viernes, 1 de marzo de 2019

Los dos ilusionistas

Un hermoso día de primavera, dos hombres acudieron a la plaza de una conocida ciudad china. Llevaban ropas sencillas y parecían dos campesinos normales de visita en la ciudad. A juzgar por sus rostros, eran padre e hijo. El mayor, un hombre de unos cincuenta años, con arrugas, lucía una escasa barba gris. El joven llevaba una pequeña caja al hombro.

    En el momento en el que estos forasteros entraron en la plaza se había reunido una gran multitud, porque era un día de fiesta y todos querían pasarlo bien. Los lugareños parecían muy alegres. Algunos estaban comiendo, bebiendo y fumando en pequeñas casetas. Otros compraban chismes a los vendedores callejeros, lanzaban monedas y jugaban a distintos juegos de azar.

    Los dos hombres caminaron sin rumbo fijo. No parecían tener amigos entre los asistentes. Al final se detuvieron a leer un anuncio colocado en la entrada de la sala de audiencias, o yamen, y un viandante les preguntó quiénes eran.

    —Oh, somos faranduleros de una provincia lejana —dijo el mayor, sonriendo y señalando la caja—. Sabemos hacer muchos trucos para entretener a la gente.

    La noticia de que dos famosos ilusionistas capaces de realizar muchas proezas acababan de llegar a la capital se extendió entre la multitud. Resultó que el mandarín, el alcalde de la ciudad, estaba en aquel mismo momento agasajando a sus invitados en el yamen. Habían terminado de comer y el anfitrión no sabía qué hacer para entretener a sus amigos cuando un criado le habló de los faranduleros.

    —Pregúntales qué saben hacer —le pidió el mandarín con entusiasmo—. Si nos divierten les pagaré bien, pero quiero algo más que los viejos trucos de equilibrio y lanzamiento de cuchillos. Tendrán que enseñarnos algo nuevo.

    El criado salió y habló con los volatineros.

    —El alcalde quiere que le digáis qué sabéis hacer. Si podéis entretener a sus invitados os llevará al pabellón privado, donde actuaréis ante ellos y los allí reunidos.

    —Dile a tu honorable señor —contestó el mayor, a quien llamaremos Chang— que no lo decepcionaremos. Dile que venimos de la ignota tierra de los sueños y las visiones, que podemos convertir las rocas en montañas, los ríos en océanos, los ratones en elefantes... En resumen, que no hay nada mágico demasiado difícil para nosotros.

    El alcalde quedó encantado con el informe de su criado.

    —Ahora nos divertiremos un poco —anunció a sus invitados—, porque unos comediantes realizarán sus trucos maravillosos ante nosotros.

    Los invitados salieron al pabellón que había a un lado de la plaza. El mandarín ordenó que se colocara una cuerda para delimitar un espacio abierto donde los Chang pudieran llevar a cabo su exhibición.

    Los dos forasteros entretuvieron un rato a la gente con algunos trucos sencillos como girar platos en el aire, lanzar cuencos al cielo y atraparlos con palillos, hacer que crezcan flores en macetas vacías y transformar un objeto en otro.

    —Estos trucos están muy bien, pero ¿qué hay de vuestros alardes de convertir ríos en océanos y ratones en elefantes? ¿No habéis dicho que venís de la tierra de los sueños? —gritó el mandarín—. Los trucos que habéis hecho están manidos y gastados. ¿No tenéis nada nuevo con lo que obsequiar a mis invitados en esta festividad?

    —Por supuesto, su Excelencia, pero ningún trabajador haría más de lo que le exige su patrono. ¿No iría eso contra las enseñanzas de nuestros padres? Te aseguro que podemos hacer cualquier cosa que pidas. Solo tienes que decirlo.

    El mandarín se rio de sus fanfarronadas.

    —¡Cuidado, hombre! No lleves tus promesas demasiado lejos. A mi alrededor hay muchos impostores y ya no creo las palabras de los desconocidos. ¡Escucha! No mientas, porque si mientes en presencia de mis invitados, no dudaré en pedir que te azoten.

