lunes, 25 de marzo de 2019

El soldado de la bolsa

Erase que se era un soldado que había terminado su largo servicio en el ejército del Rey. Andaba una vez por un camino y mientras andaba pensaba: "Durante veinticinco años serví al Rey y durante esos veinticinco años nunca me vi privado de comida o de ropas, ni me faltó tampoco un caballo Pero ahora que he dejado las armas mis bolsillos están vacíos y sufro el frío por falta de abrigo, no tengo un caballo que me transporte y, en cuanto al alimento, sólo poseo tres panes" 
Mientras el soldado meditaba sobre el repentino cambio de su fortuna, se le aproximó un viejo mendigo para pedirle una limosna. El soldado le entregó uno de los tres panes que llevaba, a lo que el mendigo le respondió bendiciéndolo. 
El soldado continuó su camino y al poco rato se encontró con otro mendigo que se le acercó para pedirle algo de comer. Le dio entonces su segundo pan y el pordiosero lo bendijo por su generosidad. 
Después de caminar algunas millas más un tercer mendigo le pidió humildemente que lo ayudara. El soldado tomó su último pan con la intención de dividirlo en dos pedazos, pero luego pensó: "¿Y si este pobre hombre se encontrara con los otros dos mendigos? Ellos podrían decirle: «¿Ves? ¡Tenemos un pan entero cada uno mientras tú tienes sólo una mitad!»'. Be manera, pues, que el soldado entregó todo su último pan al mendigo. 
Este le dijo: 
–Dios te recompensará por tu bondad, soldado, y quizás incluso yo pueda ayudarte un poco si me dices qué es lo que necesitas. 
–Tu bendición es premio suficiente –replicó aquél. 
–No te dejes engañar por las apariencias –advirtió el mendigo. 
Sacó un mazo de naipes de debajo de su capa y se lo regaló al soldado 
–Si juegas con estas cartas –le dijo–, no podrás perder aunque juegues contra el jugador más hábil –además le regaló la mochila que llevaba a su hombro–. Si ves algo que desees, ya sea pájaro, animal o cualquier ser vivo, grita: "Entra en mi bolsa", y entrará convirtiéndose en tu propiedad. 
El soldado agradeció al mendigo y siguió su camino. Pronto llegó a orillas de un lago y -viendo' volar tres gansos sobre el agua, pensó que era una buena oportunidad para poner a prueba los poderes de la bolsa. Abriéndola gritó: "¡Entrad en mi .bolsa, gansos que voláis sobre el lago!" Y los tres gansos dieron media vuelta y se dirigieron uno por uno a la bolsa. Cerrándola y atándola con las aves dentro, el soldado llegó a la ciudad, buscó una taberna y dijo al tabernero: 
–Aquí tengo tres gansos. Guísame el primero para la cena, dame vodka para beber a cambio del segundo y quédate con el tercero. 
El tabernero hizo lo que le ordenara el soldado, mientras éste miraba por la ventana las ruinas de un gran palacio, de muros derrumbados e invadido por malezas y hierbas. El soldado preguntó al tabernero: 
–¿Por qué tanta desolación? 
Y el tabernero le explicó: 
–Es el palacio del Príncipe que gobierna esta ciudad, pero hace siete años que está encantado. Nadie vive en él, a no ser los demonios del infierno. Los demonios se reúnen todas las noches para comer, bailar y beber hasta la madrugada. Muchos valientes han tratado de desalojarlos, pero hasta ahora nadie ha tenido éxito. 
Cuando el soldado oyó esto se presentó ante el Príncipe, amo de la ciudad, y le pidió permiso para pasar una sola noche en el palacio y vérsela con los demonios. El Príncipe se negó, diciéndole: "Eres un soldado valiente, pero debo negarte el permiso, porque hubo otros que intentaron antes que tú echar a los demonios, pero todos fracasaron y ninguno volvió con vida". 
Sin embargo, el soldado insistió hasta que el Príncipe no tuvo más remedio que asentir, diciéndole: "Bueno, ya que es tu deseo, ve y que Dios te acompañe". 
Entonces el soldado entró al palacio y buscó el salón del trono, en donde se sentó, encendió su pipa y se puso a fumar muy contento. 
Cuando las campanadas del reloj anunciaron medianoche, aparecieron los demonios. Donde antes sólo reinaba el silencio, se produjo una algarabía de mil demonios que chillaban y danzaban y comían y bebían desaforadamente. Tan entretenidos estaban en la orgía que no notaron la presencia del soldado sentado en e¡ trono del Príncipe. Cuando por último lo vieron, le preguntaron sorprendidos: 
–Eh, tú, soldado, ¿has venido para participar de nuestro festín? ¿Quieres beber, bailar o jugar por dinero? 
–Jugaré por dinero son vosotros –dijo el soldado, sacando el mazo de naipes que le había regalado el mendigo. 
