viernes, 1 de marzo de 2019

El anillo mágico

Un mercader entregó a su hijo trescientas rupias y le pidió que se marchara a otro país y probara suerte en el comercio. El hijo tomó el dinero y se marchó. No había ido demasiado lejos cuando se cruzó con algunos pastores que discutían por un perro que algunos de ellos querían matar.

    —Por favor, no matéis al perro —suplicó el joven y compasivo joven—. Os daré cien rupias por él.

    Por supuesto, cerraron el trato inmediatamente y el bobalicón joven siguió su camino con el perro. A continuación se encontró con un grupo de personas que discutían por un gato. Algunos querían matarlo y otros no.

    —¡Oh! Por favor, no lo matéis —les dijo—. Os daré cien rupias por él.

    Por supuesto, le entregaron el gato inmediatamente y cogieron el dinero. El joven continuó su camino hasta llegar a una aldea, donde algunos habitantes estaban discutiendo por una serpiente que acababan de atrapar. Algunos querían matarla, pero otros no.

    —Por favor, no matéis a la serpiente —dijo—. Os daré cien rupias por ella.

    Por supuesto, aceptaron encantados.

    ¡Qué tonto era aquel joven! ¿Qué haría ahora que había gastado todo su dinero? ¿Qué podía hacer, excepto regresar con su padre? Y, por tanto, volvió a casa.

    —¡Serás tonto! ¡Sinvergüenza! —exclamó su padre cuando se enteró de que había malgastado todo el dinero que le había dado— Vete a vivir al establo y arrepiéntete de tu estupidez. No volverás a entrar en mi casa.

    Así que el joven se marchó a vivir al establo. Su cama era la hierba del ganado, y sus compañeros eran el perro, el gato y la serpiente que había comprado tan caros. Estas criaturas le tenían mucho cariño: lo seguían durante el día y dormían a su lado por la noche; el gato solía dormir a sus pies, el perro junto a su cabeza, y la serpiente sobre su cuerpo, con la cabeza en un lado y la cola en el otro.

    Un día, durante el trascurso de una conversación, la serpiente dijo a su amo:

    —Soy el hijo del rajá Indrasha. Un día que había salido a tomar el aire me secuestraron y me habrían matado si tú no hubieras llegado en mi rescate. No sé si alguna vez podré compensar tu gran amabilidad hacia mí. ¡Ojalá conocieras a mi padre! ¡Cuánto se alegraría de ver al salvador de su hijo!

    —¿Dónde vive? Si fuera posible me gustaría conocerlo —le preguntó el joven.

    —¡Bien dicho! —continuó la serpiente— ¿Ves aquella montaña? A los pies de la montaña hay un manantial sagrado. Si vienes conmigo y te sumerges en ese manantial, ambos llegaremos al país de mi padre. ¡Oh! ¡Cuánto se alegrará de verte! Seguramente querrá recompensarte. Pero ¿cómo podría hacerlo? Sin embargo, deberías aceptar lo que te ofrezca. Si te pregunta que te gustaría, quizá harías bien en contestar: «El anillo de tu mano derecha, y el famoso cuenco y cuchara que posees». Con estas cosas jamás necesitarías nada, porque el anillo es tal que un hombre solo tiene que hablarle y, de inmediato, le proporciona una mansión maravillosamente amueblada, mientras que el cuenco y la cuchara le proporcionarán las comidas más exóticas y deliciosas.

    El hombre caminó hasta el manantial acompañado por sus tres compañeros y se preparó para sumergirse en él, tal como le había dicho la serpiente.

    —¡Oh, señor! —exclamaron el gato y el perro cuando vieron lo que iba a hacer— ¿Qué haremos nosotros? ¿A dónde iremos?


El anillo mágico

—Esperadme aquí —les contestó—. No iré lejos. No tardaré mucho.

    Y dicho esto se sumergió en el agua y lo perdieron de vista.

    —¿Qué hacemos ahora? —le preguntó el perro al gato.

    —Debemos quedarnos aquí —le contestó el gato—, tal como nos ha ordenado nuestro amo. No te preocupes por la comida, pues yo iré a las casas de los aldeanos y conseguiré alimentos de sobra para los dos.

    Eso hizo el gato y ambos vivieron muy cómodamente hasta que su señor regresó.

    El joven y la serpiente llegaron a salvo a su destino y el rajá fue informado de la noticia de su llegada. Su Alteza ordenó que su hijo y el desconocido se presentaran ante él, pero la serpiente se negó, diciendo que no vería a su padre hasta que fuera liberado por aquel extraño, que lo había salvado de una terrible muerte y del que era por tanto esclavo. Entonces el rajá abrazó a su hijo y dio la bienvenida al forastero a sus dominios. El joven se quedó allí un par de días durante los que recibió el anillo de la mano derecha del rajá y el cuenco y la cuchara, en señal de agradecimiento por haber salvado a su hijo. Entonces regresó. Al llegar a la superficie del manantial encontró a sus amigos, el perro y el gato, esperándolo. Contentos, se contaron lo que habían experimentado desde la última vez que se vieron. Después caminaron juntos hasta la orilla del río, donde decidieron probar el poder del anillo mágico y del cuenco y la cuchara.