    —Mis palabras son ciertas, su Excelencia —repitió Chang con seriedad—. ¿Qué ganaríamos con el engaño, nosotros que hemos realizado nuestros milagros ante los innumerables moradores del Reino Celestial?

    —¡Ja! ¡Menudos fanfarrones! —exclamaron los invitados—. ¿Qué podríamos ordenarles que hicieran?

    Se reunieron un instante para decidirlo, entre susurros y risas.

    —¡Lo tengo! —exclamó el anfitrión al final—. En el banquete no había fruta, ya que no es la temporada. Supongo que podríamos pedirles que nos la proporcionaran. Oíd, amigos: traednos un melocotón, y que sea rápido. No tenemos tiempo para tonterías.

    —¿Qué? ¿Un melocotón? —preguntó el anciano Chang, fingiéndose consternado—. Seguramente no esperarás que consigamos un melocotón en esta época del año.

    —Habéis quedado atrapados en vuestras propias mentiras —se rieron los invitados, y la gente empezó a ulular burlonamente.

    —Pero, padre, prometiste hacer cualquier cosa que pidieran —le dijo el hijo—. Si quiere un melocotón, ¿cómo vas a negarte y al mismo tiempo mantener tu palabra?

    —Seguramente tienes razón. Muy bien, señores —dijo, dirigiéndose a la multitud—, si es un melocotón lo que queréis, vaya, un melocotón tendréis, aunque tenga que traerlo del huerto del Reino Celestial.

    Todos quedaron en silencio; los invitados del mandarín dejaron de reír. El viejo, todavía murmurando, abrió la caja de la que había estado sacando los cuencos mágicos, los platillos y el resto de artículos.

    —¡Mira que querer melocotones en esta época! ¿A dónde vamos a ir a parar?

    Después de rebuscar unos instantes en la caja, sacó una madeja de hilo dorado, delicadamente hilada y tan ligera como una telaraña. Tan pronto como desenrolló un trozo de este hilo, una repentina ráfaga de aire se levantó sobre las cabezas de los espectadores. Cuanto más rápido tiraba el anciano del hilo mágico, más alto se elevaba el extremo suelto hacia el suelo, hasta que ningún presente pudo verlo por mucho que forzara los ojos.

    —¡Maravilloso, maravilloso! —exclamaron todos al unísono—. ¡El anciano es un mago!

    Por un momento se olvidaron del mandarín, de los faranduleros y del melocotón y contemplaron asombrados el vuelo del hilo mágico.

    El anciano pareció quedar satisfecho con la distancia a la que estaba su hilo y, tras hacer una reverencia a los espectadores, ató el otro extremo a una enorme columna de madera que ayudaba a sostener el techo del pabellón. Por un momento, la estructura tembló y osciló como si también fuera a elevarse en dirección al cielo azul; los invitados palidecieron y se agarraron a sus sillas, pero ni siquiera entonces se atrevió a hablar el mandarín, porque estaba seguro de que estaban en presencia de magos.

    —Todo está listo para el viaje —dijo tranquilamente el viejo Chang.

    —¿Cómo? ¿Vas a marcharte? —le preguntó el alcalde tras encontrar de nuevo su voz.

    —¿Yo? Oh, no, mis viejos huesos no son lo suficientemente fuertes para una subida rápida. Mi hijo nos traerá el melocotón mágico. Es joven y lo suficientemente atractivo para entrar en el huerto celestial. «Hermoso, hermoso es el melocotonero…». ¿Recuerdas los versos del poema? «Y un hermoso hombre será quien arranque su fruto».

    Al mandarín le sorprendió aún más que el ilusionista conociera el célebre poema clásico. Esto hizo que sus amigos y él estuvieran mucho más seguros de que los recién llegados eran, efectivamente, seres mágicos.

