viernes, 1 de marzo de 2019

Por qué se reía el pez

Mientras una pescadora pasaba junto a palacio voceando su mercancía, la reina apareció en una de sus ventanas y le pidió que se acercara y le mostrara lo que vendía. En aquel momento, un pez enorme saltó en el fondo de la cesta.

    —¿Es macho o hembra? —preguntó la reina— Me gustaría comprar un pez hembra.

    Al escuchar esto, el pez se rio a carcajadas.

    —Es un macho —contestó la pescadora, y continuó su ronda.

    La reina regresó a sus aposentos muy enfadada y, cuando fue a verla por la noche, el rey se dio cuenta de que algo la había perturbado.

    —¿Te encuentras mal? —le preguntó.

    —No, pero estoy muy molesta por el extraño comportamiento de un pez. Una mujer me trajo uno hoy y, cuando le pregunté si era macho o hembra, el pescado se rio con descaro.

    —¿Que el pez se rio? ¡Imposible! Debiste soñarlo.

    —No soy tonta. No digo más que lo que he visto con mis ojos y oído con mis orejas.

    —¡Qué extraño! Pero te creo. Preguntaré al respecto.

    Por la mañana, el rey repitió a su visir lo que su esposa le había contado y le pidió que investigara el asunto y regresara antes de seis meses con una respuesta satisfactoria, o se enfrentara a la muerte. El visir le prometió hacer todo lo posible, aunque estaba casi seguro de fracasar. Durante cinco meses trabajó infatigablemente para encontrar una razón a la risa del pez. Buscó por todas partes y preguntó a todo el mundo. Consultó a los sabios e ilustrados, y a aquellos versados en la magia y en todo tipo de hechicería. Sin embargo, nadie consiguió explicar lo ocurrido, y por tanto regresó descorazonado a su casa y comenzó a preparar sus asuntos ante la perspectiva de una muerte segura, porque conocía al rey lo suficiente para saber que no retiraría su amenaza. Entre otras cosas, aconsejó a su hijo que viajara durante un tiempo, hasta que la furia del rey se hubiera enfriado.

    El muchacho, que era listo y atractivo, se marchó sin rumbo fijo. Llevaba fuera algunos días cuando se topó con un viejo granjero que también iba de viaje a cierta aldea. El anciano le pareció muy agradable así que le preguntó si podía acompañarlo, ya que iban a visitar el mismo lugar. El viejo granjero accedió y comenzaron a caminar juntos. El día era caluroso, y el camino era largo y cansado.

    —¿No crees que sería más agradable si nos turnáramos durante el viaje? —dijo el joven.

    «¡Pero qué tonto es!», pensó el viejo granjero.

    Atravesaron un campo de maíz listo para la cosecha que parecía un mar dorado ondeando en la brisa.

    —¿Estará comido o no? —preguntó el joven.

    Como no comprendía lo que quería decir, el anciano contestó:

    —No lo sé.

    Después de un rato los dos viajeros llegaron a una gran aldea, donde el joven entregó a su compañero una navaja.

    —Toma, amigo, consigue dos caballos con ella. Pero, si no te importa, tráela de vuelta, porque es muy valiosa.

    El anciano, medio sorprendido y medio enfadado, cogió la navaja y murmuró algo para sí mismo: su compañero, o era tonto, o se estaba haciendo el tonto. El joven fingió no escuchar su respuesta y permaneció en silencio casi hasta llegar a la ciudad, que estaba a poca distancia de la casa del granjero. Caminaron por el bazar y fueron a la mezquita, pero nadie los saludó ni los invitó a entrar a descansar.

    —¡Qué cementerio tan grande! —exclamó el joven.

    «¿A qué se refiere? —pensó el viejo granjero— ¿Por qué llama cementerio a esta ciudad tan poblada?».

    Abandonaron la ciudad y el camino los condujo hasta un camposanto donde un par de personas estaban rezando junto a una tumba y repartiendo chapatis y kulchas a los viandantes en honor al fallecido. Llamaron a los dos viajeros y les dieron tantos como quisieron.

    —¡Qué ciudad tan espléndida! —exclamó el joven.

    «Bueno, ¡este hombre debe estar loco! —pensó el viejo granjero— Me preguntó qué hará a continuación. ¿Llamará tierra al agua y al agua tierra, y hablará de luz cuando haya oscuridad y de oscuridad cuando haya luz?». Sin embargo, se guardó estos pensamientos.

    En cierto momento, tuvieron que vadear un riachuelo que corría a lo largo del cementerio. El agua era bastante profunda, así que el viejo granjero se quitó los zapatos y los pantalones para cruzar, pero el joven la atravesó con los zapatos y los pantalones puestos.

    «¡Bueno! Nunca había conocido a alguien tan tonto, tanto de palabra como de acción», se dijo el anciano.

    Sin embargo, el muchacho le caía bien y lo invitó a hospedarse en su casa siempre que pasara por allí.

    —Muchas gracias —contestó el joven—, pero primero deja que te pregunte una cosa: ¿los cimientos de tu casa son fuertes?

    El viejo granjero se despidió de él, desesperado, y entró en su casa riéndose.

    —Hay un hombre ahí afuera —dijo, después de saludar a su esposa y su hija—, que ha hecho la mayor parte del camino conmigo. Le he ofrecido quedarse aquí siempre que pase por la aldea, pero es tan tonto que no entiendo nada de lo que dice. Quiere saber si los cimientos de esta casa son fuertes. ¡Ese hombre debe de estar loco!

