ERA una mañana clara y linda, el sol brillaba
alegremente sobre los árboles y todos
los animales del bosque se
hallaban muy atareados,
dedicado cada cual a su
trabajo.
De pronto se oyó en toda la selva, un grito agudo, como
de alguien que se quejara:
—jAy, ay, ay, ay!
Una mariposa de alas transparentes como el cristal fue, en
el acto, a posarse sobre el árbol de donde colgaba el personaje
que había lanzado ese alarido.
El escandaloso se hallaba ahí, prendido con manos y pies(
de la rama de un mango, mirando hacia el cielo, tan tranquilo
como si nada hubiera hecho.
—¿Perezoso, qué tienes?; preguntóle.
—¡Ay, Mariposa, quién como tú, que no necesitas caminar
para ir de un lado a otro, sino que de un vuelo llegas a donde
quieres!; respondió él.
—¿Cómo es eso; que de un solo vuelo llego a donde quiero.
Y acaso no tengo que trabajar batiendo las alas hasta cansarme y
volar, a veces horas enteras, para encontrar un sitio seguro donde
poder descansar?
—Digas lo que quieras, mariposa, es muy fatigoso esto de
cambiar de postura cada seis horas.
Ella iba a responderle, pero él no la dejó y gritó de nuevo,
con voz tan fuerte que la dejó sorda:
—¡Ay, ay, ay, ay!
Una hormiguita de cabeza colorada, que pasaba al pie del
árbol, llevando su carga, la soltó y trepó a una piedra para ver
mejor.
—¿Qué hay, Perezoso; qué te ocurre?; preguntóle.
—¡Ay, Hormiguita, qué feliz eres tú, que posees comida
en tus graneros y la tienes a la mano cuando la necesitasl
—Perezoso, hablas como un loco; le contestó ella indignada,
moviendo con mucha agitación las finas antenas de su roja
cabecita. ¿Acaso los granos han venido solos a mi despensa. Quién
los recoge y quién los carga, sino yo sola, sudando la gota gorda
bajo el ardiente sol y a veces ensuciándome las patas entre el barro;
yo, que soy tan limpia?
Pero él, sin hacer caso del discurso de doña Hormiguita,
volvió a gritar:
—¡Ay, ay, ay, ay. Qué feliz eres tú; yo en cambio, tendré
que arrastrarme durante media hora, para alcanzar ese mango!
—¡Perezoso, eres la vergüenza del bosque!; respondió ella
y con la cabeza más roja aún por la indignación, bajó de la piedra
donde había subido y emprendió el camino hacia su casa.
Mientras se alejaba oyó de nuevo la voz del animal que se
quejaba:
—¡Ay, ay, ay, ay!
Esta vez fue la tortuga la que reconvino a Perezoso.
—¿Pero, se puede saber por qué te quejas. Te duele algo?;
le preguntó.
—No me duele nada; pero, ¡ay, ay, ay, ay, Tortuga, quién
como tú, que llevas tu casa siempre contigo y que no tienes que
buscar dónde abrigarte cuando cae la lluvia!
Doña Tortuga sacó la cabeza lo más que pudo, fuera de la
concha y moviendo pausadamente la pata derecha, con aire sentencioso,
díjole con su voz de anciana, ya gastada por el tiempo:
—Escúchame Perezoso, yo soy el animal más viejo del bosque,
bien sabes que pronto voy a cumplir cien años; pero jamás he
escuchado, en mi larga vida, tantos disparates juntos, como los que
tú acabas de decir. ¿No te das cuenta de que yo tengo que llevar
sobre mí, invierno y verano, mi concha que es pesada y apenas
me permite mover? Si tú soportaras una carga igual, hace tiempo
que te habrías dejado morir por no sufrirla. Y después de decir estas
palabras volvióle la espalda y se alejó caminando pausadamente.
Tanto gritaba noche y día que ya todos los animales del
bosque estaban hartos de él y se preguntaban:
—¿Qué haremos para vernos libres de este quejumbroso?
Una tarde en que Perezoso se lamentaba más que de costumbre,
en una forma terrible, crujió de pronto una rama y una
mariposa que se hallaba cerca de aquel sitio vio brillar por entre
los árboles, varios ojos negros y muchas plumas de colores. Inmediatamente
la bella mariposita levantó el vuelo, espantada, dando voces:
—¡Los chunchos, los chunchosl
En efecto,- ahí estaban ellos, con sus largas cushmas que les
cubrían hasta los pies y con una extraña coronita de paja en la
cabeza, adornada de lindas plumas verdes, rojas y amarillas.
—Los chunchos, los chunchos!; repitieron los cutpes y los
periquitos y cada cual echó a correr o a volar, lo más rápidamente
que pudo.
Cuando los salvajes llegaron al lugar, ya todos habían huido,
menos Perezoso, que estaba ahí, colgado de una rama, gritando
desaforadamente: ¡Ay, ay, ay ay!; sin haber escuchado las voces de
alarma de sus compañeros, a causa del ruido que hacía él mismo al
chillar.
Los salvajes volvieron a todos lados sus caras pintadas con
achote, buscando presas y, viendo que no quedaba en aquel sitio
ningún otro animal que nuestro amigo, apuntaron hacia él sus flechas
y le dieron muerte.
Perezoso cayó a tierra pesadamente. Entonces uno de los
chunchos lo recogió, lo cargó sobre sus hombros y emprendió alegremente
el camino hacia su choza, pensando en el sabroso almuerzo
que iban a tener aquel día.
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