    El joven, a una señal de su padre, se tensó el cinturón y las bandas de los tobillos y, tras un elegante gesto hacia la asombrada multitud, saltó sobre el hilo mágico, se balanceó un instante en la pronunciada inclinación y después subió con la misma agilidad que un marinero por una escala de cuerda. Trepó cada vez más alto, hasta que no parecía mayor que una alondra ascendiendo al cielo azul y, después, que una diminuta mota, muy, muy lejos, en el horizonte del oeste.

    La gente miraba asombrada y con la boca abierta. Estaban perplejos y también atemorizados; apenas se atrevían a mirar al mago que estaba tranquilamente ante ellos, fumando su pipa de larga caña.

    El mandarín, avergonzado por haberse reído y amenazado a aquel hombre que era sin duda un ser mágico, no sabía qué decir. Chasqueó sus largas uñas y miró a sus invitados con mudo asombro. Los invitados bebían su té en silencio y la multitud de espectadores estiraba el cuello en un esfuerzo vano por ver al mago desaparecido. Solo uno en toda aquella reunión, un pequeño niño de ocho años con los ojos brillantes, se atrevió a romper el silencio y provocó una sincera explosión de júbilo al exclamar:

    —Oh, papá, ¿por qué el joven mago ha volado hacia el cielo dejando a su pobre padre solo?

    El anciano se rio a carcajadas, como todos los demás, y lanzó una moneda al niño.

    —Ah, qué buen chico —dijo, sonriendo—. Ha sido bien educado para querer a su padre; no hay que temer que las costumbres ajenas estropeen su amor filial.

    Después de algunos minutos de espera, el viejo Chang dejó su pipa a un lado y fijó los ojos de nuevo en el Cielo del Oeste.

    —Ya viene —dijo tranquilamente—. El melocotón pronto estará aquí.

    De repente, levantó la mano como si fuera a atrapar un objeto al vuelo pero, por mucho que miraba, la gente no veía nada. ¡Ssssshh! ¡Pam! Cayó como un rayo y, ¡sorpresa!, entre los dedos del mago había un melocotón, el más hermoso que la gente había visto nunca, grande y rosado.

    —Recién salido del huerto de los dioses —anunció Chang, ofreciendo la fruta al mandarín—. Un melocotón en la segunda luna, cuando la nieve apenas se ha fundido.

Trepó cada vez más alto.

    

    Temblando de nerviosismo, el alcalde cogió el melocotón y lo partió. Era suficientemente grande para que todos sus invitados lo probaran, ¡y qué sabor tenía! Se lamieron los labios deseando más, pensando que nunca volverían a disfrutar de la fruta normal.

    Pero todo aquel tiempo el viejo volatinero, mago, ser mágico o como decidáis llamarlo, estaba mirando el cielo con nerviosismo. Aquel truco le había costado más de lo que había estado dispuesto a pagar. Era cierto: había sido capaz de traer el melocotón mágico que el mandarín le había pedido, pero ¿y su hijo? ¿Dónde estaba su hijo? Entornó los ojos y miró el cielo azul. Todo el mundo hizo lo mismo, pero nadie conseguía ver al joven.

    —Oh, mi hijo, mi hijo... —se lamentó el anciano, desesperado—. ¡Qué cruel es el destino que me ha despojado de ti, el único apoyo de mis últimos años! Oh, hijo mío, ¿por qué he tenido que enviarte a un viaje tan peligroso? ¿Quién cuidará de mi tumba cuando muera?

    De repente, el hilo de seda por el que el joven había subido al cielo dio un tirón que casi arrancó el poste al que estaba atado y cayó de las alturas formando un montón en el suelo.

    El anciano gritó y se cubrió el rostro con las manos.

    —¡Ay de mí! Lo que ha pasado está muy claro —sollozó—. Han descubierto a mi hijo después de arrancar el melocotón mágico del huerto de los dioses y lo han encarcelado. ¡Qué desgraciado soy! ¡Qué desgraciado!

    El mandarín y sus amigos se sintieron profundamente conmovidos por el dolor del anciano e intentaron en vano consolarlo.

    —Quizá regrese —le dijeron—. ¡No desesperes!

