lunes, 25 de marzo de 2019

EL SANTO CRISTO DE BAGAZAN

No es extraño que todo forastero que visite Rioja fije sus miradas en una bella iglesia, que se encuentra ubicada en el extremo occidental de la Plaza de Armas y en sentido opuesto a la Iglesia Matriz. Es la Iglesia del Santo Cristo de Bagazán. Día y noche sus puertas se hallan abiertas a la interrumpida afluencia de devotos, que van a consagrar al Cristo oraciones de gratitud por los beneficios que han recibido o ponerle una vela para tener buen viaje, prosperidad en los negocios, mejoría de salud, buen tiempo para las plantas, buenas cosechas, etc. Los arrieros y los postillones de correos que van a la Sierra o vienen de ella no pasan por Rioja sin antes haber entrado en la Iglesia del Santo Cristo y ponerle una lámpara de aceite, una vela u ofrecerle una misa. 
El Cristo de Bagazán es muy milagroso y tiene una historia interesante. Hace muchos años, un vecino de Rioja llamado Manuel Aspajo, regresaba de las serranías de Chachapoyas conduciendo dos bueyes. Al cabo de tres días de viaje, en el que pasó la puna de Pishcohuañuna sin ninguna novedad y con sol espléndido, llegó una tarde al sitio de Bagazán; después de soltar sus bueyes para que pastaran en los pequeños y raquíticos bosquecillos de ese paradero, preparó su cena y durmió tranquilamente esa noche. 
Al siguiente día se despertó a las cinco de la mañana y salió a buscar sus bueyes; se fue por el encajonado por donde corre el riachuelo de Bagazán, y después de haber caminado cuatrocientos metros más o menos oyó en el extremo superior del riachuelo una voz: ¡húuuu!... ¡húuuu...! Aspajo creyó que algún arriero buscaba sus acémilas y contestó en la misma forma, pero luego todo quedó en silencio. Después de un corto tiempo volvió a oír la misma voz: ¡húuuu!... ¡húuuu!... Aspajo respondió más fuerte, pero, como al principio, no obtuvo contestación; entonces, sin darle ya importancia al extraño caso, se disponía a continuar la búsqueda de sus bueyes; mas en ese momento resonó otra vez el grito misterioso. Entonces el hombre se dirigió, con mucho cuidado, sin hacer ruido, hacia el sitio de donde provenía la voz. Allí encontró una espaciosa cueva, que era como una habitación protegida de la lluvia y el viento, y cual no fue su sorpresa al ver en el centro de ella un pequeño Cristo, apoyado en un banco de piedra que le servía como especie de altar. Aspajo se arrodilló junto a la efigie, rezó algunas oraciones, y llorando de alegría le tomó en sus brazos, y olvidando por completo sus bueyes emprendió veloz marcha al tambo. Guardó el Cristo dentro de una petaca grande de totora y se dirigió a Rioja. Llegó a este lugar el mismo día, a pesar de que dicho trayecto se hace generalmente en tres días, pues la carga que llevaba a las espaldas en vez de aumentar disminuyó de peso, y a él, a Aspajo, parecía haberle crecido alas en los pies. 
Aspajo entregó el Cristo a las autoridades de Rioja. La noticia del misterioso hallazgo cundió rápidamente por toda la población, y ese mismo día se echaron las bases de su Iglesia. Aspajo se acordó entonces de sus bueyes, y emprendió el regreso a Bagazán para buscarlos, pero a un kilómetro de distancia de Rioja tuvo la sorpresa de encontrarlos; estaban trotando lentamente por el camino, sin guía alguno. Era un milagro del Santo Cristo. 


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