viernes, 1 de marzo de 2019

El barco fantasma

Un barco cargado de turistas navegaba del norte de China a Shanghái. Los fuertes vientos y las tormentas lo habían retrasado, y aún estaba a una semana del puerto cuando una grave enfermedad empezó a extenderse a bordo. Esta enfermedad era del peor tipo. Atacó a pasajeros y marineros por igual hasta que quedaron tan pocos para gobernar el navío que parecía que pronto quedaría a merced del viento y de las olas.

    Había muertos por todas partes y los alaridos de los moribundos eran terribles. Del numeroso grupo de viajeros solo quedaba uno vivo, un niño llamado Ying-lo. Al final, los pocos marineros que quedaban, los que habían intentado salvar el barco, se vieron obligados a tumbarse sobre cubierta presos de la terrible enfermedad. Pronto ellos también murieron.

    Ying-lo estaba solo en el mar. Por alguna razón (él no sabía por qué) los dioses o los espíritus del mar le habían perdonado la vida, pero al mirar a los amigos y seres queridos que habían muerto, casi hubiera preferido morir con ellos.

    Las velas se agitaban como unas grandes alas rotas mientras las olas gigantes golpeaban la cubierta, arrastrando muchos de los cadáveres por la borda y calando al pequeño hasta los huesos. Temblando de frío, se dio por perdido y rezó a los dioses, de quienes su madre le había hablado a menudo, para que lo sacaran de aquel horrible barco y le permitieran escapar de la mortal enfermedad.

    Mientras así rezaba, escuchó un ligero sonido en la jarcia sobre su cabeza. Levantó la mirada y vio una bola de fuego corriendo por una verga cerca del final del mástil. La visión era tan extraña que olvidó su oración para mirarla, asombrado. Para su sorpresa, la bola se hizo cada vez más brillante y empezó a deslizarse por el mástil, incrementando de tamaño a medida que bajaba. El pobre chico no sabía qué hacer ni qué pensar. ¿Habían enviado los dioses fuego para quemar el barco en respuesta a su oración? Si era así, pronto acabaría todo. Cualquier cosa sería mejor que estar solo en el mar.

    La bola de fuego se acercaba cada vez más. Al final, cuando llegó a la cubierta, ocurrió algo muy, muy extraño: la luz desapareció y un extraño hombrecillo apareció ante Ying-lo. Se quedó mirando fijamente el rostro asustado del niño.

    —Sí, tú eres el muchacho al que estoy buscando —le dijo finalmente con una voz sibilante que casi hizo que Ying-lo sonriera—. Tú eres Ying-lo, el único que queda de este desgraciado grupo —añadió, señalando los cadáveres que había sobre cubierta.

    Aunque sabía que el anciano no pretendía hacerle daño, el niño no dijo nada. Esperó en silencio, preguntándose qué ocurriría a continuación.

    De pronto el navío empezó a agitarse tan violentamente que parecía que en cualquier momento zozobraría y acabaría bajo las espumosas olas. A la derecha, a pocos kilómetros de distancia, algunas rocas afiladas sobresalían del agua, elevando sus crueles cabezas como si esperaran al indefenso barco.

    El recién llegado caminó lentamente hacia el mástil y lo golpeó tres veces con una vara de hierro que había estado usando como bastón. Las velas se hincharon de inmediato, el barco se enderezó y comenzó a deslizarse sobre el mar tan rápido que las gaviotas quedaron pronto muy atrás, mientras que las amenazantes rocas de las que el navío había estado tan cerca eran como motas a lo lejos.

    —¿Te acuerdas de mí? —preguntó el extraño girándose hacia Ying-lo de repente, pero su voz se perdió en el silbido del viento y el chico solo se dio cuenta de que el hombre estaba hablando por el movimiento de sus labios. El anciano se inclinó para acercar la boca a la oreja de Ying-lo—. ¿No me habías visto antes?

    Al principio el niño negó con la cabeza, desconcertado. Después, al mirarlo con mayor atención, pareció reconocer algo en el arrugado rostro del desconocido.

    —Sí, eso creo, pero no sé cuándo.

    El hombre detuvo el soplido del viento con un golpe de su vara y habló de nuevo a su pequeño compañero:

    —Hace un año pasé por tu aldea. Iba vestido con harapos, mendigando, intentando encontrar a alguien que se apiadara de mí. Pero ¡ay de mí!, nadie respondió a mi petición de compasión. No me echaron ni un trozo de corteza de pan al cuenco. Todos parecían sordos, y los feroces perros me seguían de puerta en puerta. Al final, casi muerto de hambre, empecé a pensar que en aquella aldea no había ni una sola buena persona. Justo entonces me encontré contigo, viste mi sufrimiento, corriste a tu casa y me trajiste comida. Tu despiadada madre te vio hacerlo y te golpeó con crueldad. ¿Lo recuerdas ahora, niño?

    —Sí, lo recuerdo —respondió con tristeza—. Mi madre está ahora muerta. ¡Qué pena! Todos, todos han muerto; mi padre, y también mis hermanos. No queda vivo nadie de mi familia.

