viernes, 1 de marzo de 2019

El hijo de siete reinas

Hace mucho tiempo vivió un rey que tenía siete reinas, pero ningún hijo. Esto le causaba un gran pesar, sobre todo cuando recordaba que tras su muerte no habría nadie que heredara el reino.

    Resultó que un pobre y viejo faquir se presentó un día ante el rey y le dijo:

    —Tus oraciones han sido oídas y tu deseo se verá cumplido: una de tus siete reinas engendrará un hijo.

    El rey se alegró mucho ante esta promesa y ordenó que a lo ancho y largo de su reino se prepararan las celebraciones adecuadas para el nacimiento.

    Mientras, las siete reinas vivían lujosamente en un maravilloso palacio, asistidas por cientos de sirvientas y alimentadas hasta la saciedad con manjares y pastelillos.

    El rey era muy aficionado a la caza y un día, antes de partir, las siete reinas le enviaron un mensaje que decía: «Señor, por favor, no vayas hoy a cazar al norte, porque hemos tenido pesadillas y tememos que te ocurra algo malo».

    El rey, para calmar su ansiedad, les prometió acatar sus deseos y partió hacia el sur, pero la mala suerte lo acompañó y, aunque se concentró en la cacería, no encontró presa alguna. No tuvo más éxito al este o al oeste, de modo que, como era un entusiasta de la caza y estaba decidido a no volver a casa con las manos vacías, olvidó su promesa y se dirigió al norte. Allí tampoco tuvo suerte al principio pero, justo cuando había decidido rendirse, una cierva blanca con astas de oro y pezuñas plateadas pasó corriendo a su lado y se perdió en la maleza. Tan rápidamente pasó que apenas la vio; sin embargo, un ardiente deseo de atrapar y poseer a aquella hermosa y extraña criatura llenó su corazón. De inmediato ordenó a sus hombres que formaran un círculo alrededor de los matorrales, para rodear a la cierva, y después estrecharon el anillo gradualmente, avanzando hasta que pudieron ver a la cierva blanca jadeando en el centro. Justo cuando iban a atrapar a la hermosa y misteriosa criatura, esta dio un poderoso brinco y saltó sobre la cabeza del rey para huir hacia las montañas. Olvidando todo lo demás el, rey espoleó su caballo y la siguió a toda velocidad. Galopó dejando a su séquito muy atrás y no aminoró la velocidad hasta que llegó a un estrecho desfiladero sin salida, donde detuvo su caballo. Ante él había una miserable choza en la que entró, cansado tras su larga e infructuosa persecución, para pedir un poco de agua. Una anciana, sentada ante una rueca, respondió a su petición llamando a su hija. Una doncella salió de inmediato de una habitación, tan adorable y encantadora, con la piel blanca y el cabello dorado, que el rey se quedó paralizado por el asombro de ver algo tan hermoso en una choza tan desvencijada.

La muchacha acercó un cuenco de agua a los labios del rey, que mientras bebía la miró a los ojos y descubrió que la muchacha no era otra que la cierva blanca con los cuernos dorados y las pezuñas plateadas que había perseguido hasta allí.

    Hechizado por su belleza, cayó de rodillas y le suplicó que regresara con él y se convirtiera en su esposa, pero la joven se rio y le dijo que siete reinas eran suficientes incluso para un rey. Sin embargo, él no aceptó su negativa y le suplicó que se apiadara de él, prometiéndole todo lo que pudiera desear.

    —Dame los ojos de tus siete reinas y quizá entonces crea que tus palabras son sinceras —contestó la joven.

    El rey estaba tan fascinado por la sobrenatural belleza y elegancia de la cierva blanca que volvió a casa de inmediato, hizo que sacaran los ojos de sus siete reinas y, después de arrojar a las pobres criaturas ciegas a un asqueroso calabozo de donde no pudieran escapar, partió una vez más hacia la choza del desfiladero llevando consigo su terrible ofrenda. Pero la cierva blanca se rio cruelmente cuando vio los catorce ojos y, tras atravesarlos con una aguja, los colgó como un collar en el cuello de su madre.

    —Ponte esto, madrecita, como recuerdo. Voy a marcharme al palacio del rey.

    El hechizado monarca le entregó las joyas y vestidos de las siete reinas y también el palacio donde estas vivían, y sus sirvientas. La joven tenía todo lo que podía desear.

