Antiguamente ya sabréis que no había insecticidas y, por tanto, las casas, las ropas y aun los cabellos de la gente, estaban llenos de insectos. Había que andar con mucho cuidado, limpia que te limpia, y a pesar de ello siempre se pescaba algún inquilino de los que no pagan renta.
Eso le pasó a una reina que andaba peinando a su hija una mañana y la cogió un piojo. La niña era muy caprichosa y se le ocurrió que, en lugar de matar el piojo, tenían que guardarlo para ver cuánto crecía.
Dicho y hecho: lo guardaron en una habitación y allí fue creciendo, hasta que se convirtió como un cochinillo de tres meses. Pero como la vida de los piojos es corta, en seguida envejeció y murió.
La hija de la reina tuvo gran pena cuando murió su piojo, y con objeto de tener un recuerdo de él, mandaron que le quitaran la piel e hicieron un tambor.
Y cuando se le antojaba, tocaba el tambor y dicen que le recordaba el piojo.
Un día estaba dale que te dale, ¡porrón, pompón!, al tambor y le dijo a la reina:
—¿Quién será capaz de adivinar que este tambor está hecho con la piel de un piojo?
—Estoy segura de que nadie lo adivinaría —respondió su madre.
Estaban con esos comentarios cuando llegó el rey, el cual, como la hija, era muy caprichoso, y al mismo tiempo muy avaro.
Y se le ocurrió que con aquel tambor podría ganar mucho dinero. Y mandó a los heraldos que anunciasen por su reino que en el palacio del rey había un tambor que, a quien adivinase de qué piel estaba hecho, ganaría un gran premio.
Claro que, si no acertaban, tenían que pagar al rey una cantidad.
Mucha gente, pensando que sería fácil adivinar la clase de animal cuya piel se había usado en la confección del tambor, iban al palacio.
Tocaban y retocaban el tambor, lo acercaban a sus ojos y, al fin, decían:
—Este tambor está hecho con la piel de un cerdo.
—¡No! ¡A pagar!
—Pues yo creo que es la piel de un zorro viejo.
—Tampoco. ¡A pagar!
—A mí parece que piel de gato —decía otro.
—No, piel de gallina —decía el de más allá.
Piel de cabrito, piel de lobo, piel de vaca, piel de toro, piel de perro… Nadie acertaba, y el rey iba reuniendo una inmensa cantidad de dinero.
En un pueblo, al otro extremo del reino, vivía un joven que decidió marcharse de casa para buscar fortuna. Y despidiéndose de sus padres echó a andar camino adelante, hasta que al cabo de unas horas, tropezó con un hombre tumbado en el suelo, con el oído aplicado a la tierra.
—¿Te pasa algo? ¿Qué haces así?
—Nada, estoy oyendo cómo crece la hierba.
—Buen oído tienes. Me convienes. ¿Querrías venir conmigo como criado? Voy a buscar fortuna.
—Bueno, pero me darás una parte.
—Claro.
Y ya juntos, siguieron el camino hasta que este entró en un bosque. En él estaba otro hombre ocupado en arrancar árboles con una mano. Los cogía del tronco y, de un tirón, los arrancaba con raíz y todo, a pesar de que eran árboles grandes y fuertes.
—¿Qué haces? —le preguntó el joven.
—Quiero reunir una carga de doce docenas de árboles para llevarlos al pueblo del rey y venderlos.
—¿Y los podrás llevar encima de tus espaldas?
—Naturalmente.
—Entonces, me convienes. ¿Quieres venir conmigo? Voy a hacer fortuna.
—Bueno, a condición de que tenga parte en ella.
—Para todos habrá.
Iban los tres por el camino cuando llegaron a la orilla dé un río. Allí estaba un hombre de rodillas lavándose la cara.
—¿Qué haces en esta soledad? —le preguntó el joven.
—Estoy aseándome; quiero ir al pueblo para la hora de comer.
—¡Para la hora de comer! ¡Es imposible! Hay muchas horas de camino.
—Yo soy muy rápido corriendo. Con mis largas piernas llegaré en un cuarto de hora.
—Me convienes. ¿Quiéres venir conmigo de criado? Voy a hacer fortuna.
—Está bien, pero algo ya ganaré.
—Lo mismo que los otros.
