miércoles, 6 de marzo de 2019

La maldición del santuario de Cancho Roano

Nada, ya, tiene futuro. Ni siquiera este santuario de Cancho Roano, gloria de Tartessos durante dos siglos, perdurará. Ya lo auguró Satos, el gran sacerdote, en los últimos sacrificios. Tartessos ha muerto, Cancho Roano no podrá sobrevivirle.

  Quizás, antes de narraros lo acontecido, debería haberme presentado. Os pido disculpas, porque los nervios y la desesperanza parecen haber desterrado mi cortesía. Me llamo Setúbal, tengo veinte años y soy hijo del Santuario. Bueno, esa es una forma de hablar, claro está. Así nos dicen a los hijos nacidos de la prostitución sagrada ejercida en los aledaños del templo desde tiempos inmemoriales. Mi madre me engendró de padre desconocido y de niño me entregó al servicio del culto. Fui acogido y educado por los sacerdotes, a los que he servido fielmente desde entonces. Los valoro y admiro, sobre todo a Satos, por su enorme sabiduría. Saben leer el alma de sus fieles, conocen el pasado y adivinan el futuro. ¡Cuántas veces soñé con alcanzar algún día la distinción del sacerdocio y poder oficiar el sacrificio sagrado en la cella del templo! ¡Cómo deseé dirigir la liturgia para gloria de nuestra diosa! Pero los sueños, sólo sueños eran. Nunca hubiera podido ostentar ese honor, dada mi condición de hijo del templo. Nací de prostituta sagrada y el servicio es mi sino. Sólo los hijos de sacerdotes y nobles podían aspirar a ostentar los símbolos del sacerdocio.

  El santuario de Cancho Roano tiene dos siglos de vida. Lo que comenzó siendo apenas una cabaña destinada al culto de nuestra diosa, se fue convirtiendo con el paso del tiempo en el gran santuario que todavía hoy nos enorgullece. Dicen que su apogeo se alcanzó hace más de un siglo, bajo el reinado de Argantonio, el rey sabio y longevo que supo negociar con griegos y fenicios para garantizar la prosperidad del reino. Desde su muerte, Tartessos comenzó una lenta decadencia, con sus altibajos en función del precio de los metales, hasta que ahora nos encontramos a las puertas mismas de la desaparición. De la absoluta desaparición.

  Hace apenas cuatro días que logré regresar con vida de un peligroso viaje al norte, a la tierra de la cultura de los castros. Queríamos parlamentar con sus líderes con el objetivo de salvaguardar el futuro del santuario. Cada día nos llegaban noticias de su avance conquistador y no queríamos ser objetivo de sus huestes. Bien sabíamos cómo se la gastaban estos bárbaros con los pueblos que se le resistían. Muerte, violaciones, tormentos, robo, saqueo, destrucción… Nosotros, sin defensa militar posible, ya que Tartessos se desmembraba sin remedio, éramos una presa fácil, codiciados por la fama de nuestras riquezas. Sólo teníamos la posibilidad de la capitulación honrosa y el compromiso de salvaguarda. Me enviaron como miembro de la escolta de Zalal, uno de los sacerdotes más ancianos, que encabezaba la delegación de embajada. Uno de los reyezuelos de las tribus invasoras se dignó a recibirnos y tuve el honor de acompañar a Zalal a la audiencia.

  —Dime, viejo —así, grosera y zafiamente, se dirigió aquel bárbaro a mi admirado sacerdote—, ¿qué quieres? ¿Por qué vienes a molestarnos?

  —Señor —respondió Zalal diplomáticamente, dándose por no enterado del desprecio sufrido—, supongo que os habrán informado de que soy sacerdote de Cancho Roano.

  —Puede que alguno de estos inútiles algo me dijera, pero ni siquiera lo recuerdo bien. Bien, eres sacerdote, pero mi pregunta sigue sin respuesta. ¿A qué vienes?

  —Cancho Roano es el principal centro de culto y comercio ubicado entre Tartessos y la Meseta. Sus habitantes somos gentes de religión, cultura y comercio. Sabemos de vuestro avance y venimos a solicitar vuestra protección.

  —¿Protección? ¿Protección me pides? —el cabecilla pareció enfurecerse—. ¿Y por qué no la solicitas al cabeza de Tartessos, tu reino querido?

  —Señor, nosotros no nos queremos meter en política. Simplemente dirigimos nuestras oraciones y ofrendas a la diosa y…

  —¡Cállate, no estoy dispuesto a seguir escuchando más estupideces! ¡Conocemos bien a los parásitos como tú! ¡Os aprovecháis de la inocencia de la gente para desplumarla con pantomimas ante vuestros ídolos absurdos! Sólo por eso, deberíais ser pasados a cuchillo. Lleváis siglos saqueando la riqueza de la región. De todos nuestros enemigos, sois los peores. ¡Soldados! ¡Encerrad a estos cretinos y ejecutadlos mañana al alba! Que sus cabezas rueden en honor de nuestro dios de la guerra, el único verdadero.