    Pronto, muy pronto después de arrancaran los ojos a las siete desdichadas reinas y las encerraran en el calabozo, la más joven de ellas tuvo un bebé. Era un niño muy guapo y, aunque el resto de reinas se sentían muy celosas porque la más joven hubiera tenido tanta suerte, pronto todas empezaron a considerarlo su hijo. Casi tan pronto como aprendió a andar empezó a escarbar en el muro de arcilla del calabozo y, en un espacio de tiempo increíblemente breve, hizo un agujero lo suficientemente grande para pasar a través. Lo atravesaba y regresaba en una hora cargado de manjares, que repartía entre las siete reinas ciegas.

    Cuando creció agrandó el agujero y se escabullía dos o tres veces al día para jugar con los pequeños nobles del pueblo. Nadie sabía quién era aquel muchacho, pero a todos les caía bien y era tan divertido, tan alegre y sonriente, que siempre le recompensaban con pastas, frutos secos o dulces. Llevaba a casa todas aquellas cosas para sus siete madres, como le gustaba llamar a las siete reinas ciegas, quienes con su ayuda vivían en el calabozo mientras el resto del mundo pensaba que habían muerto de hambre años atrás.

    El niño creció hasta convertirse en un muchacho y un día cogió su arco y sus flechas y salió a cazar. Llegó por casualidad al palacio donde vivía la cierva blanca con grandes lujos y comodidades y vio algunas palomas volando alrededor de las torres de mármol blanco. Apuntó y disparó a una, que pasó ante la misma ventana donde la reina blanca estaba sentada. La mujer se incorporó para ver qué ocurría y, nada más ver al atractivo joven con el arco en la mano, supo por medio de la brujería que era el hijo del rey.

    Casi se murió de envidia y rencor; decidida a destruir al muchacho sin demora, envió a un criado para que lo llevara ante su presencia y le preguntó si le vendía la paloma que acababa de cazar.

    —No —contestó el fornido joven—. La paloma es para mis siete madres ciegas, que viven en un horrible calabozo y morirán si no les llevo comida.

    —¡Pobrecillas! —exclamó la astuta bruja blanca— ¿No te gustaría que recuperaran la vista? Dame la paloma, querido, y te prometo contarte dónde puedes encontrar sus ojos. Al oír esto, el muchacho se puso muy contento y le entregó la paloma. A continuación, la reina blanca le dijo que buscara a su madre y le pidiera los ojos que llevaba como collar.

    —Te los entregará —dijo la cruel reina— si le enseñas esta señal en la que he escrito lo que quiero que haga.

    Dicho esto, entregó al joven un fragmento de vasija en el que había escritas las siguientes palabras: «¡Mata al portador de inmediato, y esparce su sangre como si fuera agua!».

    Pero, como el hijo de las siete reinas no sabía leer, aceptó el mortal mensaje con alegría y partió en busca de la madre de la bruja blanca

El hijo de siete reinas

Mientras viajaba atravesó una aldea cuyos habitantes parecían muy tristes, y no pudo evitar preguntar qué ocurría. Le contaron que la causa era que la única hija del rey se negaba a casarse, de modo que, cuando su padre muriera, no habría quien heredara el trono. Temían que estuviera loca, porque aunque todos los jóvenes apuestos del reino la habían pretendido, ella había declarado que solo se casaría con aquel que fuera hijo de siete madres. ¿Dónde se había visto algo así? El rey, desesperado, había ordenado que todo aquel que entrara en la ciudad fuera conducido ante la princesa, así que, a pesar de la impaciencia del muchacho, que tenía mucha prisa por encontrar los ojos de sus madres, fue llevado a la sala de audiencias.

    La princesa se sonrojó tan pronto como lo vio.

    —Querido padre, ¡es a él a quien quiero! —dijo al rey.

    La alegría que produjeron esas palabras es inenarrable.

    Los aldeanos estaban locos de contentos, pero el hijo de las siete reinas dijo que no se casaría con la princesa a menos que primero le dejaran recuperar los ojos de sus madres. Cuando la hermosa joven escuchó su historia, le pidió que le permitiera ver el trozo de vasija, porque era una mujer muy instruida e inteligente. Al ver las traicioneras palabras no dijo nada, pero buscó un trozo de vasija de forma similar y escribió en él: «Cuida de este muchacho y dale todo lo que desee». Entonces se lo devolvió al hijo de las siete reinas que, sin darse cuenta, continuó su viaje.

