domingo, 24 de marzo de 2019

San Vítores y su martirio

San Vítores fue natural de Cerezo del río Tirón, a dos leguas de Belorado y tres de
Santo Domingo de la Calzada. En La Rioja y en Burgos se recuerda su martirio, y de
qué manera se enfrentaron, en aquel sangriento trance, la benéfica tenacidad del
mártir y la perversa contumacia de su verdugo.
Durante los primeros tiempos de la invasión árabe, la villa de Cerezo, en aquel
tiempo amurallada, alzada en una ladera sobre la ribera del río, protegida por un
sólido castillo, fue sitiada por los invasores, a los que dirigía un general llamado
Mohamed Gaza. El asedio duró tantas jornadas que los habitantes de Cerezo, en el
límite de la resistencia, pidieron con mucho fervor la ayuda de Dios como única
capaz de sacarlos de su angustiosa situación.
Ajeno a las penalidades de sus paisanos, Vítores se encontraba por entonces
retirado en una cueva de la comarca de Oña. Entre sus oraciones y penitencias, tuvo
la visión de un ángel que le aconsejó regresar a su villa natal, donde sus vecinos tanto
le necesitaban. Vítores se puso en camino, apoyándose en su báculo, y a partir de
aquel momento se sucedieron los milagros.
El primer hecho prodigioso tuvo lugar antes de llegar a la villa, a orillas del río
Tirón, al pie de una gran peña llamada «de las siete cuevas», conocida con el nombre
de Sietinestras, donde siete piadosas doncellas permanecían retiradas, haciendo vida
eremítica.
Vítores pudo ver que unos soldados árabes habían preparado largas escalas de
madera y las habían arrimado a la peña con el objeto de llegar a las cuevas y hacerse
con las piadosas doncellas. Las escalas estaban tendidas y algunos soldados
empezaban a subir por ellas, entre carcajadas soeces de todos, cuando Vítores, cuya
llegada no había sido advertida por aquella tropa desmandada, les dio grandes voces
ordenando que se detuviesen y vituperándolos por turbar el retiro de aquellas devotas
mujeres entregadas a una vida de sacrificio y oración.
La interpelación de Vítores suscitó la burla de la soldadesca, y mientras los
escaladores continuaban su avance, otros se acercaron a él con propósitos dañinos.
Entonces Vítores extendió su báculo, lanzó un terrible grito y las siete escalas se
desplomaron a la vez, como si un gigantesco e invisible manotazo las hubiera
derribado. La consternación de los árabes fue tan grande que no impidieron que
Vítores continuase su camino ni que entrase por fin en la ciudad, donde sus santas
manos sanaron a los heridos y sus santas palabras reconfortaron a todos.
Llegó entonces a la villa la noticia de que Mohamed Gaza, el general de los
sitiadores, había caído gravemente enfermo, sin que sus médicos fuesen capaces de
curarlo. El caritativo Vítores abandonó la villa y se dirigió al campamento de Gaza.
Allí prometió que intentaría devolverle la salud, con ayuda de Dios. El estado del
general era tan malo que sus lugartenientes no impidieron que Vítores lo intentase.
Arrodillado junto al lecho del enfermo, Vítores permaneció toda la noche en oración,
y cuando llegó el alba, Gaza volvió en sí, recuperado totalmente de su grave
enfermedad.
El efecto prodigioso de sus oraciones era una prueba de la eficacia de la fe
cristiana, y Vítores intentó convencer a Gaza de que debía abandonar sus creencias.
El general, sin dar oídos a la prédica de su milagroso sanador, le exigió por su parte
que se hiciese mahometano o daría orden de que fuese crucificado. Vítores se negó a
abjurar de su fe y quedó preso, pero tanto era su entusiasmo por comunicar a todos la
doctrina cristiana, y tal su poder de convicción, que varios de los soldados que lo
guardaban se convirtieron y fueron bautizados por él.
Furioso, el general Gaza ordenó que Vítores fuese crucificado inmediatamente. Y
mientras se sucedían los momentos del suplicio, los azotes, la coronación de espinas,
el clavar cada una de sus manos y de sus pies a los maderos de la cruz, era tanta la
fortaleza de Vítores, y tan decidida su insistencia en descubrir a sus torturadores las
bellezas de la verdadera fe, que también ellos se convirtieron.
Las conversiones entre los soldados continuaron durante los tres días que Vítores
permaneció clavado en la cruz. En ese tiempo no dejó de dirigirse a ellos, con
palabras tan dulces como firmes, para exhortarles a la conversión. Y uno de aquellos
días llevó a cabo otro milagro que llenó de espanto a quienes lo presenciaron, y fue el
de convocar un terrible remolino de viento que atrapó a un sujeto que blasfemaba al
pie de la cruz y que, tras alzarlo por los aires, lo sepultó con violencia en una grieta
abierta de repente en la tierra. Por esa grieta, antes de cerrarse, dejó ver la llamarada
de los fuegos infernales.
Sin embargo, ninguna prueba de la santidad milagrosa de Vítores lograba
conmover al implacable general Gaza. Transcurridos los tres días de crucifixión,
ordenó que se le diese muerte cortándole la cabeza, y que su cuerpo fuese después
