En la tierra de los hombres rojos, que era grande y asombrosa, ya no
podía caber la iniquidad, que era mucha. Y por entonces vivía un hombre
viejo, llamado Giaia con sus dos hijos, uno nombrado Giayalael y
el otro Halal.
El viejo Giaia subió un día con su hijo Giayalael a lo alto de una
colina, para ver su campo que pensaba se partiese por igual entre sus
dos hijos, para que no hubiese riña después de su muerte. Giaia era un
hombre justo.
Cuando estuvo con su hijo en lo alto del monte, le mostró el campo
y le dijo: «De todo esto, la mitad será para ti». Giayalael estaba contaminado
del mal de su tiempo y era indolente y codicioso, y se encendió
de ambición. Y al oír lo que el viejo Giaia decía, pensó que todo
el campo debía ser sólo suyo y se arrojó sobre su padre y lo mató. El
monte quedó manchado con la sangre del hombre bueno.
Giayalael sintió miedo y ocultó los huesos de su padre dentro de una
gran calabaza, y ésta la escondió arriba de la colina. Y bajó al valle y
buscó a su hermano y le dijo que el viejo Giaia había caído dentro de
una cueva. Tomó para sí todo el campo y puso a su hermano a trabajar en
él. Cuando hubo pasado un año, Giayalael llevó a su hermano a lo alto
de la colina para ver los huesos de su padre. Tomó la calabaza en que
los había encerrado, y Halal la quiso para sí y se la arrebató. Entonces la
calabaza cayó de las manos de los hijos y dio contra el suelo y se hizo
pedazos. Y estaba tan llena de agua, que empezó a correr desde arriba
de la colina sobre los valles y los campos. Primero fue un lago pequeño
y luego un río y luego muchos ríos, y después un gran mar que se tragó
la tierra de los hombres rojos con todas las ciudades y maravillas.
Aquí se dice que el hombre rojo pereció porque era de barro y fue
deshecho por el agua.
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