viernes, 1 de marzo de 2019

El campesino y el prestamista

Hubo una vez un campesino que estaba sufriendo mucho a manos de un prestamista. Fueran buenas o malas sus cosechas, el campesino siempre era pobre y el prestamista siempre era rico. Al final, cuando ya no le quedaba una moneda, el campesino acudió a casa del prestamista y le dijo:

    —No puedes exprimir agua de una piedra, y tampoco puedes sacar nada más de mí. ¿Por qué no me cuentas el secreto para hacerse rico?

    —Amigo mío —replicó el prestamista, apiadándose de él—, las riquezas las entrega Rama. Pregúntale a él.

    —Gracias, ¡lo haré! —contestó el sencillo campesino, así que preparó tres panes para el viaje y partió a buscar a Rama.

    Primero se encontró con un brahmán al que entregó uno de los panes a cambio de que le señalara el camino a Rama, pero el brahmán cogió el pan y continuó caminando sin una palabra. A continuación, el campesino se encontró a un yogui al que también entregó un pan sin recibir ayuda a cambio. Al final se encontró con un pobre que estaba sentado debajo de un árbol y, al ver que tenía hambre, el amable campesino le entregó su último pan, se sentó a descansar a su lado y entabló conversación.

    —¿Y a dónde vas? —le preguntó el pobre al final.

    —Oh, tengo un largo viaje por delante, ya que estoy buscando a Rama —contestó el campesino—. Supongo que tú no sabrás cuál es el camino que debo tomar.


    —Quizá lo sepa —dijo el pobre, sonriendo—, ¡porque yo soy Rama! ¿Qué quieres de mí?

      Entonces el campesino le contó toda la historia y Rama, compadeciéndose de él, le entregó una caracola y le enseñó a soplarla de un modo especial.
      —¡Recuerda! —le dijo— Siempre que desees algo, solo tienes que soplar así la caracola y tu deseo se verá cumplido. ¡Pero ten cuidado con ese prestamista, porque ni siquiera la magia es inmune a sus artimañas!

      El campesino, dichoso, volvió a su aldea. El prestamista notó su buen estado de ánimo inmediatamente, y pensó: «Algo bueno debe haberle pasado a ese estúpido para que esté tan contento».

      Por tanto fue a la casa del campesino y lo felicitó por su buena suerte, fingiendo astutamente saberlo todo sobre su historia. Entonces el campesino se lo contó todo excepto el modo secreto en el que se soplaba la concha porque, por muy bobo que fuera, el labriego no era tan tonto.

      El prestamista estaba decidido a hacerse con la caracola de un modo u otro y era lo suficientemente malvado para no andarse con chiquitas: esperó y, en cuanto tuvo la oportunidad, robó la caracola.
    

    Pero, después de casi ahogarse soplando la concha de todos los modos imaginables, se vio obligado a rendirse. Sin embargo, seguía decidido a conseguirlo, así que volvió a casa del campesino.

    —Mira —le dijo con frialdad—, tengo tu caracola, pero no sé usarla. Tú no la tienes, así que está claro  que tampoco puedes usarla. El asunto está en un punto muerto a menos que lleguemos a un acuerdo. Bueno, te prometo que te devolveré tu caracola y que podrás usarla siempre que quieras con una condición: de todo lo que saques de ella, yo recibiré el doble.

    —¡Jamás! —exclamó el campesino— Eso sería volver a lo de siempre.

    —¡Para nada! —contestó el astuto prestamista— Tú también tendrías tu parte. No te comportes como el perro del hortelano, porque si tú consigues todo lo que quieres, ¿qué más te da que yo sea rico o pobre?

    Al final, aunque le disgustaba reportar beneficios a un prestamista, el campesino se vio obligado a ceder y desde aquel momento, sin importar qué consiguiera gracias al poder de la caracola, el prestamista obtuvo el doble. Y este hecho ocupaba la mente del campesino día y noche, tanto que no conseguía disfrutar de nada.

    Entonces llegó una estación muy seca, tan seca que las cosechas del campesino se marchitaron por falta de agua. El labriego sopló su caracola y deseó un pozo para regarlas, y ¡vaya!, un pozo apareció, ¡pero el prestamista tenía dos! ¡Dos hermosos pozos nuevos! Esto ya era aguantar demasiado, de modo que nuestro amigo pensó en ello hasta que una brillante idea apareció en su mente. Cogió la caracola, la sopló con fuerza y exclamó:

    —¡Oh, Rama! ¡Deseo quedarme ciego de un ojo!

    Y así ocurrió de inmediato, pero el prestamista, por supuesto, se quedó ciego de ambos. E intentando encontrar el camino entre sus dos nuevos pozos se cayó en uno de ellos y se ahogó.

    Esta historia real demuestra que un campesino consiguió una vez burlar a un prestamista, pero a costa de perder uno de sus ojos.

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