    El hijo del mercader habló al anillo y de inmediato apareció una hermosa casa y una adorable princesa con el cabello dorado. También habló al cuenco y a la cuchara y aparecieron los platos de comida más deliciosos. Así que se casó con la princesa y vivieron muy felices durante varios años, hasta que una mañana la joven, mientras se engalanaba, puso el cabello suelto en un trozo de junco hueco y lo lanzó al río que fluía bajo la ventana. El junco flotó en el agua durante muchos kilómetros y al final fue recogido por el príncipe de otra región, que lo abrió por curiosidad y vio el cabello dorado. Al encontrarlo, volvió rápidamente al palacio, se encerró en su habitación y se negó a salir. Se había enamorado profundamente de la mujer cuyo cabello había encontrado y se negaba a comer, beber, dormir o moverse hasta que se la llevaran. Su padre, el rey, estaba muy preocupado por el asunto y no sabía qué hacer. Temía que su hijo muriera y lo dejara sin heredero. Al final decidió pedir consejo a su tía, que era una ogra. La anciana aceptó ayudarlo y le pidió que no se inquietara, que estaba segura de que conseguiría a la hermosa mujer para que fuera la esposa de su hijo.

    La ogra adoptó la forma de una abeja y se marchó zumbando y zumbando. Su agudo sentido del olfato pronto la llevó ante la hermosa princesa, ante quien apareció como una vieja bruja que sostenía un cayado en la mano para ayudarse. Se presentó a la hermosa princesa y le dijo:

    —Soy tu tía, a la que nunca habías conocido porque me marché del país justo después de tu nacimiento.

    Abrazó y besó a la princesa para dar énfasis a sus palabras, y así la engañó. La joven devolvió el abrazo a la ogra y la invitó a quedarse en su casa tanto como quisiera. La trató con tantos honores y atenciones que la ogra pensó: «Pronto tendré éxito en mi misión». Cuando llevaba allí tres días empezó a hablar del anillo mágico y le aconsejó que lo guardara ella en lugar de su marido, porque este salía constantemente de caza y podía perderlo. Por tanto, la hermosa princesa pidió el anillo a su esposo, y este se lo entregó.

    La ogra esperó otro día antes de preguntarle si podía ver la hermosa joya. Sin dudarlo, la hermosa princesa obedeció y, cuando la ogra agarró el anillo, volvió a adoptar la forma de una abeja y voló con él hasta el palacio, donde el príncipe estaba al borde de la muerte.

    —Anímate. Alégrate. No llores más —le dijo—. La mujer que anhelas aparecerá cuando la llames. Mira, este es el amuleto que la traerá hasta ti.

    El príncipe, al oír estas palabras, se volvió loco de alegría. Estaba tan deseoso de ver a la hermosa princesa que de inmediato habló al anillo y la casa con su bella ocupante apareció en el centro del jardín de palacio. Entró en el edificio y, tras confesar a la princesa su intenso amor, le rogó que fuera su esposa. Viendo que no tenía escapatoria, la joven aceptó con la condición de esperar un mes.

    Mientras, el hijo del mercader había vuelto de su cacería y se había inquietado terriblemente al no encontrar ni su casa ni a su esposa. El lugar estaba vacío, tal como lo había estado antes de probar el anillo mágico que el rajá Indrasha le había dado. Se sentó y decidió poner fin a su vida, pero entonces aparecieron el perro y el gato. Al ver que la casa desaparecía, se habían escondido.

    —¡Oh, señor! —exclamaron— Contén tu mano. La situación es grave, pero puede ser remediada. Danos un mes; intentaremos recuperar tu casa y tu esposa.

    —Id —contestó él—, y que el buen Dios os ayude en vuestra empresa. Devolvedme a mi esposa, y viviré.

    Así que el gato y el perro salieron corriendo y no se detuvieron hasta que llegaron al lugar a donde habían llevado a su señora y la casa.

    —Podríamos encontrarnos algunas dificultades —dijo el gato—. Mira, el rey se ha apropiado de la casa y de la esposa de nuestro señor. Quédate aquí. Yo entraré e intentaré verla.

    Así que el perro esperó mientras el gato trepaba a la ventana de la habitación donde estaba la hermosa princesa. La joven reconoció al gato y le contó todo lo que había ocurrido desde su desaparición.

    —¿No hay modo de escapar de aquí? —le preguntó la muchacha.

    —Sí —contestó el gato—, pero para ello debes decirme dónde está el anillo mágico.

    —Está en el estómago de la ogra.

    —Muy bien —asintió el gato—. Lo recuperaré. Si vuelve a ser nuestro, todo volverá a la normalidad.

