Folklore de Nicaragua. Editorial Unión, Masaya, 1968.
Era notorio en el pueblo que Filemón Suárez había sufrido
un completo fracaso económico. En los últimos dos
años, como aparente víctima de una maldición, había venido
dando traspiés en sus negocios y empresas; pues sus
frecuentes fallas no parecían obedecer a contingencias de
ordinaria ocurrencia, sino que los golpes desafortunados
habían caído sobre él sucesiva e implacablemente, sin alternativas
de pasajeras bonanzas, hasta liquidarlo totalmente.
¡Pobre Filemón! Todo lo había perdido: sus dos fincas
de agricultura, su ganado, su hermosa casona en el
pueblo, su bien surtida tienda de abarrotes, todo. Los
acreedores, que no eran pocos, no habían tenido piedad
de él; así como tampoco la había tenido Filemón con los
deudores suyos, en sus tiempos de prosperidad. A la verdad
que la gente no se condolía de la quiebra; más bien se
alegraban; la consideraban como merecido castigo de la
ambición y avaricia, de la malevolencia de aquel hombre.
Ahora Filemón era un cualquiera, pero sabía trabajar,
de eso no cabía duda y estaba más o menos joven, pues
frisaba en los cuarenta años; así que con inquebrantable
resolución y firmeza decidió irse a buscar trabajo de jornalero
a las haciendas del cerro.
Todo el mundo lo miró irse, con alforjas al hombro, de
caites y con aire resuelto.
Las comadres comentaron:
—¡Así terminan los malvados!
—¡Y peor que lo hemos de ver!
—¡Nadie se va de esta vida sin pagar sus pecados!
No había transcurrido una semana de la partida de Filemón,
cuando éste regresó; y por cierto, de muy distinto
talante de como se había ido. El pueblo todo se quedó
pasmado de asombro, estupefacto, no querían dar crédito
a sus ojos; creían estar alucinado; pero no, allí estaba Filemón
Suárez; ¡y había que verlo cómo regresaba!
Efectivamente, había que verlo. Caballero en un magnífico
caballo tordillo, bien enjaezado, con un mantillón
azul marino y riendas de cuero de excelente calidad, calzando
espuelas plateadas, el que se suponía quebrado y
fracasado se paseaba desafiante por las cuatro calles del
pequeño poblado, en todas direcciones, como un flamante
cirquero, en plan de exhibición.
— ¿Se habrá sacado la lotería el gran bandido?
— ¿A quién habrá desvalijado?
— ¿Se habrá hallado alguna botija?
— ¿Le habrán dejado una buena herencia?
Estas y otras preguntas parecidas se hacían las gentes;
pues no atinaban a encontrar la razón del repentino cambio
de fortuna de su odiado coterráneo.
Pero volvió la calma a reinar en el ambiente; y el enigmático
Filemón volvió a recuperar sus propiedades rústi60
cas, su vieja casa, su ganado; compró dos haciendas más,
montó una gran tienda de abarrotes mejor que la primera.
El dinero le entraba a manos llenas. La suerte había
cambiado radicalmente para él; ahora le era enteramente
favorable, todo le salía bien; si sembraba, obtenía óptimas
cosechas; si apostaba a los gallos o jugaba a los dados,
ganaba inexorablemente; si comerciaba, ganaba y ganaba,
¡Oh! ¡Como se reía de su excelente fortuna! Indiscutiblemente
que él era segura carta de triunfo en todas las
empresas.
Ante el poderío adquirido por Filemón, no tuvo más
que resignarse y no volver a murmurar; porque como decían
los viejos, ese hombre había nacido parado; y además,
él tenía y daba trabajo a todo el mundo. ¿Pero, de
dónde habría sacado tanta plata, si había quedado arruinado?
¿La habría tenido enterrada?
Serían ya como las siete de la noche, cuando Filemón
regresaba de su hacienda de ganado situada en las faldas
occidentales del cerro. El aire estaba fresco y la noche comenzaba
a cubrir la tierra. Era por el veranillo de San
Juan. La bestia que trotaba sosegada de pronto empezó a
inquietarse. El amo, extrañado de la alteración nerviosa
del animal, le habló con suavidad, lo palmoteó en el pescuezo
y le acarició las crines; pero el caballo, lejos de calmarse,
continuaba en su excitación. Y cuando Filemón
menos lo esperaba, dio el animal un formidable relincho
y se paró violentamente asegurándose sobre las patas traseras;
que sí no hubiese sido por la destreza del montado,
habría dado con su humanidad en el suelo. No queriendo
exponerse más, se apeó de la bestia; y no bien lo había
hecho, cuando ésta dio media vuelta y salió a todo galope
por el camino que traían.