    Y dicho esto, estalló en carcajadas.

    —Padre —dijo la hija del granjero, que era una chica muy lista—, ese hombre, sea quien sea, no es ningún tonto. Solo quiere saber si puedes permitirte hospedarlo.

    —¡Oh! Por supuesto —contestó el granjero—. Entiendo. Bueno, quizá puedas ayudarme a resolver alguno de sus otros misterios. Mientras caminábamos juntos sugirió que nos turnáramos, como si ese fuera un modo más agradable de viajar.

    —Seguramente —dijo la chica— se refería a que contarais por turnos historias para matar el tiempo.

    —¡Ah! Bueno, y estábamos atravesando un campo de maíz cuando me preguntó si estaba comido o no.

    —¿Y no sabes el significado de eso, padre? Él solo quería saber si el dueño tenía deudas o no porque, si el propietario del campo tenía deudas, entonces la cosecha es como si estuviera comida, ya que toda iría a parar a sus prestamistas.

    —Sí, sí, sí, ¡por supuesto! Después, al entrar en una aldea, me pidió que cogiera su navaja y consiguiera dos caballos con ella, y que le devolviera la navaja después.

    —¿No son dos bastones tan buenos como dos caballos cuando uno viaja a pie por la carretera? Él solo te pidió que cortases un par de varas y tuvieras cuidado de no perder su cuchillo.

    —Entiendo —dijo el granjero—. Mientras caminábamos por la ciudad no vimos a nadie que conociéramos y ni un alma nos dio nada de comer, hasta que pasamos por el cementerio, donde unos aldeanos nos llamaron y nos ofrecieron algunos chapatis y kulchas. Así que mi compañero dijo que la ciudad era un cementerio, y el cementerio una ciudad.

    —Esto también es fácil de entender, padre, si pensamos en la ciudad como el lujar donde todo se obtiene, y que la gente poco hospitalaria es peor que los muertos. La ciudad, aunque abarrotada de gente, estaba muerta, mientras que en el cementerio, que está abarrotado de muertos, fuisteis recibidos como amigos y os proporcionaron comida.

    —¡Cierto, cierto! —exclamó el asombrado granjero— Y justo ahora, cuando hemos cruzado el río, no se ha quitado ni los zapatos ni los pantalones.

    —Admiro su sabiduría —contestó la chica—. A menudo pienso en lo estúpida que es la gente que se aventura en la rápida corriente y pisa sus afiladas piedras con los pies desnudos. Si tropiezan, se caerán y se mojarán de la cabeza a los pies. Ese amigo tuyo es un hombre muy sabio. Me gustaría conocerlo y hablar con él.

    —Muy bien —dijo el granjero—, iré a buscarlo y lo traeré a casa.

    —Dile, padre, que nuestros cimientos son lo suficientemente fuertes, y entonces vendrá. Yo le enviaré un regalo por delante para demostrarle que podemos permitirnos tenerlo como invitado.

    Por tanto, la joven llamó a un criado y le envió con una vasija de mantequilla, doce chapatis, una jarra de leche y el siguiente mensaje: «Amigo, la luna está llena; el año tiene doce meses y el mar está lleno de agua».

    A mitad del camino, el portador del regalo y el mensaje se encontró con su hijo pequeño, quien viendo lo que había en la cesta suplicó a su padre que le diera un poco de comida. Su padre, imprudentemente, lo hizo. Después se encontró con el joven y le entregó el resto del regalo y el mensaje.

    —Dale las gracias a tu señora —le contestó el príncipe—, y dile que la luna es nueva, que solo he encontrado once meses en el año y que el mar no está lleno en absoluto.

    Sin comprender el significado de estas palabras, el criado las repitió a su señora tal y como las había oído, y de este modo se descubrió su robo y fue severamente castigado. Después de un rato, el joven apareció con el viejo granjero. Se le prodigaron grandes atenciones y lo trataron como si fuera hijo de un gran hombre, aunque su humilde anfitrión no sabía nada de su origen. Al final les contó todo (la risa del pez, la ejecución de su padre y su propio destierro) y les pidió su consejo sobre qué debía hacer.

    —La risa del pez, que parece haber sido la causa de todos estos problemas, indica que hay un hombre en el palacio que está conjurando contra la vida del rey —dijo la muchacha.

    —¡Qué alegría! —exclamó el hijo del visir— Todavía me queda tiempo para regresar y salvar a mi padre de una muerte ignominiosa e injusta, y al rey del peligro.

    Al día siguiente emprendió el camino de vuelta a su propio país llevándose consigo a la hija del granjero. Cuando llegó, corrió a palacio e informó a su padre de lo que había descubierto. El pobre visir, casi resignado a morir, se presentó de inmediato ante el rey y le repitió lo que su hijo había dicho.

    —¡Imposible! —dijo el rey.

    —Pero debe ser eso, Su Majestad —contestó el visir—, y para demostrar que lo que he oído es cierto, te suplico que reúnas a todas las doncellas de tu palacio y que les ordenes saltar sobre una fosa que debe ser excavada. Así descubriremos si se esconde un hombre entre ellas.

El rey hizo que cavaran la fosa y ordenó a todas las doncellas de su palacio que intentaran saltarla. Todas ellas lo intentaron pero solo una lo consiguió. ¡Y se descubrió que esa era un hombre!

    La reina se quedó entonces satisfecha y el leal visir salvó la vida.

    Después, tan pronto como fue posible, el hijo del visir se casó con la hija del viejo granjero y su matrimonio fue de lo más feliz.

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