miércoles, 13 de diciembre de 2017

Rojín Rojal

El castillo de Puentedeume había quedado vin-
culado a la casa de Andrade, desde los tiempos de
Enrique de Trastamara; quiso este Rey recompen-
sar con él a la familia un valioso servicio que le
había prestado. El tercero de los señores de Puen-
tedeume fue don Nuño Freiré, recordado como
un fiero hidalgo, de carácter violento, que ocultaba,
bajo la aspereza de su carácter, caballerescos senti-
mientos. Tenía don Nuño varios hijos varones,
pero una sola hija, llamada Teresa, cuyo recuerdo
es el de un ángel de dulce sonrisa y rostro melancó-
lico. Todos los que la conocieron no pudieron menos
de amarla por su bondad y admirarla por su belleza.
Don Nuño tenía un doncel a quien apreciaba
mucho por su valor: era el popular y gallardo Rojín
Rojal. Conservaba, junto a los rasgos de su tierra, a
la que amaba tanto, algunas huellas de sus ascen-
dientes normandos. Hacía algún tiempo que su ca-
rácter alegre y franco había sufrido una transfor-
mación. Ya no alternaba con sus compañeros en las
diversiones, y gustaba a menudo de la soledad. Le
placía especialmente retirarse al torreón del Sur, en
los ratos que tenía libres; desde allí podía con-
templar la parte más bella de la ría de Arosa, donde
había pasado su infancia.