    —Sí, pero ¿en qué forma? —contestó el mago—. ¡Mirad! Están devolviéndolo a su padre.

    Todos miraron y vieron agitándose y retorciéndose en el aire un brazo del joven. Cayó en la tierra ante ellos, frente a los pies del mago. A continuación llegó la cabeza, una pierna, el tronco. Una a una, ante la estremecida multitud que lo observaba sin aliento, fueron devueltas a su padre todas las partes del desdichado joven.

    Después del primer ataque de crudo dolor, el anciano recuperó con gran esfuerzo el control de sus sentimientos y empezó a reunir las extremidades y a meterlas con gran cuidado en la caja de madera.

    Para entonces ya eran muchos los espectadores que estaban llorando al ver la aflicción del padre.

    —Venga —dijo el mandarín al final, profundamente conmovido—, entreguemos a este hombre dinero suficiente para que pueda enterrar a su chico decentemente.

    Todos los presentes se mostraron de acuerdo, porque no hay visión en China que dé más lástima que la de un envejecido padre al que la muerte le ha robado su único hijo. Una lluvia de monedas cayó a los pies del funambulista, por cuyo rostro caían lágrimas de gratitud y de tristeza. Tras reunir el dinero y guardarlo en un gran trozo de tela negra, su rostro sufrió un cambio sorprendente. De repente parecía haber olvidado su dolor. Se acercó a la caja y levantó la tapa. La gente lo oyó decir:

    —Sal, hijo; la multitud espera que le des las gracias. ¡Date prisa! Han sido muy generosos con nosotros.

    Un instante después, abrió la caja de golpe y el joven apareció ante el mandarín, sus amigos y el resto de espectadores, fuerte y entero una vez más. Dio un paso adelante e hizo una reverencia, uniendo las manos en el saludo oficial.

    Por un momento, todos quedaron en silencio. Después, cuando empezaron a entender lo ocurrido, se acercaron a ellos en un tumulto de gritos, risas y alabanzas.

    —¡No hay duda de que unos seres mágicos nos han visitado! —gritaban—. ¡La ciudad ha sido bendecida con la buena suerte! ¡Quizá es el propio Oerlang quien está entre nosotros!

    El mandarín se dirigió a los comediantes y les dio las gracias en nombre de la ciudad por su visita y por el melocotón del huerto celestial que habían dado a probar a sus invitados.

    Mientras hablaba, la caja mágica se abrió de nuevo; los dos magos se metieron dentro, la tapa se cerró y el baúl se elevó sobre las cabezas de la gente. Flotó en un círculo un momento, como una paloma migrante intentando encontrar el rumbo antes de comenzar el viaje de regreso. Después tomó velocidad repentinamente, salió disparado hacia el cielo y desapareció de la vista de todos. Como prueba de la visita de los extraños forasteros no quedó nada más que el hueso del melocotón mágico que estaba junto a las tazas de té en la mesa del mandarín.

    Según los relatos más antiguos, no hay nada más que contar de esta historia. Sin embargo, eruditos posteriores han declarado que el alcalde y sus amigos, que habían comido del melocotón mágico, sintieron de inmediato un cambio en sus vidas. Antes de la llegada de los magos habían vivido deshonrosamente, habían aceptado sobornos y tomado parte en muchas prácticas vergonzosas, pero después de probar la fruta celestial empezaron a comportarse mejor. La gente empezó a respetarlos, diciendo:

    —Estos hombres no son como los demás, porque son justos y honestos, y se portan bien con nosotros. ¡No nos gobiernan egoístamente!

    Además, sabemos que pocos años después la ciudad se convirtió en la región de China con mayor producción de melocotón. Cuando los forasteros entraban en los huertos y miraban con admiración los hermosos frutos de dulce aroma, los lugareños les preguntaban con orgullo:

    —¿Nunca habéis oído hablar del melocotón mágico que dio origen a estos huertos, el melocotón milagroso que los magos nos trajeron del Reino Celestial?


No hay comentarios:

Publicar un comentario