La ciudad de México, cabecera del Reino de la Nueva España, en el siglo XVI
presentaba un aspecto muy diferente al de ahora durante el tiempo de la Cuaresma y
de la Semana Mayor.
Los vecinos, ricos y pobres, nobles y plebeyos, cumplían puntual y devotamente
con todos y cada uno de los preceptos y mandatos de la Santa Madre Iglesia,
asistiendo a los templos y ayunando desde el Miércoles de Ceniza hasta el Sábado
Santo, comiendo de vigilia los lunes y viernes de cada semana, y absteniéndose de
tomar en estos días no sólo carne, sino toda clase de lacticinios, excepto las personas
que compraban las llamadas «bulas de composición» y los enfermos que por sus
achaques también estaban exceptuados.
Aquellos vecinos, que por su naturaleza eran de suyo glotones y de estómagos
fuertes y envidiables, en este tiempo cuaresmal veíanse con los rostros compungidos
por la abstinencia o por el arrepentimiento de sus pecados, por los ayunos y por los
azotes y disciplinas que se propinaban.
Como entonces no había cantinas, los sedientos iban a refrescar sus secos
gaznates en las muchas tabernas que había en las calles, y muchos altos personajes,
entre ellos oidores y aun el virrey y su esposa, recluíanse en los conventos para
ayunar a pan y agua.
Desde antes de la Semana Mayor, los sacristanes de los templos, los sacerdotes en
los confesonarios y en los púlpitos, y los «hermanos» en las salas de sus cofradías, no
descansaban un solo instante en adornar y encender los altares, en oír a los penitentes
y predicar a los fieles, y en preparar y organizar las distintas procesiones que salían
de las iglesias por las calles en cada uno de los días santos, y en algunos hasta por
mañana, tarde y noche. Desde las archicofradías de alta alcurnia, como la de los
Caballeros de la Parroquia de la Santa Veracruz, fundada por don Fernando Cortés, y
la del Santísimo Sacramento, establecida por famosos conquistadores, como Bernal
Díaz del Castillo, hasta las más humildes hermandades fundadas por los gremios de
panaderos, carniceros, zapateros, chapineros, fundidores, talabarteros, sastres,
herreros, charamusqueros y de otros individuos que ejercían sus artes y sus oficios en
esta ciudad, todas ellas se ponían en movimiento, discutiendo en su seno
acaloradamente sobre el modo y manera como habían de hacerse las procesiones;
levantaban tablados en el interior de las iglesias para las representaciones
semiprofanas y sagradas de la Pasión, y en las calles para las «posas», en que hacían
descansos y se predicaban sermones; mandaban confeccionar vestidos para las
esculturas y hábitos para los cofrades; construían varas o astas de madera o de metal,
para izar sendos estandartes bordados de seda y oro con las imágenes de su devoción
o de los santos patronos de sus gremios; pesaban ceras, de a libra o de más peso,
según la categoría y los posibles de los que habían de portar las hachas; y en fin,
hacían todos los preparativos necesarios para dar mayor lucimiento y emulación a las
festividades de aquellos días.
En los conventos los religiosos, en las parroquias los clérigos, preparábanse para
salir en las procesiones más solemnes; y en las casas los seglares hombres, mujeres,
ancianos, niños y aun la servidumbre, compuesta en aquel siglo de negros esclavos,
de indios, mulatos y demás castas, cortaban y cosían los lujosos trajes y las lobas y
caperuzas que habían de vestirse en esos días, para asistir a las ceremonias como
simples espectadores o como disciplinantes.
Como no sería posible describir todas las solemnes festividades religiosas que en
el curso de la Semana Santa se hicieron en el siglo XVI, con la lectura de los capítulos
de la «Historia de la Provincia de Santiago de México», o sea la crónica que de los
dominicos escribió el Doctor y Maestro Fray Agustín Dávila Padilla, voy a recordar
la tierna y piadosa ceremonia y procesión que anualmente hacían los cofrades del
Descendimiento y Entierro de Cristo.
Tuvo principio en esta Nueva España, tanto la Cofradía como la ceremonia, el
año de 1582, gobernando el virrey D. Lorenzo de Mendoza Conde de la Coruña.
En medio de la Capilla Mayor de la Iglesia de Santo Domingo, de México, se
levantaba un gran tablado de casi veinte pies de largo y doce de ancho, que llegaba
hasta las gradas del altar mayor; en este tablado se ponían tres cruces que, enclavadas
en el suelo, tenían de altura como tres estados. Las cruces representaban el Calvario y
estaban rodeadas de algunas piedras y yervas silvestres. En la cruz del centro se veía
una devota imagen de Cristo, de bulto, de las que hacían de caña en esta tierra con
mucho primor. Los hombros y rodillas estaban con tal disposición, con unas bolas
que tenían bien disimuladas y cubiertas por dentro, que hacían juego como goznes,
cual si fuesen coyunturas del cuerpo natural. En las cruces de los lados se hallaban las
esculturas de los dos ladrones, Dimas y Gestas, de la misma factura y artificio que la
del centro. En el resto del tablado podían verse las otras esculturas, que se sacaban en
andas durante la procesión, y a la derecha del Crucificado estaba la Virgen, vestida de
negro y con un lienzo en las manos en actitud de llevárselo al rostro para enjugarse
las lágrimas; y de tal manera dispuesta, que por medio de unas cuerdas que pasaban
por debajo de las andas, podía la imagen llevar las manos al rostro, inclinar la cabeza
y también el cuerpo.
Comenzaba esta devoción el Viernes Santo, poco después de medio día, de suerte
que a las dos de la tarde empezaba el sermón, que servía de plática para los que se
disciplinaban y de sentimiento para todos.