Ya sólo Filemón en el camino, tuvo miedo. Una idea
punzante le taladraba las sienes. ¿Será posible? —Se decía—
No, no puede ser —se contestaba en voz baja. Pero
el miedo, como viento helado, le corría por la espalda y
le estaba corroyendo el corazón. Y sin darse cuenta, abrió
los brazos en actitud implorante y gritó a pleno pulmón:
¡No puede ser! ¡No puede ser!
—Sí, puede ser y tiene que ser —le contestó una voz
desagradable y fuerte que salió de las sombras. Y acto seguido
el dueño de la voz se le plantó enfrente.
Cuando Filemón lo reconoció, se le tiró al suelo como
haría el siervo más desgraciado y se puso a besarle los pies.
—De nada te sirven todas esas humillaciones —lo
apartó agresivamente el otro. Y con timbre mandón, le
ordenó:
—Levántate. Por estar disfrutando de la felicidad que
te ha proporcionado el dinero, te has olvidado del transcurso
del tiempo y del pacto que suscribiste con tu propia
sangre. Levántate infeliz.
Obedeció Filemón como verdadero autómata. Había
sufrido en un instante una notable transformación; estaba
convertido en un anciano tembloroso y encorvado.
¡Pobre Filemón! Ahora sí que era digno de compasión.
Había caído en las redes del mismísimo diablo y no habrá
manera de cómo escaparse.
¡Qué de angustias y penas lo atormentaban! ¡Cómo estaba
de arrepentido, pero de nada le servía!
Ahora lo recordaba todo como en una cinta cinematográfica,
pasaban por su mente los recuerdos de los abominables
sucesos de aquella tarde calurosa de Julio, hacía
siete años. Sí, todo se le presentaba con meridiana claridad.
Cuando salió del pueblo en busca de trabajo, lo había
alcanzado un hombre con apariencia de jornalero, descalzo,
con su machetillo debajo del brazo y con el rostro
medio tapado por un sombrero alado. Bien lo recordaba.
El individuo en cuestión le había metido plática, sobre
la carestía de la vida, la pobreza, las calamidades, etc. y
él, Filemón, entrando en confianza, le había contado su
reciente fracaso y el rudo golpe sufrido.
— ¿Y ahora qué piensas hacer? —le había preguntado
el hombre.
—Pues buscar trabajo, para pasar la vida; pero quién
sabe si me podré acomodar acostumbrado como estaba a
tener mucho dinero.
No bien había acabado Filemón de pronunciar la palabra
dinero, cuando el compañero dio un gran salto y fue
a caer sentado en una piedra grande que estaba a la vera
del camino.
Se quitó el sombrero saludó y ensayando su mejor sonrisa
y llamó a Filemón, y éste, insensiblemente, se fue
acercando y acercando, hasta quedar bien cerca de aquél.
—Acércate, no temas —le dijo a Filemón.
— ¿No es dinero lo que quieres? —agregó interrogante.
—Lo tendrás —continuó, con la voz más melosa del
mundo—. ¿Qué, nada contestas? —Prosiguió malhumorado—,
¡Oh no, bien veo que eres un cobarde, un hombre
y pusilánime, por eso fracasaste y fracasarás siempre.
¡Basta, contigo nada se puede!
Y acto seguido hizo ademán de levantarse e irse. Entonces
Filemón, al ver que su amigo se le iba, lo detuvo
diciéndole:
—¡No, espere! Perdone. Explíqueme, no le comprendo.
—¡Ah, eso es otra cosa! Ya le explicaré.
Y acomodándose bien en la piedra que le servía de
asiento, el desconocido habló así:
«Yo soy un ser poderoso, poderosísimo. Yo soy el amo
del mundo y sus riquezas. Yo doy las riquezas y el poder a
quienes lo desean y están dispuestos a aceptar mis condiciones,
que no son muchas.»
«Si tú quieres hacerte rico, tener poder y que todos te
teman y respeten, consíguete siete gatos negros y una lata
grande y te vas mañana a la cumbre del cerro, en donde te
esperaré a las tres de la tarde. Llevas también un cántaro
de agua, un manojo de leña bien seca y fósforos.»
