L EJOS, muy lejos, en una montaña cubierta de nieve, cuya
cumbre se elevaba muchísimo más allá de las blancas nubes
y donde no había llegado ¡amas, ningún hombre, se extendía un
lago tan grande, que parecía un mar.
Sus aguas eran claras como el diamante más limpio y azules
como el alto cielo que brillaba entre los rayos del Sol.
Alrededor de aquel lago crecían esbeltas plantas de lustrosas
hojas, tan suaves como plumas de pájaros. Y cuando la luz caía
sobre ellas, brillaban de modo que parecían hechas de esmeraldas.
Aquí y allá, por toda la orilla, se veían piedras y rocas vestidas
de blanda hierba.
Cada mañana, al salir el Sol de entre las nubes, se asomaba
al lago, se miraba en sus aguas como en un espejo y decía:
—No he visto en todo el mundo un lago más bello que éste.
Una mañana, como de costumbre, contemplábase el astro en
el líquido, cuando de repente, del mismo lugar en el cual se reflejaba
su cara redonda y dorada, comenzó a levantarse una onda pequeñita
que poco a poco fue elevándose, hasta formar un cerro de agua
azul y brillante.
Jamás habíanse visto olas tan grandes en ese lago.
Al mirar este hecho extraordinario, las plantas que crecían
en la orilla dejaron de conversar y se empinaron para mirar mejor;
el viento, que hacía rato silbaba con su enorme boca, quedóso de
repente quieto y se agazapó en el hueco de una roca, a fin de atisbar
desde allí lo que pasaba; las viejísimas piedras blancas y negras,
que se sabían de memoria la historia íntegra del lago y conocían
perfectamente la vida del Sol, la Luna y las Estrellas, pero que hablaban
muy pocas veces, abrieron enormemente sus oscuros ojos con
pestañas y cejas de musgo y miraron aquello.
De pronto la inmensa ola se partió por en medio; miles de
pececitos de plata saltaron hacia afuera y en seguida asomaron de
entre las aguas, cogidos de las manos, un hombre y una mujer. Eran
íóvenes y hermosos, sus ojos brillaban como estrellas. Iban vestidos
con túnicas de tela de oro, adornadas con piedras preciosas y plumas
de colores.
El mancebo se llamaba Manco-Cápac y la doncella, Mama-
Odio. Miraron a su alrededor. El lago estaba ya completamente
tranquilo, como si nada hubiera ocurrido.
Entonces empezaron a andar sobre las aguas, lo mismo que
si caminasen sobre tierra firme y pronto llegaron a la orilla.
Sus ropas se hallaban completamente secas. Sólo en su hermoso
pelo negro temblaban miles de gotitas de agua. Al pisar la
playa sacudieron sus cabelleras; las gotitas saltaron, yendo a parar
sobre las rocas y al caer en ellas se convirtieron en piedras preciosas.
Alzaron luego los ojos. Allá, en el cielo azul, estaba el Sol
que miraba a sus hijos, con el rostro brillando de alegría. Porque
eran sus hijos y eran príncipes los dos jóvenes nacidos tan misteriosamente.
El Sol les había dado la vida, haciéndolos salir de las aguas
encantadas del lago Titicaca.
Manco-Cápac tenía en la mano derecha una vara de oro que
brillaba tan vivamente corno si fuera un rayo de luz, y Mama-Odio
Iban vestidos con túnicas de tela de oro,
adornadas con piedras preciosas.
llevaba un huso con el cual hilaba todo el tiempo, lana de lindos
colores.
El Sol había regalado a Manco-Cápac aquella vara para que
fundara un gran imperio en el lugar donde lograra clavarla hasta
la empuñadura.
Era preciso obedecer ese mandato y los dos príncipes echaron
a andar. El ¡oven probaba el suelo, con su vara maravillosa; pero no
era fácil dar con la tierra conveniente.
Durante todo el día, Manco-Cápac trabajó hasta cansarse en
ir tocando el terreno y Mama-Ocllo fue a su lado, hilando.
Llegó la noche y ambos durmieron bajo un árbol.
Continuaron la marcha a la mañana siguiente y caminaron
de este modo durante meses y meses, alimentándose de los frutos del
campo y bebiendo en los arroyuelos.
Andando así, llegaron una mañana muy nublada al pie de
un cerro. Subiéronlo fatigosamente y en el momento en que pisaban
la cumbre, asomó el Sol entre las nubes y alumbró con luz vivísima
todo el campo.
Jamás habían visto un lugar más hermoso.
—¡Oh Manco-Cápac, dijo Mama-Ocllo; prueba tu vara en
esta preciosa tierra!
Entonces él tomó la vara y aventóla hacia el valle, con tal
fuerza, que quedó clavada hasta la empuñadura.
Descendieron los jóvenes apresuradamente y arrodillándose
sobre la hierba fresca, dieron gracias a su padre por aquel hermoso
suelo que les daba para vivir.
Los hombres que habitaban los lugares cercanos, al saber que
habían llegado dos maravillosos príncipes, hijos del Sol, acudieron a
saludarlos, formando filas interminables. Unos llevaban los mejores
frutos de sus chacras; otros, las flores más bellas de sus jardines,-
los pastores conducían llamas blancas como la nieve, vicuñas de piel
dorada como el sol y alpacas negras como la noche. La gente y los
rebaños cubrían completamente el valle y llegaban hasta el horizonte.
Entonces se adelantaron los jefes de aquellos pueblos y dijeron
a los príncipes-.
—Queremos que vosotros seáis nuestros reyes.
Luego, los músicos tocaron sus trompetas y los soldados pusieron
sus lanzas y flechas a los pies de los jóvenes, en señal de sumisión.
En seguida, la multitud entusiasmada lanzó gritos que atronaban
el espacio, diciendo:
—¡Viva el Rey Manco-Cápac! ¡Viva la Reina Mama-Ocllo!
Los dos aceptaron gustosos el reinado y Manco-Cápac fundó
entonces el Imperio del Tahantinsuyo y escogió para edificar la capital,
el sitio en que se había clavado la vara mágica.
Pronto comenzó toda aquella gente a construir preciosos palacios
de piedra, forrados con láminas de oro y al poco tiempo habían
levantado una maravillosa ciudad a la que pusieron por nombre
Cuzco.
El emperador, en persona, enseñó a los hombres a labrar la
tierra y la emperatriz instruyó a las mujeres, en el modo de tejer
preciosas telas.
Los dos jóvenes fueron reyes muy amados por su pueblo y
vivieron gobernando aquel hermoso país, durante muchos años.
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