Un día fue sorprendido en su soledad por la hija
del señor, la cual, al oírle cantar con voz melodiosa
una melancólica canción, no pudo menos de dete-
nerse. Observando su tristeza, le preguntó si tenía
amores en la ría de Arosa.
—Mucho más cerca está lo que adoro —res-
pondió el joven.
—¿Tal vez en Puentedeume? —preguntó de nuevo
Teresa con interés creciente.
—Aún mucho más cerca, señora.
Teresa comprendió quién era la causa de la me-
lancolía del joven doncel y bajó, turbada, la vista.
Ella también le amaba.
Desde aquel día, Teresa y Rojín Rojal se vieron
a menudo en el torreón del Sur. Sabían que sus
sentimientos tenían que permanecer secretos y ocul-
taron cuidadosamente la dicha de su amor. Pero no
faltó quien hiciera llegar rumores a oídos del caste-
llano. Don Nuño apreciaba a su doncel, pero con-
sideraba una osadía imperdonable que hubiera
puesto los ojos en su hija. Deseoso de averiguar por
sí mismo la verdad, sometió a los dos amantes, por
separado, a un interrogatorio. Por más que ambos
se esforzaron en disimular y en atribuir sus en-
cuentros a la casualidad, don Nuño comprendió
que se amaban y decidió poner fin a un idilio que
juzgaba tan desigual. Hizo elegir a su hija entre
casarse con su pretendiente don Enrique Osorio,
perteneciente a una de las más ilustres familias de
Galicia, y la muerte de Rojín Rojal. Ante tan cruel
alternativa, Teresa capituló, y poco después se
convertía en la esposa de don Enrique de Osorio.
El mismo día de la boda, don Nuño hizo que su
doncel acudiera a su presencia, y dándole una bolsa
de oro, le ordenó que se fuera del castillo para no
volver jamás. Rojín rechazó tristemente el dinero,
diciendo que no quena abanadonar el lugar donde
había vivido tantos años. Conmovido don Nuño,
que lo estimaba mucho, accedió a que se quedase,
y obtuvo de él, a cambio, la promesa de que haría
un esfuerzo para dominar su pasión y de que ence-
rraría su cariño a Teresa en lo más profundo de su
corazón.
Rojín Rojal cumplió su palabra. Pareció recobrar
su antiguo buen humor y se le vio de nuevo alternar
con sus compañeros. Nadie podía adivinar lo ficticio
de aquella animación, ni sospechar los desvelos y
torturas que pasaba por las noches. Durante horas
y horas permanecía asomado a la ventana, contem-
plando la de la cámara nupcial, siempre cerrada. Y
una noche en que ésta se hallaba abierta, don Nuño
le sorprendió en su centinela. Desde entonces, Rojín
renunció a tan pobre consuelo, temiendo que se le
cerrasen para siempre las puertas del castillo, y no
volvió a abrir su ventana.
Teresa, por su parte, aunque rehuía su encuentro
y esquivaba su mirada, no le había olvidado. Su
marido, que sólo sentía pasión por la caza, no le
mostraba el afecto que merecía. La recién casada
se encontraba más sola que nunca, y a menudo se
retiraba al torreón del Sur, donde, con los más
vivos recuerdos de su amor, encontraba el consuelo
del dulce panorama que ofrece la ría de Arosa.
Una tarde, al ponerse el Sol, cuando Rojín Rojal
regresaba de su servicio al frente de un pelotón de
hombres, divisó en el torreón del Sur, la figura de
Teresa, completamente sola. Rojín despidió a sus
hombres y se acercó cautelosamente. No quería
intentar otra cosa que contemplarla desde la oscu-
ridad. Don Nuño, al ver que los hombres llegaban
sin su jefe, se encaminó impacientemente en su busca,
 y lo encontró con los ojos fijos en el torreón.
El joven estaba tan abstraído, que no se dio cuenta
de la llegada de su señor. Montó éste en cólera, y
cuando el doncel volvió el rostro, le dio un terrible
bofetón. Aquello era un infamia que ningún caba-
llero debía sufrir, y Rojín Rojal, sacando su daga se
abalanzó sobre don Nuño. Pero el recuerdo de
Teresa le contuvo y envainó el arma de nuevo.
Aquel incidente hacía imposible su permanencia en
el castillo; montó en su caballo y partió, sin que don
Nuño, que en el fondo era un caballero, hiciera
nada por prenderle; solamente le recomendó, aira-
damente, que no intentara volver por allí. Nadie
supo la causa de la ausencia de Rojín Rojal.
Algún tiempo después apareció en el país un
jabalí monstruoso, que dejó para siempre memoria
de sus estragos. Se organizaron cacerías y celadas
que de nada sirvieron; la persecución de la fiera
costaba todos los días la vida de un hombre. El
terror que se extendió por la comarca hizo que el
castellano de Puentedeume se propusiera terminar
con tan terrible animal. Organizó una gran cacería,
en la que tomarían parte los cazadores de toda
Galicia, y encomendó su dirección a su yerno.
Teresa, contra lo que era costumbre, fue invitada
por su marido para presenciar tan gran aconteci-
miento. Ningún sitio le pareció a éste más seguro
para un espectador que el puente que cruza el
Lambre, poco antes de desembocar en la ría de
Ares. Frente a él se extendían, como un anfiteatro,
las laderas en las que se iba a desarrollar el espec-
táculo. Teresa descabalgó en el puente, y don
Enrique, muy a su pesar por convertirse en mero es-
pectador se quedó, acompañándola como le correspondía.
Comenzó la batida; las trompas de caza se oyeron
cada vez más cerca. Ante la emoción de la cacería,
desapareció la habitual tristeza del rostro de Teresa.
Don Enrique no creía que la fiera pudiera salir del
cerco con que se la había rodeado; pero no cayó en
la cuenta de que, en caso de que burlase a sus
perseguidores, la única salida que había quedado
por tomar en aquel laberinto era el puente donde él
se hallaba con su esposa. Efectivamente, de pronto,
el gigantesco jabalí, hostigado y furioso, apareció
ante los ojos a la entrada del puente. Don Enrique
le lanzó un venablo, que se clavó en el costado de la
fiera y que sólo sirvió para enfurecerla más. En-
tonces, en vez de defender a su compañera, como
era su deber, se puso a salvo, tirándose al río. El
jabalí se lanzó sobre la indefensa Teresa, despe-
dazándola, mientras el marido que su padre le había
impuesto alcanzaba la orilla del Lambre.
La trágica muerte de Teresa fue un golpe que
batió para siempre la altivez de Don Nuño. In-
consolable, se encerró en su castillo, mientras don
Enrique, avergonzado por su cobardía y víctima
del desprecio general, se retiró a su señorío.
Cuenta la tradición que a los pocos días de tan
triste suceso la gigantesca fiera apareció tendida en
el puente, que desde entonces se llama el Porco, en
el mismo sitio en que había despedazado a Teresa,
En su corazón tenía clavado el cuchillo de Rojín
Rojal. Don Nuño, arrepentido de no haber dado a
su hija a tan gran caballero, mandó buscarle, de-
seoso de reconciliarse con él. Pero fueron inútiles
sus intentos: Rojín Rojal había desaparecido.

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