quemado. Vítores manifestó la última voluntad de ser decapitado en cierto lugar, a
una milla de Cerezo, donde vendría a poblarse Quintanilla de las Dueñas. Los
soldados talaron unos morales cercanos, que en aquella época estaban sin hojas, para
preparar la hoguera en que debería incinerarse el cuerpo del ajusticiado. Y por fin el
verdugo, con un golpe de hacha, separó la cabeza de Vítores de su cuerpo.
Mas los milagros no habían terminado. Para empezar, del cuello decapitado
empezaron a manar, con fuerza de torrente, leche y sangre. El chorro llegó hasta la
leña de la pira, y toda la madera se llenó al instante de hojas y de moras, blancas y
rojas. El verdugo y cuantos habían asistido a la ejecución se postraron de rodillas y se
convirtieron a la fe de Cristo. En aquel momento, el cuerpo de Vítores se puso en pie
y sus brazos tantearon buscando la cabeza. Cuando la encontró, echó a andar
llevándola sobre la mano izquierda.
El prodigioso decapitado, al que seguía una multitud de soldados árabes
convertidos al cristianismo, encaminó sus pasos al campamento de Mohamed Gaza.
Cuando estuvo ante el general, insistió en pedirle que se convirtiese. Gaza se ocultó
en su real y no quiso ver más a Vítores, que durante otros tres días, incansable,
adoctrinó a las tropas invasoras, hablando la cabeza que sostenía en su mano
izquierda. Consiguió un número cada vez mayor de conversiones, que se
acrecentaron al volver el mártir a la vida al hijo pequeño de uno de los lugartenientes
de Gaza, que había muerto por aquellos días.
Se cuenta que, entre las conversiones, estuvo la de la propia hija de Mohamed
Gaza, Coloma, que luego llegaría a ser santa. Enfurecido, Gaza ordenó que la
muchacha fuese también decapitada, pero el suplicio no le causó tampoco la muerte
inmediata. Llevando la cabeza con sus manos, el cuerpo de Coloma habría caminado
durante una legua hasta las ruinas de una antigua iglesia que sevía de guarida de una
osa, a la que Coloma pidió que le dejase el sitio libre, pues aquél era el sepulcro que
Dios le había destinado. Sin embargo, en esta historia de la santa mártir Coloma los
narradores no mantienen la misma unanimidad y certeza que en la de san Vítores.
Lo cierto es que reinaba la confusión entre el ejército árabe, pero seguía
manteniéndose el riguroso asedio de la villa de Cerezo. Vítores, sintiendo que se
acercaba la hora de su muerte definitiva, quiso hacer un último servicio a sus
paisanos y les aconsejó soltar fuera de las murallas una vaca que se hubiese hartado
de trigo. Los sitiados, que no podían entender lo que el santo decapitado pretendía, le
aseguraron que en la ciudad no quedaba ya alimento alguno, ni siquiera el trigo
suficiente para dar de comer a un gorrión. Sin embargo, el mártir insistía, y al final se
descubrió que una vieja ocultaba un saco de trigo. Con harto pesar, pero sin querer
desobedecer al mártir, las gentes de Cerezo buscaron una de las pocas vacas
supervivientes al largo asedio, le hicieron comer el trigo del saco hasta quedar harta y
la soltaron fuera de las puertas. La vaca fue de inmediato capturada por los sitiadores,
que la destinaron a la alimentación de su ejército.
Cuando Gaza supo que los matarifes habían descubierto que aquella vaca había
comido trigo en abundancia, pensó, con fastidio, que la ciudad estaba bien provista de
alimentos y decidió levantar aquel asedio que, además de no producir ningún
resultado ventajoso para él, estaba siendo tan perjudicial para la fe de sus soldados. Y
así fue como el ejército árabe se retiró, levantando el sitio de Cerezo.
Despejados de enemigos los alrededores y libre la ciudad, Vítores pidió a sus
vecinos y paisanos que le acompañasen al lugar de su tumba. En el camino todavía
realizaría un par de milagros más. Primero, haría brotar del suelo, con un golpe de su
cayado, una fuente de agua pura en la que lavó su cabeza, demasiado sucia después
de tantos terribles sucesos. Las aguas de aquella fuente adquirirían virtudes curativas
que no han perdido en el transcurso de los años. El otro milagro consistió en
ahuyentar para siempre a una descomunal serpiente que vivía por los alrededores,
amedrentando a las gentes y dañando sus rebaños.
Llegaron por fin a un lugar en que Vítores pidió a sus acompañantes que cavasen
una fosa amplia y profunda. Cuando lo hubieron hecho, se tumbó dentro, colocó la
cabeza sobre su pecho y rindió el último suspiro.
Cada año, el primer sábado del mes de mayo, los pueblos de los alrededores se
reúnen en el santuario de Fresno del río Tirón, donde la misteriosa voluntad del santo
se empeñó en tener su santuario tras hacer que se desmoronasen una y otra vez los
muros del que pretendía erigírsele en Cerezo. Allí está el pozo de las legañas, cuya
agua es buena para la salud de los ojos, y allí se celebra una romería que, en todos sus
ritos, entona fielmente con la asombrosa historia del santo.

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