Y se puso a jugar con los demonios. A medida que pasaban las horas el soldado ganaba más y más piezas de plata, hasta que por fin los demonios gritaron: "iNos ha ganado toda la plata!" Entonces el jefe de los demonios ordenó: "¡Jugaremos por oro!" Y envió mensajeros para que subieran todo el oro que tenían almacenado en los depósitos, hasta que por fin todo el oro pasó a formar una pila al lado de la plata ganada por el soldado. Cuando los demonios chillaron furiosos que habían perdido todo el oro, su jefe les ordeno: "¡Apresad a este intruso! Comedlo y desparramad sus huesos!" 
–Eso es lo que os creéis –contestó el soldado–. ¡Veremos! –y abriendo su mochila exclamó–: Entrad en mi bolsa, demonios del infierno! 
Cuando oyeron sus palabras, los demonios no pudieron menos que obedecerle. Uno por uno saltaron dentro de la bolsa, mal que les pesara. Y aunque la bolsa era pequeña, al final había miles de demonios dentro de ella. Cuando entró el último diablo el soldado ató la cuerda que cerraba la boca de la bolsa y colgó ésta de un clavo de la pared. 
En donde se había celebrado la turbulenta jarana reinaba el silencio más profundo, de modo que el soldado se puso á dormir. Y cuando los servidores; del Príncipe llegaron a la mañana siguiente," esperando encontrar sólo sus huesos, lo hallaron que dormía a pierna suelta. Entonces lo despertaron y le pidieron que relatara todo lo sucedido.  
Enseguida el soldado envió a buscar otros herreros pidiéndoles que llevaran los martillos más pesados que tuvieran. Pusieron los herreros a los demonios sobre el yunque y comenzaron a pegarles con los martillos tanto y tan fuerte que los pobres diablos gritaban como locos que tuvieran misericordia. 
–¡Misericordia, soldado! ¡Respetaremos y temeremos tu nombre por los siglos de los siglos! ¡Nos iremos de este palacio y nunca más pondremos los pies en él! 
Al oír todas esas promesas el, soldado mandó a los herreros que dejaran de apalearlos, abriendo entonces la bolsa. Los demonios salieron y huyeron deprisa hasta el infierno de donde habían venido. Cuando salía el último de ellos de la bolsa, el soldado lo agarró de una pata y le dijo: "Prométeme que me servirás cada vez que te necesite". Y el demonio replicó: "¡Te lo prometo, soldado!". Entonces el soldado lo soltó y el demonio se fue como si se lo llevara el diablo. 
El soldado se fue a ver al Príncipe, le presentó el oro y la plata que había recuperado y le describió todo lo sucedido. El Príncipe lo recibió como si fuera de su familia, diciéndole: "Vivirás conmigo como si fueras mi hermano". 
De modo que el soldado se quedó allí, agradeciendo al mendigo cuyos regalos le habían procurado tan buena suerte, y al poco tiempo se casó y tuvo un hijo. 
Pero sucedió que el hijo del soldado se enfermó y nadie podía encontrar remedio que lo sanara. El soldado se exprimía los sesos pensando qué podría hacer para salvar la vida de su niño. Entonces se acordó del demonio que le había prometido ayudarlo. Lo invocó, diciendo: "¡Oh demonio que me prometiste ayuda, te necesito!". 
El demonio cumplió su promesa y acudió al instante, preguntándole: 
–¿Qué necesitas de mi? 
–Aquí está mi único hijo, enfermo de un mal que nadie sabe curar –dijo el soldado–. Sánalo. 
El demonio sacó un vaso de debajo de su carpa, lo llenó con agua pura y le dijo al soldado: 
–Mira el vaso y dime lo que ves. 
El soldado miró el vaso de agua y vio la Muerte ante los pies de su hijo. Le dijo al demonio con gran pesar lo que veía, pero el demonio replicó: 
–No te apenes, porque tu hijo recuperará la salud. Si la Muerte estuviera a la cabecera en lugar de estar a los pies de la cama, ningún poder del mundo podría salvarlo. 
El demonio roció luego al niño con un poco de agua y el niño se curó. 
El soldado le dijo: 
–Dame el vaso y te liberaré de tu promesa. 
El demonio así lo hizo y desapareció después de recibir el agradecimiento del soldado. 
El soldado usó la copa cada vez que se lo llamaba para adivinar si una persona viviría o no, esparciéndose su fama por todo el país. 
Sucedió que una vez el Príncipe se enfermó y llamó al soldado para decirle: "Dime qué es lo que me espera". El soldado llenó la copa de agua y miró en ella. Entonces se entristeció, porque vio a la Muerte de pie a la cabecera del lecho del Príncipe. Dijo entonces: 
–Amigo y hermano mío, ningún poder de la tierra podrá salvarte, porque la Muerte se yergue a tu cabecera. 
El Príncipe se enojó y le gritó: 
–Has salvado la vida de generales y príncipes de todo el mundo y, ¿ahora no vas a salvarme a mí que te he honrado con mi amistad? Si así es como me pagas, ya verás –y mandó que se alzara un cadalso y que colgaran de él al soldado. 