    Entonces el gato salió del palacio, se tumbó junto a una ratonera y fingió que estaba muerto. Resultó que en aquel momento se estaba celebrando entre las ratas de aquel lugar una gran boda, y todas las ratas de la vecindad estaban reunidas en aquel túnel concreto junto al que el gato se había tumbado. El hijo mayor del rey de las ratas estaba a punto de casarse; el gato, al enterarse, había pensado en atrapar al novio para obligarlo a ayudarlo. El cortejo salió del agujero, chillando y saltando, y en cuanto el gato vislumbró al novio, saltó sobre él.

    —¡Oh! Suéltame, suéltame —gritó la aterrada rata.

    —¡Suéltalo! —gritaron todos los demás— ¡Es el día de su boda!

    —No, no —contestó el gato—. No a menos que hagáis algo por mí. Escuchad. La ogra que vive en esta casa con el príncipe y su mujer se ha tragado un anillo, y eso es lo que quiero. Si me lo conseguís, permitiré que la rata se marche sin recibir daño. Si no lo hacéis, vuestro príncipe morirá entre mis garras.

    —Muy bien, aceptamos —dijeron todos—. Es más, si no te conseguimos el anillo, puedes devorarnos a todos.

    Aquella fue una oferta muy audaz, pero lo consiguieron. A medianoche, mientras la ogra estaba dormida, una de las ratas entró en su dormitorio, subió hasta su rostro e insertó su cola en su garganta. La ogra tosió violentamente y el anillo salió disparado y cayó rodando al suelo. La rata atrapó la joya inmediatamente y corrió a llevársela a su rey, que se alegró mucho y se la entregó rápidamente al gato para que liberara a su hijo.

    Tan pronto como el gato recibió el anillo, se reunió con el perro y fueron a contar a su señor las buenas noticias. Todo parecía arreglado; solo tenían que entregarle el anillo y, cuando él le hablara, el palacio y la hermosa princesa reaparecerían y todos vivirían tan felices como antes.

    —¡Cuánto va a alegrarse nuestro amo!

    Corrieron tan rápido como les permitieron sus patas, pero por el camino tenían que cruzar un riachuelo. El perro empezó a atravesarlo con el gato sobre su lomo pero, envidioso, le pidió el anillo y amenazó con tirarlo al agua si no se lo entregaba. Y vaya si se arrepintieron, porque al perro se le cayó al agua y un pez se lo tragó.

    —¡Oh! ¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer? —exclamó el perro.

    —Lo hecho, hecho está —contestó el gato—. Debemos intentar recuperarlo y, si no lo conseguimos, mejor será que nos ahoguemos en este río. Tengo un plan. Ve a matar un cordero pequeño y tráemelo aquí.

    —Muy bien —dijo el perro, y se marchó rápidamente. Pronto volvió con un cordero muerto y se lo entregó al gato. El gato se metió dentro del cordero y dijo al perro que se alejara un poco y se mantuviera callado. No mucho después, un nadhar, un pájaro cuyo pico puede romper huesos, sobrevoló el cordero y se posó sobre él para llevárselo. En ese momento el gato salió y atrapó al pájaro, al que amenazó con matarlo si no recuperaba el anillo perdido. El nadhar le prometió que lo haría y se presentó de inmediato ante el rey de los peces, al que le ordenó que averiguara el paradero del anillo y lo devolviera. El rey de los peces así lo hizo: encontró el anillo y se lo devolvieron al gato.

    —Vamos, ya tengo el anillo —le dijo el gato al perro.

    —No, no iré —dijo el perro—, a menos que me dejes llevar el anillo. Yo lo llevaré, y a ti también. O me dejas que lo lleve yo, o te mataré.

    Así que el gato se vio obligado a entregarle el anillo. El descuidado perro lo dejó caer de nuevo, y esta vez lo atrapó y se lo llevó un azor.

    —Mira, mira, allá va… Hacia aquel enorme árbol —exclamó el gato.

    —¡Oh! ¡Oh! ¿Qué he hecho? —se lamentó el perro.

    —Eres tonto, sabía que lo tirarías de nuevo —dijo el gato—. Pero deja de ladrar o asustarás al pájaro y se marchará a un lugar donde no podremos encontrarlo.

    El gato esperó hasta que se hizo de noche y entonces trepó al árbol, mató al azor y recuperó el anillo.

    —Vamos —dijo al perro cuando llegó al suelo—. Debemos darnos prisa, pues nos hemos retrasado mucho. Nuestro amo morirá de pena e incertidumbre. Vamos.

    El perro, muy avergonzado de sí mismo por lo ocurrido, suplicó perdón al gato por todos los problemas que había causado. Temía pedir el anillo por tercera vez, así que ambos consiguieron llegar hasta donde estaba su apenado señor y le entregaron el amuleto mágico. En ese momento, su tristeza se convirtió en alegría. El joven habló al anillo y su hermosa esposa y su casa reaparecieron, y todos volvieron a ser tan felices como siempre habían sido.

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