miércoles, 13 de diciembre de 2017

El encantamiento de la Princesa

Vivía en Asturias, en la localidad de Tereños, un
Rey con una hija, cuya mano se disputaban cuantos
príncipes contemplaban su hermosura. La Princesa,
que estaba enamorada de un Conde, sostenía te-
nazmente su actitud de rechazar las brillantes pro-
posiciones de matrimonio que se le brindaban. Día
tras día, su padre, el Rey, trataba de hacerle com-
prender con cariño y suavidad lo conveniente de un
enlace que fuera digno de ella y la tranquilidad que
para él supondría el verla bien casada.
La Princesa, a pesar de sus pocos años, no fue
fácil de convencer. Estaba decidida a casarse por
amor, y a ninguno de cuantos príncipes la habían
solicitado por esposa consideraba digno de su afecto.
Así pasaron los meses, sin que nadie lograra disua-
dirla en sentido contrario. El Rey se sentía enveje-
cer por momentos y deseaba cada vez con más
angustia un heredero del trono.

Viendo que por la persuasión no podría nada
contra su hija, se decidió a tomar una actitud mas
enérgica; la mandó llamar a su presencia, y con
gesto grave le ordenó que eligiese, en eí plazo de
unos días, entre los príncipes que habían solicitado
su mano, si no quería exponerse a un severo castigo.
La Princesa no se inmutó ante tales palabras, y con
la misma serenidad de siempre le hizo saber que su
decisión era demasiado firme para dejarse doblegar
por el amor, y que persistía en su idea de casarse
con el Conde o quedarse soltera.
Enfurecido el padre ante tal rebeldía, optó apli-
carle un castigo ejemplar, seguro ya de que nada
podría hacerse contra su voluntarioso empeño. Así,
pues, la invitó a dar un paseo en coche, mas sin
comunicarle sus proyectos, y la condujo hasta el
campo Perola, donde abríase una famosa cueva
encantada de la que el pueblo refería cosas ex-
traordinarias; decían de ella que su interior comu-
nicaba con el infierno, y que el demonio, cuando
venía aL mundo a tentar a los hombres, salía por
ella. Lo cierto era que aquella cueva exhalaba un
tremendo olor a azufre, que hacía volar la imagi-
nación hacia toda clase de sucesos diabólicos.
El coche del Rey paró en la misma entrada de la
gruta y descendieron de él el Monarca y la princesi-
ta. Mientras ella miraba curiosa a su alrededor, su
padre, mirándola muy fijo, la condujo para que, en
castigo de su desobediencia, se convirtiera en cu-
lebra y viviera por siempre en la oscuridad de
aquella cueva. Y añadió que sólo se desharía del
hechizo en el caso de que un hombre le diese tres
besos en la lengua.
Al instante, la rubia y frágil belleza de la prin-
cesa desapareció y en su lugar contempló el Rey la
ondulante y viscosa forma de una culebra mons-
truosa que se deslizó dentro de la gruta.
Satisfecho al ver cumplido así su castigo, volvió
el Rey a palacio; pero he aquí que, entre tanto, un
pastorcillo que apacentaba su ganado por aquellos
contornos y que había visto y oído la escena, se
dirigió a la cueva, y venciendo su natural repug-
nancia, cogió a la culebra y sujetándole la cabeza le

dio tres besos en la lengua. El conjuro quedó
deshecho y la princesita recobro su forma humana.
Agradecida al pastor, aceptó su demanda de ma-
trimonio, y dicen que se quisieron mucho y vivieron
felices el resto de sus días, lejos del palacio del Rey.

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