Y diciendo las últimas palabras, desapareció. Filemón
se quedó atónito. Pero desgraciado como andaba y sin
qué comer, tomó la inquebrantable resolución de acatar
el consejo del misterioso desconocido. Y así, se dio a la
tarea de conseguir los gatos y demás materiales. Empeñó
o malvendió sus alforjas, su poca ropa que le quedaba y
aun los caites; y a la hora convenida ya había subido a la
cumbre del cerro, por tercera y última vez, pues tuvo que
hacer tres viajes de acarreo; y se dispuso a esperar a su
amigo.
No tardó en aparecer. Y tomando éste la palabra, con
voz grave y pausada le ordenó:
—Prepara una fogata, echa el agua en la lata y espera
que hierva. Cuando esté en ebullición, echa los siete gatos
en el agua y tapas la lata con esta tabla.
Y le dio una tabla burda. Filemón obedeció al pie de la
letra, cuando el agua comenzó a hervir metió los gatos y
tapó el recipiente.
No había acabado de hacerlo, cuando los gatos se pusieron
a dar aullidos terribles, horrorosos, despavoridos,
escalofriantes, que tronaban como si fueran mil tormentas
juntas.
Luego se empezaron a oír chirridos de cadenas y gritos,
grandes “ayes” y lamentos como de personas torturadas.
La atmósfera se puso densa, saturada de humo azufrado
y mal oliente, y por momentos se perdió la visibilidad de
los objetos.
Filemón estaba aterrado, desesperado y pensó en huir
y abandonarlo todo. Ya iba a poner en ejecución su pensamiento,
cuando una altisonante carcajada lo detuvo, y
lo dejó como petrificado. Cesaron los aullidos, chirridos
y lamentos, se disipó la humareda y todo volvió a la normalidad,
como antes había estado. Se volvió del lado de
donde provenía la carcajada y vio lo que nunca sus ojos
habían visto ni habrían querido ver: ¡El diablo! ¡El diablo
en su espeluznante figura! Allí estaba: con sus ojos
llameantes y pavorosos, su cuerpo peludo, sus cuernos, su
cola, sus uñas, su aliento azufrado y humeante.
Filemón creía estar soñando, ser presa de alguna pesadilla.
¡Horror, horror...! Allí estaba El Malo, tal cual era,
como le habían contado que era.
—Bueno —le dijo el diablo—. ¡Manos a la obra! Destapa
esa lata y saca lo que hay dentro.
Hizo Filemón lo que le mandaron y sacó siete hombrecitos
negros, bien formados pero chiquitos, como de
dos pulgadas de estatura.
—¡Échalos en tu cajita de fósforos y llévalos siempre
contigo que ellos te darán todo lo que quieras, pero durante
siete años solamente, a contar de hoy. Son los Siete
Negritos parte de mí, algo así como hijos míos.
Filemón acató las instrucciones y se guardó la cajita
con su preciosa adquisición.
—Ahora —agregó el diablo— vas a firmar el contrato.
Y desenrollando un documento que llevaba preparado,
le pinchó una vena del brazo derecho al pobre hombre,
humedeció en la sangre de éste una pluma de zopilote
y lo hizo firmar. Todo aquello se realizó en un abrir y
cerrar de ojos.
—Bueno, ya está —prosiguió el diablo—. Toma esta
bolsa con dinero para que comiences a trabajar; que todo
lo demás te llegará por añadidura.
Y desapareció.
Ahora Filemón recordaba todo aquello. Efectivamente,
no se había dado cuenta del transcurso del tiempo. Ya
iban a vencer los siete años.
—Te faltan sólo siete días —le dijo el diablo—. Te lo
vengo a recordar para que estés preparado. Eres mío en
cuerpo y alma. Yo te he cumplido mi palabra, todo has tenido;
ahora a ti te toca cumplirme. No trates de evadirte;
que donde quiera que estés, allí te encontraré y de allí te
llevaré para mis dominios. Y desapareció.
Filemón se fue a sentar bajo un árbol, y recostó la cabeza
en el tronco, bien cansado y sudoroso, como que había
realizado una pesada labor; y se quedó dormido.
