viernes, 1 de marzo de 2019

Cien mil rupias por un pequeño consejo

Un joven solía salir a mendigar cada día, pues su esposa y su pobre padre, un brahmán ciego, dependían de él para subsistir. Así continuó durante un tiempo, hasta que al final se cansó de una vida tan miserable y decidió probar suerte en otra región. Informó a su esposa de su intención y le aconsejó que se hospedara con sus padres durante los meses en los que estuviera ausente. Le rogó que fuera trabajadora, para que sus padres no se enfadaran y le imprecaran a él.

    Una mañana se marchó con un poco de comida en un hato y caminó día tras día hasta que llegó a la capital del país vecino. Allí se sentó junto a la tienda de un mercader y le pidió limosna. El mercader le preguntó de dónde venía, por qué y a qué casta pertenecía; a lo que contestó que era un brahmán y que vagaba de un lado a otro mendigando para mantener a su esposa y a sus padres. Conmovido por la situación del hombre, el mercader le aconsejó que visitara al amable y generoso rey del país y se ofreció a acompañarlo a la corte.

    Resultó que en aquel momento el rey estaba buscando un brahmán que se ocupara del templo dorado que acababa de construir. Por tanto, su majestad se alegró mucho cuando vio al brahmán y se enteró de que era bueno y honesto. Inmediatamente lo puso a cargo de su templo y ordenó que le pagaran cincuenta kharwas de arroz y cien rupias anuales.

    Dos meses después, la mujer del brahmán, que no sabía nada de su marido, partió en su búsqueda. Por casualidad llegó a la misma ciudad a la que él había llegado y allí se enteró de que en el templo dorado se entregaba cada mañana en nombre del rey una rupia de oro a un mendigo. Por tanto, a la mañana siguiente acudió al templo y se encontró con su marido.

    —¿Qué haces aquí? —le preguntó él— ¿Por qué has abandonado a mis padres? ¿Es que no te importa que me maldigan y eso me cause la muerte? Vuelve inmediatamente y espera mi regreso.

    —No, no —dijo la mujer—. No volveré para pasar hambre y ver cómo mueren tu anciano padre y tu madre. No queda un solo grano de arroz en casa.

    —¡Oh, por Bhagaván10! —exclamó el brahmán, y escribió un par de líneas en un papel— Toma esto y dáselo al rey. Verás cómo te entrega cien mil rupias por él.

    Dicho esto, se despidieron y la mujer se marchó.

    En el trozo de papel había escritos tres consejos. Primero: si un viajero llega a un lugar desconocido por la noche, debe elegir cuidadosamente dónde se hospeda y no cerrar los ojos para dormir, no sea que termine cerrándolos para morir. Segundo: si un hombre tiene una hermana casada y la visita con gran ostentación, ella lo recibirá por si puede obtener algo de él; pero, si va a verla con lo puesto, fruncirá el ceño y lo repudiará. Tercero: si un hombre tiene trabajo que hacer, debe hacerlo él mismo, con energía y sin miedo.

    Al llegar a su casa, la brahmani contó a sus suegros la reunión con su marido y que este le había entregado un valioso trozo de papel pero, como no le gustaba la idea de presentarse ante el rey, envió a uno de sus familiares. El rey leyó el papel y, tras ordenar que el hombre fuera azotado, lo echó de palacio. Al día siguiente, la brahmani cogió el papel y, mientras lo leía de camino al palacio, el hijo del rey se cruzó con ella y le preguntó qué estaba leyendo. La mujer le contestó que tenía en las manos un papel que contenía varios consejos a cambio de los que quería cien mil rupias. El príncipe le pidió que se lo mostrara y, tras leerlo, le entregó un pagaré y se marchó cabalgando. La pobre brahmani se sentía muy agradecida. Aquel día se hizo con una gran reserva de provisiones, suficientes para durarles mucho tiempo.

    Por la noche, el príncipe contó a su padre que se había encontrado con una mujer y le había comprado un trozo de papel. Creía que su padre aplaudiría el hecho, pero no fue así. El rey se enfadó mucho y expulsó a su hijo del país.

    Así que el príncipe se despidió de su madre, de sus familiares y amigos, y se marchó en su caballo sin rumbo fijo. Cuando cayó la noche llegó a un lugar donde un hombre lo recibió y lo invitó a alojarse en su casa. El príncipe aceptó la invitación y lo trataron estupendamente. Le prepararon una cama y lo agasajaron con los mejores manjares.