    Mucho después llegó a la choza en el desfiladero donde la madre de la bruja blanca, una criatura vieja y horrible, refunfuñó al leer el mensaje, sobre todo cuando el joven le pidió el collar de ojos. Sin embargo, se lo quitó y se lo entregó, diciendo:

    —Ya solo quedan trece, porque perdí uno la semana pasada.

    El joven, sin embargo, se alegró tanto de recuperarlos que regresó a su hogar tan rápido como pudo y entregó dos ojos a cada una de las seis reinas mayores.

    —¡Querida madre! —dijo a la más joven, tras entregarle solo uno— Yo siempre seré tu otro ojo.

    Después de esto se marchó para casarse con la princesa, como había prometido, pero al pasar junto al palacio de la reina blanca vio algunas palomas en el tejado. Sacó su arco y disparó a una, que cayó ante la ventana. La cierva blanca miró fuera y, ¡vaya! Allí estaba el hijo del rey, sano y salvo.

    Gritó de odio y disgusto y llamó al joven. Le preguntó cómo había vuelto tan pronto y, cuando descubrió que había recuperado los trece ojos y que se los había devuelto a las siete reinas ciegas, apenas pudo contener su furia. Sin embargo, simuló sentirse encantada con su éxito y le dijo que, si le entregaba también aquella paloma, lo recompensaría con la vaca mágica del yogui, una cuya leche fluye todo el día hasta llenar un lago tan grande como un reino. El muchacho, que no sospechaba nada, le entregó la paloma; la reina le dijo que le pidiera la vaca a su madre y le entregó un trozo de vasija donde había escrito: «¡Mata a este joven sin demora, y que su sangre se esparza como el agua!».

    Pero el hijo de las siete reinas se detuvo a ver a la princesa para contarle el motivo de su retraso, y ella, tras leer el mensaje en el trozo de vasija, le dio otro en su lugar. Cuando el muchacho llegó a la choza de la vieja bruja y le pidió la vaca del yogui, esta no se negó y le dijo dónde encontrarla; le pidió que no tuviera miedo de los mil ochocientos demonios que protegían tal tesoro y que se marchara antes de que su enfado por la estupidez de su hija, que tantas cosas buenas estaba regalando, fuera demasiado.

    El joven hizo lo que la anciana le había dicho. Continuó cabalgando hasta llegar a un lago de blanca leche protegido por mil ochocientos demonios. Daba miedo verlos, pero se armó de valor y pasó junto a ellos silbando una melodía, sin mirar ni a derecha ni a izquierda. Finalmente llegó hasta la vaca, grande, blanca y preciosa, que el yogui ordeñaba día y noche para llenar el lago de leche.

    —¿Qué quieres? —gritó el yogui muy enfadado al ver al muchacho.
    —Quiero tu piel, porque el rey Indra está haciéndose un nuevo timbal —le contestó, siguiendo las instrucciones de la vieja bruja— y dice que tu piel es buena y resistente.

    Entonces el yogui comenzó a temblar y estremecerse, porque ningún genio o yogui se atreve a desobedecer una orden del rey Indra. Se lanzó a los pies del muchacho y exclamó:

    
      

      —¡Si me perdonas la vida te daré todo lo que poseo, incluso mi hermosa vaca blanca!

      El hijo de las siete reinas, después de un poco de fingida vacilación, se mostró de acuerdo y le dijo que, después de todo, no sería difícil encontrar una piel tan buena como la suya en alguna parte.

   
  Regresó a casa con la vaca. Las siete reinas estaban encantadas de poseer un animal tan maravilloso y, aunque vendían leche a los confiteros y se pasaban todo el día haciendo requesón y queso, no llegaban a gastar ni la mitad de lo que la vaca proporcionaba, y se hicieron más ricas cada día.

      Al verlas tan bien posicionadas, el hijo de las siete reinas se marchó sin pesar para casarse con la princesa, pero cuando pasó frente al palacio de la cierva blanca no pudo resistirse a lanzar una flecha a algunas palomas que estaban posadas en sus almenas. Una cayó muerta justo bajo la ventana donde estaba sentada la reina blanca. Al mirar, vio al muchacho fuerte y sano ante ella y se puso más pálida que nunca de rabia y rencor.