    —No te imaginabas, chico, a quién diste comida aquel día. Creíste que era un mendigo, pero ¡atiende!, no alimentaste a un pobre, porque yo soy Li, el del Bastón de Hierro. Habrás oído hablar de mí cuando narran las aventuras en la tierra de los espíritus del Reino Celestial.

    —Sí, sí —respondió Ying-lo, estremeciéndose de miedo y alegría—, de hecho he oído hablar de ti muchas, muchas veces, y entre todos te prefiero a ti por tus bondadosos actos de piedad.

    —Pero los demás no me mostraron su amor, pequeño. Seguramente sabes que, si alguien desea compensar los actos piadosos de los dioses, debe empezar realizando él mismo actos de ese tipo. En toda tu aldea, nadie excepto tú se apiadó de mí cuando iba envuelto en harapos. Si hubieran sabido que era Bastón de Hierro, todo habría sido diferente; me habrían agasajado con un festín y me habrían suplicado protección.

    »El modo correcto de amar / es hacerlo sin discriminar. / El mendigo harapiento / comparte tu mismo aliento.

    »¿Qué define al hombre? / ¿Su ropa, su renombre? / Bajo la piel arrugada por la edad / podría esconderse una deidad.

    »Trata pues con bondad y amor / tanto al siervo como al señor. / Una sonrisa amable, un gesto amistoso... / El amor siempre es hermoso.

    Ying-lo escuchó con asombro los breves versos de Bastón de Hierro y, cuando terminó, en el rostro del chico resplandecía el amor del que el dios había hablado.

    —¡Mis pobres padres! —exclamó—. Ellos no entendían las cosas hermosas de las que me has hablado. Crecieron en la pobreza. Fueron maltratados en su infancia, así que ellos aprendieron a golpear a los que les suplicaban ayuda. No es de extrañar que en sus corazones no hubiera compasión cuando te vieron con ropas de mendigo.

    —¿Y qué me dices de ti, muchacho? Tú no hiciste oídos sordos cuando me dirigí a ti. ¿Es que tú no has sido azotado y castigado toda tu vida? ¿Cómo aprendiste entonces a mirar con amor a aquellos que sufren necesidad?

    El niño no podía contestar a aquellas preguntas. Miró a Bastón de Hierro con tristeza.

    —Oh, ¿no podrías devolver la vida a mis padres y hermanos? Dales otra oportunidad para que sean personas buenas y útiles.

    —Escucha, Ying-lo: eso es imposible a menos que hagas dos cosas —le contestó, acariciándose la barba con seriedad y apoyado sobre su bastón.

    —¿Qué? ¿Qué debo hacer para salvar a mi familia? Haré cualquier cosa que me pidas; nada será demasiado para compensar tu bondad.

    —Primero debes contarme alguna buena obra que hayan realizado las personas por cuya vida estás suplicando. Cuéntame solo una y será suficiente; va contra nuestras reglas ayudar a aquellos que nunca han hecho nada por los demás.

    Ying-lo se quedó en silencio y por un momento su rostro se nubló.

    —¡Ya lo sé! —dijo al final con alegría—. Una vez quemaron incienso en el templo. Ese fue sin duda un acto de virtud.

    —Pero ¿cuándo fue eso, pequeño?

    —Cuando mi hermano mayor enfermó fueron a rezar para que se recuperara. El jugo de nabo hervido y el resto de medicinas de los médicos no conseguían sanarlo, así que mis padres se lo pidieron a los dioses.

    —¡Qué egoístas! —murmuró Bastón de Hierro—. Si su hijo mayor no hubiera estado muriéndose, no habrían gastado ningún dinero en el templo. Intentaron comprar su salud de ese modo porque esperaban que los cuidara en su vejez.

    Ying-lo parecía abatido.

    —Tienes razón —contestó.

    —¿No se te ocurre nada más?

    —Sí, oh, sí. El año pasado un forastero se desmayó delante de nuestra casa. Entonces lo acogieron y lo cuidaron.

    —¿Durante cuánto tiempo? —le preguntó con brusquedad.

    —Hasta que murió a la semana siguiente.

    —¿Y qué hicieron con la mula que cabalgaba, con su camastro y con el dinero de su bolsa? ¿Intentaron devolvérselo a su familia?

    —No, dijeron que se lo quedarían como pago por las molestias —contestó Ying-lo, poniéndose colorado.

    —¡Inténtalo de nuevo, querido muchacho! ¿No llevaron a cabo ni un solo pequeño acto de bondad que no fuera egoísta? Piensa bien.

    Ying-lo no contestó durante un largo rato. Al final, habló en voz baja:

    —Se me ocurre uno, pero me temo que no será suficiente.

    —Ningún bien, hijo, es demasiado poco cuando los dioses juzgan el corazón de un hombre.

    —La primavera pasada, los pájaros estaban comiendo en el huerto de mi padre. Mi madre quería comprar veneno en la tienda para liquidarlos, pero mi padre dijo que no, que las criaturas pequeñas tenían derecho a vivir y que él no estaba a favor de matarlas.