Y los cuatro fueron andando hasta llegar al pueblo, donde no había otra conversación que la del tambor del rey, que nadie podía acertar de qué piel estaba hecho.
El joven decidió que aquel era buen asunto para hacer fortuna y fueron a hospedarse a una fonda próxima al palacio del rey.
Allí hizo situarse en la ventana al criado de oído fino, con orden de escuchar cuantas conversaciones tuvieran lugar en el palacio del rey.
A la caída de la noche, por una ventana abierta, se oyó esta conversación:
—¡Qué dineral hemos recogido con este tambor!
—¡Y lo que recogeremos todavía, pues no es posible que nadie acierte que este tambor está hecho con piel de piojo!
El criado contó esta conversación a su amo, quien se dijo: «¡Esta es la mía!»
Al día siguiente, se puso en la cola que había en la puerta del palacio para adivinar de qué piel estaba hecho el tambor.
Uno a uno fueron entrando todos los que estaban delante de él, y salieron sin lograr dar con la respuesta exacta.
Cuando le tocó el tumo a él, se adelantó:
—Vamos a ver —le dijo el rey con voz gruesa—. Si aciertas la piel del animal de que está hecho este tambor, te daré todo el dinero que quieras…
—Bueno, me parece muy bien. Yo digo que este tambor está hecho con la piel de un piojo.
Al oír eso, al rey, a la reina y a su hija, se les abrió unos ojos inmensamente grandes, y de su boca se escapó un suspiro de desengaño.
—¡Ha acertado!
—¡Ha acertado! —repitieron los criados.
—¡Ha acertado! —gritaban los niños, alborozados, por las calles.
—¡Han acertado que la piel del tambor era de un piojo! —se corrió rápidamente por el reino.
—Bueno —dijo el rey despechado—. Tú dirás cuánto dinero quieres…
—Yo quiero…
—Un momento —le dijo el rey—. Tú puedes pedir todo el dinero que quieras, pero solo te llevarás lo que un hombre puede cargar en sus espaldas.
—Está bien. A ver, ¡que venga el criado!
Y bajaron todos a la cámara del tesoro donde el rey tenía apiladas sus montañas de monedas de oro.
El criado del joven que había acertado, se presentó con una inmensa bolsa hecha con la piel de cien bueyes.
—Que vayan echando oro ahí dentro —dijo.
Los criados del rey, primero a puñados y luego con pala, fueron vaciando todo el tesoro dentro de la bolsa, hasta que no quedó nada en la cámara del tesoro.
—Veremos si lo puede levantar —decía el rey con ira.
Pero el criado, como si fuera una pluma, se echó a las espaldas la bolsa cargada hasta arriba de oro y salió del palacio con ella.
Y el rey se quedó con un palmo de narices, rechinando los dientes de rabia.
A la noche, en la posada, el muchacho que andaba muy rápido, dijo que quería quedarse en el pueblo del rey.
—Bueno —le dijo el joven—. Ten tu parte.
Y a la mañana siguiente, muy tempranito, se marcharon el joven, el forzudo con la carga de oro y el de oído fino.
A media mañana empezó el rey a arrepentirse de haber dado todo su dinero, y decidió quitárselo al ganador. Para ello organizó un escuadrón de caballería y salió al frente de sus soldados.
El criado que se había quedado en el pueblo, al oírlos pasar, preguntó a ver qué era aquello:
—Van a detener, por ladrón, al joven que ayer ganó el tesoro del rey y a quitárselo.
En cuanto oyó esto, echó a correr y, en un dos por tres, alcanzó a los soldados, los pasó y pronto llegó a donde iban el joven y el forzudo con el oro. Cuando llegó, el de oído fino se levantó y dijo:
—Hace rato que oigo galopar de caballos. ¿Los has visto por el camino?
—Sí. Son los soldados del rey que vienen para colgaros por ladrones.
—Bueno. Hay que hacer algo —dijo el joven.
—Yo me encargo de eso —dijo el forzudo.
Se pusieron todos al otro lado de un río y, cuando llegaron los soldados del rey y estaban en medio del puente, el forzudo lo cogió de un extremo y, levantándolo, lo arrojó al agua. Allá se fueron, soldados, caballos y rey, todos río abajo, Dios sabe hasta dónde.
Y el joven, con sus criados, se marcharon tranquilamente a otro reino, para disfrutar en paz del oro ganado.
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