      Lo mandó llamar y le preguntó cómo había regresado tan pronto; cuando oyó con cuánta amabilidad lo había recibido su madre, casi sufrió un ataque. Sin embargo, escondió sus sentimientos tan bien como pudo y, sonriendo con dulzura, dijo que se alegraba de haber podido cumplir su promesa y que, si el joven le entregaba a aquella tercera paloma, haría aún más por él de lo que había hecho antes y le entregaría un tallo de arroz que proporciona un millón de granos en una sola noche.

      El muchacho, por supuesto, se mostró encantado con la idea y, tras entregarle la paloma, partió de viaje, cargado como las veces anteriores con un trozo de vasija que decía: «No fracases esta vez. ¡Mata al muchacho y derrama su sangre como si fuera agua!».
    

    Pero cuando se detuvo a ver a su princesa, solo para evitar que se preocupara por él, esta le pidió como siempre que le dejara ver el trozo de vasija y lo sustituyo por otro en el que había escrito: «Una vez más entrega a este joven todo lo que pida. ¡Si le ocurre algo lo pagarás con sangre!».

    Cuando la vieja bruja leyó esto y oyó que el muchacho quería el tallo de arroz que proporciona un millón de granos en una única noche, se puso furiosa pero, como temía a su hija, se controló y pidió al chico que fuera al campo protegido por los dieciocho millones de demonios, advirtiéndole que no mirara atrás después de arrancar el tallo más alto de arroz, que crecía en el centro.

    Así que el hijo de las siete reinas se marchó y pronto llegó al campo donde, protegido por los dieciocho millones de demonios, crecía el tallo de arroz. Avanzó valientemente, sin mirar a izquierda ni a derecha, hasta llegar al centro. Arrancó el tallo más alto, pero cuando se disponía a regresar un millar de dulces voces se alzaron tras él, exclamando con agradable entonación:

    —¡Arráncame a mí también! Oh, por favor, ¡arráncame a mí también!

    El joven miró atrás y de inmediato no quedó de él más que un pequeño montón de ceniza.

    Como el tiempo pasaba y el muchacho no regresaba, la vieja bruja empezó a preocuparse y a recordar el mensaje «¡Si le ocurre algo, lo pagarás con sangre!» de su hija, de modo que partió para intentar descubrir qué había pasado.

    Pronto llegó al montón de ceniza y, como sabía qué era, cogió un poco de agua y la mezcló con la ceniza para formar una pasta a la que dio forma de hombre. A continuación dejó caer una gota de sangre de su meñique en su boca, sopló y de inmediato el hijo de las siete reinas se incorporó tan bien como siempre.

    —¡No vuelvas a desobedecer mis órdenes! —gruñó la vieja bruja— La próxima vez te dejaré solo. ¡Ahora márchate, antes de que me arrepienta de mi amabilidad!

    De modo que el hijo de las siete reinas regresó muy contento con sus siete madres que, con la ayuda del millón de granos de arroz, pronto se convirtieron en las más ricas del reino. Celebraron con todos los lujos imaginables el matrimonio de su hijo con la inteligente princesa, pero la novia era tan lista que no descansaría hasta que el rey descubriera la identidad de su hijo y castigara a la malvada bruja blanca. Así que hizo que su esposo le construyera un palacio exactamente igual a aquel en el que habían vivido las siete reinas y en el que ahora moraba la bruja blanca con todo lujo. Cuando todo estuvo preparado, pidió a su esposo que celebrara un gran banquete en honor del rey. El rey, que había oído hablar mucho del misterioso hijo de las siete reinas y de su increíble riqueza, aceptó la invitación, pero cuando entró en el palacio quedó perplejo al descubrir que era exacto al suyo en todos los detalles. Y cuando su anfitrión, lujosamente vestido, lo condujo al salón donde estaban las siete reinas sentadas en tronos reales y vestidas como la última vez que las había visto, se quedó sin habla. Entonces la princesa se postró a sus pies y le contó toda la historia. En ese momento despertó el rey de su encantamiento y enfureció tanto con la malvada cierva blanca que lo había tenido hechizado durante tanto tiempo que no pudo contenerse. La condenó a muerte y su tumba fue destruida, y después de eso las siete reinas regresaron a su antiguo palacio y todos vivieron felices.




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