Proponía el predicador algunas consideraciones sobre la pasión y muerte de
Cristo, preparando con ellas el acto del descendimiento.
En el momento en que el predicador trataba de cómo se dio sepultura al Señor,
salían de la sacristía cinco sacerdotes y cinco ministros con vestiduras sagradas,
venían delante dos acólitos, con grandes escaleras que traían abrazadas y pegadas al
pecho, simbolizando cuán de corazón hacían aquella obra; venía otro religioso con un
incensario para turibular el cuerpo santo; salían después cuatro sacerdotes con albas y
estolas para llevar en hombros las andas en que había de ir el cuerpo al sepulcro; los
últimos eran el Preste y los ministros, sin capa ni dalmática hasta que comenzaba la
procesión.
Estos sacerdotes subían al tablado por seis gradas y se arrodillaban todos, en
espera de que el predicador pidiese licencia a la Reina de los Ángeles para descender
a su hijo.
Dos de los sacerdotes subían por las escaleras y besaban los escalones, haciendo
en cada uno una reverencia, y con los lienzos que llevaban iban bajando las insignias
de la Pasión, la esponja, la corona, los clavos, la lanza, ofreciéndoselas y
poniéndoselas en las manos separadamente a la Virgen, la cual las llevaba a su boca y
a sus ojos afligida y llorosa, hasta que al fin bajaban el cuerpo y, puesto en una
sábana, se lo presentaban todos los religiosos a la misma Virgen, quien lo recibía en
sus brazos y lo llevaba al rostro con la misma actitud doliente y lacrimosa que las
insignias.
Todas estas escenas se desarrollaban en medio del auditorio, que mostraba pena
conmovedora, sollozando al presenciar todo ello y al escuchar las palabras piadosas
del predicador, que con su elocuencia despertaba y movía los ánimos y los
sentimientos, aun en aquellos que antes aparentaban ser más duros e indiferentes.
Seguíase inmediatamente la procesión, precediendo a las insignias un carro
pequeño cubierto de luto, y en el centro una cruz a cuyo pie iba postrada la muerte, y
de cuyos brazos colgaba un título en latín, que traducido decía: «¿Muerte, dónde está
tu victoria?» y al reverso: «Muerte, yo seré tu muerte». Acompañaban a este carro
tres individuos enlutados, que tocaban tres trompetas destempladas, que al tocarlas de
cuando en cuando imponían por su majestad y sentimiento.
A continuación iban los portadores del guión procesional, en medio de otros dos,
que arrastraban por el suelo y eran de tafetán negro. Aquí seguían los que llevaban en
sus ropas y en las ceras de las manos las insignias de la pasión.
Los treinta dineros, la soga, la túnica del escarnio, la columna, los azotes, la ropa
de grana, la caña, la corona de espinas, el paño de la Verónica, la Cruz con una toalla
pendiente de los brazos, y a sus lados la lanza y la esponja; todas estas insignias eran
llevadas por cofrades con túnicas negras con falda de luto de tres o cuatro varas de
largo, y cada uno en compañía de otros dos cofrades con sendos cirios blancos en las
manos, encendidos, pero sin hacheros, por requerirlo así el ritual de sus hermandades.
Lo seguían dos Reyes de Armas con las insignias de la pasión bordadas de oro
sobre negro en el pecho y espalda de su ropa, y con unas mazas reales al hombro con
la propia insignia; luego cuatro sacerdotes, con capas de coro negras, y cetros de
plata, y haciendo coro los religiosos, venía en hombros de cuatro sacerdotes el cuerpo
de Cristo Nuestro Señor, en unas andas cubiertas de un paño de terciopelo negro
bordado, y encima la sábana con que lo bajaron de la Cruz; luego el guión con las
insignias, e inmediatamente la imagen de la Virgen Santísima.
Concluía la procesión con los disciplinantes, que llevaban en el centro de ellos
dos esculturas, una de San Pedro y otra de la Magdalena.
La procesión salía de la iglesia de Santo Domingo, siguiendo las calles de este
nombre, las de la Plaza del Marqués, después llamadas del Empedradillo, daba vuelta
por las que iban al monasterio de San Francisco, donde ya por entonces existían los
talleres de los plateros, cuyos artífices tenían su cofradía que salía a recibir con velas
encendidas en las manos al Santo Entierro, el cual a la postre de hacer posas en estas
calles, en la iglesia de San Francisco, y en la parroquia de la Santa Veracruz,
continuaba hasta llegar al templo de la Concepción, quedando aquí como sepultado el
cuerpo, velado por las religiosas de este monasterio, y era conducido al de Santo
Domingo a los tres días Domingo de Resurrección.
Se verificaron estas ceremonias del descendimiento por primera vez con tal
pompa en México, el día 13 de abril, pues según los cálculos de un «Calendario»
perpetuo, que tengo a la vista, en esa fecha cayó el Viernes Santo de aquel año de
1582; y aquella representación casi teatral y aquel fúnebre desfile, deben haber
emocionado hondamente a los millares de espectadores que henchían los templos, se
apiñaban en las aceras, cerraban las bocacalles, se asomaban a las ventanas y
balcones, coronaban las alturas y gemían, lloraban y gritaban al contemplar las
dolorosas imágenes, de automáticos movimientos y los penitentes que sin piedad se
azotaban las espaldas desnudas hasta sangrarse, y al oír los lúgubres sonidos de las
desafinadas trompetas, los quejidos angustiosos de los disciplinantes, los tristes
aullidos de los canes callejeros y los monótonos y acompasados traqueteos de las
matracas.
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