    —Por fin, Ying-lo, has nombrado un verdadero acto de misericordia. Como él perdonó la vida de los pequeños pajaritos, yo perdonaré su vida, la de tu madre y la de tus hermanos.

    »Pero, recuerda: hay otra cosa que depende de ti.

    Los ojos de Ying-lo brillaban llenos de gratitud.

    —Si depende de mí, tienes mi promesa de que lo haré. Ningún sacrificio será demasiado si con ello salvo a mis seres queridos, aunque fuera mi vida la que se pidiera como pago.

    —Muy bien, Ying-lo. Lo que te pido es que sigas mis instrucciones al pie de la letra. Ahora es el momento de cumplir la promesa que me has hecho.

    Dicho eso, Bastón de Hierro pidió a Ying-lo que le señalara a los miembros de su familia y, acercándose a ellos uno a uno, rozó sus frentes con el extremo de su vara de hierro. Inmediatamente se levantaron sin decir palabra. Miraron a su alrededor, reconocieron a Ying-lo y retrocedieron asustados al verlo acompañado de un ser mágico. Cuando el último se hubo puesto en pie, Bastón de Hierro les pidió que escucharan. Estaban demasiado aterrados para hablar porque veían por todas partes las señales de la enfermedad que había arrasado el barco y recordaban la aterradora agonía que habían sufrido al morir. Todos sabían que los habían devuelto a la vida a través de algún poder mágico.

    —Amigos míos —comenzó el dios—, hace menos de un año, cuando me echasteis de vuestra puerta, no pensasteis que vosotros mismos podríais necesitar misericordia. Hoy habéis visto parte de la horrible tierra de Yama. Habéis visto el terror de sus torturas, habéis oído los gritos de sus esclavos y, en una noche más, os habrían llevado ante su presencia para ser juzgados. ¿Qué poder es el que os ha salvado de sus garras? ¿Si miráis atrás, si repasáis vuestras malvadas vidas, se os ocurre alguna razón por la que merezcáis este rescate? No, no hay ningún resquicio de bondad en vuestros negros corazones. Bueno, yo os lo diré: ha sido este pequeño, Ying-lo, quien muchas veces ha sentido el peso de vuestras malvadas manos y se ha escondido, aterrado, a vuestra llegada. Solo a él le debéis mi ayuda.

    Padre, madre y hermanos se miraron por turnos, primero al dios y después al tímido niño que bajó la mirada ante sus expresiones de gratitud.

    —En recompensa por su bondad, se había reservado en el Reino Celestial un lugar para este niño al que siempre habéis menospreciado. A decir verdad, yo había venido para acompañarlo a esa tierra mágica. Sin embargo, él desea sacrificarse por vosotros y con gran tristeza accederé a sus deseos. Su sacrificio será la renuncia a su lugar entre los dioses para seguir viviendo aquí, en esta tierra, con vosotros. Intentará que haya cambios en la familia. Si en algún momento lo tratáis mal y no atendéis sus deseos… Escuchad bien mis palabras: gracias al poder del bastón mágico que llevo en las manos, entrará de inmediato en la tierra de los dioses y os dejará morir por vuestra maldad. Esto es lo que le ordeno que haga, y me ha prometido obedecer mis deseos.

    »La enfermedad os atrapó de repente y terminó con vuestras mezquinas vidas. Ying-lo os ha liberado de sus garras y su poder podría alejaros de vuestra antigua vida de pecado. Nadie más que él puede llevar el bastón que voy a dejarle. Si alguno de vosotros lo toca, caerá muerto de inmediato.

    »Y ahora, pequeño, ha llegado el momento de mi marcha. Pero antes debo mostrarte lo que puedes hacer. A tu alrededor están los cadáveres de los marineros y pasajeros. Golpea el mástil tres veces y desea que vuelvan a la vida.

    Dicho esto, entregó a Ying-lo el bastón de hierro.

    Aunque el bastón era pesado, el niño lo levantó como si fuera una varita mágica. Se acercó al mástil y lo golpeó tres veces, tal como le había ordenado. De inmediato los cadáveres se levantaron, llenos de vida y fuerza.

    —Ahora ordena que el barco os lleve de vuelta al puerto de origen, porque estas pecaminosas criaturas de ningún modo son merecedoras de hacer un viaje al extranjero. Primero deben volver y limpiar el pecado de sus hogares.

    El niño golpeó el mástil una vez más y deseó que el gran barco regresara a casa. Tan pronto como movió el bastón, el navío giró como un pájaro en el cielo y comenzó el viaje de regreso. El barco navegaba tan rápido como el rayo, porque se había convertido en un barco mágico. Antes de que los marineros y los viajeros se recuperaran de su sorpresa, avistaron tierra y descubrieron que, de hecho, estaban entrando en el puerto.

    Mientras el barco navegaba hacia la costa, el dios se despidió de Ying-lo y se convirtió en una bola de fuego que rodó por cubierta y subió el mástil. Cuando llegó a la parte superior de las jarcias, flotó hacia el cielo azul y todos los de a bordo, mudos por la sorpresa, la observaron hasta que desapareció.

    Con un suspiro agradecido, Ying-lo abrazó a sus padres y bajó con ellos a tierra.

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