El soldado pensó lo que el Príncipe le había dicho. "Si es que he de morir, que por lo menos pueda salvar la vida del Príncipe", se dijo. De modo que invocó a la Muerte y le rogó que cambiara su destino con el del Príncipe, llevándose su vida en lugar de la del soberano. Al mirar de nuevo la copa, vio que la Muerte había aceptado su ofrecimiento, cambiándose a los pies del lecho principesco. Entonces roció con agua de la copa la figura del Príncipe, y éste se sané. Luego, el soldado dijo a la Muerte: "Dame tres horas de vida para que pueda decir adiós a mi familia". La Muerte se las concedió y el soldado volvió a su casa. 
Cuando llegó, ya se sentía enfermo, y apenas pudo arrastrarse hasta la cama, en donde vio a la Muerte que lo esperaba a la cabecera. "Despídete, pues te queda poco tiempo", le dijo la Muerte. 
Pero el soldado sacó su bolsa mágica que guardaba debajo de la almohada y exclamó: "¡Entra en mi bolsa, Muerte!" La Muerte no pudo hacer otra cosa más que obedecer y el soldado ató fuertemente la abertura de la bolsa, sintiéndose ya mucho mejor y abandonando la cama. Luego llevó la bolsa hasta el medio de un espeso bosque, la ató a la punta de un gran álamo, y la dejó allí colgada. 
Desde ese día la Muerte no molestó a persona alguna y la vida se multiplicó sobre la tierra, ya que nadie se moría. 
Los años pasaban. Un día en que el soldado cabalgaba por un camino encontró a una vieja, arrugada y débil, y que apenas podía andar. La saludó comentando su avanzada edad. Ella lo miró con ojos llenos de cansancio diciéndole: 
–Hace mucho que la Muerte debería haber venido a buscarme. Hace muchos años que yo terminé mi vida y que estuve a punto de morir, pero alguien capturó a la Muerte y la escondió, y ahora debo seguir viviendo, aunque estoy cansada y mi cuerpo reclama paz. ¿Qué puedo hacer? 
El soldado se quedó pensando, y por último dijo: 
–Yo liberaré a la Muerte, aunque me lleve. 
Fue al bosque y buscó la bolsa que había colgado del álamo y gritó: "Eh, tú, Muerte, ¿estás todavía ahí?". Y la Muerte le contestó que sí. El soldado se la llevó dentro de la bolsa a su casa, donde la dejó salir; luego de lo cual se echó en la cama dispuesto a morir. Dijo adiós a su mujer y a su hijo y pidió a la Muerte que se lo llevara. 
Pero la Muerte le contestó: 
–Me has ofendido tanto que nunca podré perdonarte. No te llevaré. Llevaré a otros para que dejen de sufrir; en cuanto a ti, seguirás soportando eternamente tus dolores –y diciendo esto acudió a ayudar a los que la necesitaban. 
El soldado se dijo: Si la Muerte no quiere llevarme, iré yo mismo al infierno para pedir que me admitan". Y comenzó el largo camino. Anduvo muchos meses y por fin se acercó a las fronteras del infierno. Allí lo detuvieron los demonios que montaban guardia. 
El centinela le gritó: 
–¿Qué quieres? 
–Quiero entrar para que me arrojen a las llamas y alcanzar así la paz –contestó. 
–¿Y qué llevas a tu espalda? 
–Sólo mi mochila. 
Cuando los demonios vieron la bolsa reconocieron al soldado y se acordaron de cómo los había maltratado. Entonces dieron la voz de alarma y los guardias echaron cerrojo a los portales. 
El soldado se dirigió a gritos a Satanás en persona, el Príncipe de las Tinieblas: 
–¡Acéptame, quiero descansar por fin! 
Satanás le contestó: 
–Vuélvete a tu casa. Nunca entrarás aquí. 
–Entonces –dijo el soldado–, dame doscientas almas. Las llevaré para ofrecerlas a Dios, para que me perdone por amor de ellas. 
–Te daré doscientas y cincuenta de propina, si te vas en este mismo momento y no te vemos más la cara. 
El soldado recogió las almas que Satanás dejaba en libertad, y las condujo hasta el Paraíso. Llamó a la puerta de éste y el ángel centinela preguntó: 
–¿Quién golpea? 
–Un soldado y doscientas cincuenta almas liberadas de las llamas del infierno. 
Le llevaron el mensaje a Dios, quien dijo: "Admitid las almas, pero no dejéis entrar al soldado". 
Y cuando éste escuchó lo que mandaba Dios, urdió un plan desesperado. Dio su mochila a una de las almas diciéndole: 
–Cuando hayas pasado las puertas del Cielo, abre la bolsa y exclama:. "¡Entra en mi bolsa, soldado!". Esa será la manera de entrar. 
Se abrieron las puertas del Cielo y las doscientas cincuenta almas entraron, siendo la última la que llevaba la bolsa. Pero cuando pisó el Paraíso, se borraron todos los recuerdos que estaban en su memoria, incluso el recuerdo del soldado que esperaba afuera. 
Por lo tanto, el soldado quedó fuera y no tuvo más remedio que regresar a la tierra para seguir viviendo eternamente. 

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