Cuando despertó, se halló acostado en una tijera en su
hacienda de ganado, estaba prendido en calentura. Trinidad,
su hermano de leche, hijo de la Nacha, su nodriza,
cuando vio llegar el caballo de regreso a la finca, se
alarmó en extremo; se imaginó que a Filemón lo habían
asaltado y matado en el camino y se fue a buscarlo en
compañía de unos mozos. Lo reconocieron por el traje y
el sombrero; alquilaron una carreta en una huerta vecina
y se lo llevaron a la hacienda.
—Dame agua, Trinidad, que me estoy quemando —
fue lo primero que habló.
Le pasó el agua; y aquél se la bebió con avidez.
—Cierra esa puerta bien —le dijo a su hermano de leche—,
afiánzala con el aldabón y la tranca.
Trinidad hizo como se le mandaba.
—Ahora, acércate —prosiguió el enfermo—; aquí...
aquí, siéntate en la tijera, quiero revelarte mi gran secreto,
que sólo tú lo oigas.
Se acercó Trinidad y con gran perplejidad y estupefacción
oyó el relate fiel que le hizo el calenturiento, de su
pacto con el diablo. Cuando hubo terminado, Trinidad se
apeó de la tijera y se hincó al pie, exclamando:
—¡Oh, no! ¡No puede ser, no puede ser, Filemón!
—Así decía yo ayer, pero la realidad es otra. Estoy condenado,
hermano; condenado por mi ambición, por mi
insaciable sed de dinero. Yo hubiera trabajado como el
más humilde mozo y me hubiera ganado la vida honradamente,
pero ahora ya no tengo salvación; ya no tengo.
Y rompió en amargos sollozos. Trinidad lo acompañaba
en su dolor, llorando inconsolablemente.
—Bien —dijo Filemón, reponiéndose—. ¡Valor! Llama
a un notario ahora mismo. Voy a testar distribuyendo
todos mis bienes entre los pobres. Tú serás el albacea. A
tí no te dejaré ninguno de esos bienes, porque conoces el
secreto. Toma mi anillo, que es lo único legítimo y bueno
que poseo, recuerdo de mi santa madre.
Trinidad tomó el anillo y fue a traer al cartulario. Una
hora después, todo había quedado arreglado.
—Despide a los mozos, Trinidad; dales permiso y sueldo
adelantado. No des en qué sospechar nada. Déjame
solo, enteramente solo. Tranca bien las puertas y ventanas;
ponles candado por fuera y vete. Vete; y no regreses
hasta el cabo de seis días justos. Trinidad se fue.
Filemón quedó como quería quedar en la más absoluta
soledad. En una pequeña alacena había aprovisionado sus
escasos alimentos: tortillas frías, queso, pinol y agua.
A medida que se acercaba el día señalado en el maldito
pacto, la serenidad y presencia de ánimo lo abandonaban.
Ya no comía; a duras penas calmaba su sed. Los ojos los
tenía desorbitados, el pelo se le había vuelto casi blanco,
y era presa de grandes crisis nerviosas, semejantes al delirium
tremens. Reía, gritaba, pataleaba, bailaba, cantaba,
lloraba; pasando de un estado a otro, con gran rapidez.
Estaba loco, loco de remate. Como a las once de la noche
del día indicado, un caballero de negro, montado en
un caballo negro de buena estampa, llegó a la casa de la
hacienda, dio tres golpes fuertes en la puerta principal.
Cuando Filemó los oyó, comenzó a reírse a grandes
carcajadas y entrando en lucidez, se acordó de un revólver
que tenía en su cofre y sacándolo se puso a disparar
hacia el lugar de donde provenían los golpes, que se habían
reanudado con mayor fuerza. De pronto la puerta
se desprendió, entró el de negro y abalanzándose sobre
Filemón, lo apretó violentamente en el cuello hasta estrangularlo.
Luego lo tomó de los cabellos y lo arrastró
hasta el patio; lo ató de los mismos cabellos a la cola de la
bestia y se lo llevó.
El velorio y el entierro estuvieron muy concurridos.
La gente decía que a Filemón se le había ablandado el
corazón y había renunciado a sus bienes en favor de los
pobres.
—¡Pero cuánto pesaba! —dijo uno.
—Sí, a mi me dejó chollado el lomo —comentó otro.
—Y yo he quedado con dolor en la nuca —agregó un
tercero—. Pero no nos fue mal, porque el albacea fue muy
generoso.
Trinidad oía y lloraba en silencio, conociendo como
conocía el otro gran secreto: que en el ataúd solamente
iban piedras.
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