    —¡Ah! —pensó al acostarse para descansar— En este caso es válido el primer consejo que me dio la brahmani. Esta noche no dormiré.

    Y fue una suerte que decidiera tal cosa, porque el hombre se levantó en mitad de la noche y, espada en mano, se abalanzó sobre el príncipe con la intención de asesinarlo. Pero este estaba despierto.

    —No me mates —le dijo—. ¿Qué beneficio obtendrías de mi muerte? Si me matas te arrepentirás tanto como el hombre que mató a su perro.

    —¿Qué hombre? ¿Qué perro?

    —Te lo contaré si me entregas esa espada —le dijo el príncipe.

    Así que el hombre le entregó la espada y el príncipe comenzó su historia:

    —Hace mucho tiempo vivía un rico mercader que tenía un perro. De repente cayó en la pobreza y tuvo que separarse de su mascota. Para conseguir un préstamo de cinco mil rupias con el que empezar su negocio de nuevo tuvo que dejar al perro como señal. Poco después de esto, unos ladrones entraron en la tienda del prestamista y la desvalijaron; lo que dejaron apenas valía diez rupias en total. El leal perro, sin embargo, siguió a los ladrones para ver dónde escondían el alijo.

    »Por la mañana, cuando descubrieron lo que había pasado, la casa del prestamista se llenó de llantos y lamentos. El propio buhonero a punto estuvo de volverse loco, pero el perro no dejaba de correr hacia la puerta, tirando de su camisa y su pantalón como si quisiera que lo acompañara. Al final, un amigo le sugirió que quizá el perro supiera algo sobre el paradero de los bienes y le aconsejó que lo siguiera. El prestamista siguió entonces al perro hasta el lugar donde los ladrones habían escondido el botín. Allí el animal arañó y ladró y mostró de varios modos que las cosas estaban bajo tierra, así que el prestamista y sus amigos cavaron y pronto encontraron todas las cosas robadas. No faltaba nada. Estaba todo lo que los ladrones se habían llevado.

    »El prestamista se alegró mucho. Cuando regresó, envió al perro a casa de su antiguo amo con una carta enrollada bajo el collar donde explicaba la sagacidad del animal y suplicaba al hombre que olvidara el préstamo y aceptara otras cinco mil rupias como regalo. Cuando el mercader vio que su perro regresaba, pensó:

    »“¡Pobre de mí! El prestamista quiere que le devuelva el dinero. ¿Cómo voy a pagarle? No he tenido tiempo suficiente para recuperarme de mis recientes pérdidas. Mataré al perro antes de que llegue a mi puerta y culparé a otro. Así terminará mi deuda. Sin perro, no hay préstamo”.

    »Por tanto, salió corriendo y mató al pobre perro, y entonces la carta cayó de su collar. El mercader la recogió y la leyó. ¡Cuán grande fue su dolor y decepción al conocer los detalles del caso!

    —Cuidado —terminó el príncipe—, no sea que hagas algo que más tarde darías la vida por no haber hecho.

    Para cuando el príncipe concluyó su historia ya casi había amanecido y, después de recompensar a su anfitrión, se marchó.

    A continuación visitó la región que gobernaba su cuñado. Se disfrazó de yogui y, sentado bajo un árbol cerca de palacio, fingió estar concentrado en sus rezos. La noticia de la llegada de aquel hombre de extraordinaria piedad llegó a los oídos del rey, que se interesó por él, debido a que su esposa estaba muy enferma y había recurrido en vano a todos los médicos para curarla. Pensó que quizá aquel hombre santo podría hacer algo por ella, así que mandó llamarlo. Pero el yogui se negó a pisar los salones de palacio, diciendo que su morada estaba a cielo abierto y que, si su Majestad quería verlo, debía ser él quien llevara a su esposa hasta aquel lugar. Entonces el rey acompañó a su esposa a ver al yogui. El hombre santo pidió a la reina que se postrara ante él y, cuando llevaba en esta posición casi tres horas, le dijo que se levantara y se marchara, pues ya estaba curada.

    Por la noche se produjo una gran consternación en el palacio, porque la reina había perdido su collar de perlas y nadie sabía nada al respecto. Al final alguien fue a ver al yogui y encontró el collar junto al lugar donde la reina había estado postrada. Cuando el rey se enteró se enfadó mucho y ordenó que el yogui fuera ejecutado. Esta severa orden, sin embargo, no se cumplió, ya que el príncipe sobornó a los soldados y escapó del país. Pero había confirmado que el segundo consejo era cierto.

