolo aún guarda grandes secretos que desentrañar, pero, como ya me dijera Mercedes, a los misterios del pasado le ocurre como a los tesoros, que no se les encuentra, sino que aparecen. Yo puedo morir en paz, pues a mí se me apareció el más importante que vieran los siglos en estas tierras de María Santísima.

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