    El príncipe estaba paseando, vestido de nuevo con su ropa, cuando vio a un alfarero con su esposa y sus hijos llorando y riéndose alternativamente.

    —Oye —le dijo—, ¿qué ocurre? Si ríes, ¿por qué lloras? Si lloras, ¿por qué ríes?

    —No me molestes —le increpó el alfarero—. ¿A ti que te importa?

    —Perdona —le dijo el príncipe—, pero me gustaría saber la razón.

    —Bien, te la contaré —dijo el alfarero—. El rey de este país tiene una hija a quien obliga a casarse cada día porque todos sus maridos mueren durante la primera noche que pasan con ella. Casi todos los jóvenes del lugar han fallecido de este modo, y nuestro hijo será llamado pronto. Nos reímos ante el absurdo de la situación: un alfarero casándose con una princesa; y lloramos por las terribles consecuencias de ese matrimonio. ¿Qué podemos hacer?

    —Es sin duda un asunto para reírse y llorar. Pero no os lamentéis más —dijo el príncipe—. Yo ocuparé el lugar de vuestro hijo y me casaré con la princesa. Solo tenéis que darme la ropa adecuada y prepararme para la ocasión.

    Así que el alfarero le entregó el atuendo y ornamentos de gala y el príncipe acudió al palacio. Por la noche lo acompañaron a los aposentos de la princesa.

    «¡La temida hora! —pensó— ¿Moriré como han muerto cientos de jóvenes antes que yo?».

    Agarró con fuerza la empuñadura de su espada y se tumbó en la cama con la intención de mantenerse despierto toda la noche y ver qué ocurría. En mitad de la noche vio que dos shahmaran11 salían de las fosas nasales de la princesa. Se acercaron sigilosamente a él con la intención de matarlo, como habían hecho con todos los demás, pero él estaba preparado. Desenvainó su espada y, cuando las serpientes llegaron a su cama, las mató. A la mañana siguiente el rey acudió como siempre a preguntar y le sorprendió escuchar a su hija y al príncipe charlando animadamente.

    «Este hombre debe ser su esposo, sin duda, ya que es el único que puede vivir con ella», pensó.

    —¿De dónde vienes? ¿Quién eres? —le preguntó tras entrar en la habitación.

    —¡Oh, rey! —contestó el príncipe— Soy el hijo del monarca que gobierna el país tal y cual.

    Cuando el rey se enteró de esto, se alegró mucho. Pidió al príncipe que se quedara a vivir en su palacio y lo nombró su sucesor al trono. El príncipe se quedó en el palacio durante más de un año y después pidió permiso para visitar su país natal, que le fue concedido. El rey le entregó elefantes, caballos, joyas y una gran cantidad de dinero para los gastos del viaje y como regalos para su padre, y el príncipe se marchó.

    Por el camino atravesó la región que gobernaba su cuñado, a quien ya hemos mencionado. La noticia de su llegada llegó a oídos del rey, que acudió sumisamente a recibirlo. Le suplicó con humildad que se quedara en su palacio y aceptara su hospitalidad. Mientras el príncipe estuvo en el palacio vio a su hermana, que lo recibió con sonrisas y besos. Al marcharse les contó cómo lo habían tratado en su primera visita y cómo había escapado, y después les regaló dos elefantes, dos hermosos caballos, quince soldados y joyas por valor de un millón de rupias.

    Cuando llegó a su país, informaron a sus padres de su llegada. Por desgracia, estos se habían quedado ciegos de tanto llorar la pérdida de su hijo.

    —Que venga y ponga sus manos sobre nuestros ojos —dijo el rey—. Así recuperaremos la vista.

    Así que el príncipe entró en el palacio y fue recibido cariñosamente por sus ancianos padres; y posó las manos sobre sus ojos y vieron de nuevo.

    A continuación el príncipe contó a su padre todo lo que le había ocurrido y cómo se había salvado varias veces gracias a los consejos que había comprado a la brahmani. Y el rey se mostró arrepentido por haberlo expulsado del reino y todo fue dicha y paz de nuevo.

   
      10 Nombre con el que se designa a dios (N. de la T.).
   
      11 Criatura mítica mitad mujer, mitad serpiente.

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