  Aturdidos ante la brutal sorpresa, fuimos arrastrados con el resto de la escolta hasta una tosca cabaña de piedra y brezo. Allí nos arrojaron al suelo, mientras escuchábamos como disponían de una guardia en la puerta. Los más jóvenes sollozaban de miedo, mientras Zalal, que intentaba animarnos, no paraba de repetir que aquello no podía ser otra cosa que una salvaje estrategia de negociación, que al día siguiente volverían a reunirse y que lograría convencerles de las ventajas del pacto.

  —Sacerdote Zalal —le susurré respetuosamente—. Nada detendrá a estos salvajes. Sólo quieren tierras, oro y poder. Debemos intentar huir.

  —¿Huir? Un gran sacerdote de Cancho Roano nunca huye, deberías saberlo. Intentaré cumplir la misión encomendada hasta el límite mismo de mi propia vida. Y si tengo que morir, lo haré con dignidad.

  —Perdón, yo sólo quería ayudar y…

  —Vamos a intentar descansar algo. Mañana tendremos mejor día.

  Avergonzado, me aparté. Sin esperanza alguna de descansar, me dediqué a pensar en alguna posibilidad de huida, no me resignaba a morir.

  Zalal, mientras tanto, parecía meditar profundamente, sin que ningún gesto o expresión denotara tensión alguna. Yo, por el contrario, fui presa de una corrosiva ansiedad, que me hizo gritar inopinadamente:

  —¡Hay que intentar huir! ¡Si no lo hacemos nos matarán a todos!

  Esperaba una reprimenda de Zalal pero, para mi sorpresa, el sacerdote nos ordenó acercarnos a él y en voz baja, comentó:

  —Me duele reconocerlo, pero Setúbal tiene razón. La diosa me ha hablado para decirme que tenemos que advertir a los de Cancho Roano del peligro que corren.

  —Pero ¿cómo lograremos escapar? Estamos fuertemente custodiados.

  —Sólo hay una manera, pero es arriesgada y peligrosa. Incendiaremos la cabaña. El techo de brezo seco arderá con mucha facilidad; en los pliegos de mi túnica tengo la yesca y el pedernal que necesitamos para la primera chispa.

  —Pero… si la cabaña arde, moriremos todos achicharrados.

  —Así es. Pero, al menos, existirá una oportunidad para que alguno de vosotros, jóvenes y rápidos, logre escapar con vida. Y si morimos, más vale perder la vida aquí, ahora, que agonizar para el gozo de sus ojos sedientos de sangre. Yo, desde luego, moriré con la dignidad de un sacerdote tartésico. No le daré la satisfacción a ninguno de esos bárbaros de ver rodar mi cabeza. Atención, voy a encender el fuego por las cuatro esquinas de la cabaña. Taparos la nariz y la boca, encomendaros a nuestra diosa y el que logre encontrar un hueco en el derrumbe de la techumbre, que corra como un ciervo hasta Cancho Roano. Allá voy.

  Con suma habilidad, Zalal hizo brotar algunas chispas sobre un montoncito de brezo seco. Con rapidez, una vez que el fuego había agarrado, acercó una rama mayor que aplicó a la cubierta. En un instante, la choza se transformó en un auténtico infierno. El calor se hizo insufrible, mientras que el humo nos hacía toser y nos imposibilitaba la vista. Todo fueron gritos de dolor y miedo, mientras que los soldados de guardia alertaban del fuego, atemorizados ante la posibilidad de que las llamas se extendieran a las cabañas vecinas. Yo quedé paralizado, sin saber qué hacer. Y fue entonces cuando parte del techo se derrumbó sobre Zalal, aplastándolo bajo su mole incandescente. Una de las grandes vigas de soporte, al caer, abrió un hueco en una de las esquinas, que afortunadamente logré advertir entre lágrimas y humo. Sin dudarlo, me lancé hacia él, arrojándome con decisión sobre su espacio vacío. Rodé en el exterior, con quemaduras y mucho dolor por el golpe, pero no era momento de lamentaciones. Sin perder ni un instante, eché a correr como un auténtico desesperado. Para mi sorpresa, nadie pareció advertir mi huida, ocupados como estaban en impedir la propagación del incendio. Como dieron por muertos a todos los prisioneros, no había nada que custodiar. Tras una larga carrera, caí al suelo exhausto. Me encontraba sobre una ligera elevación que dominaba el campamento enemigo. Me giré por un instante para comprobar, con espanto, cómo la cabaña se había derribado por completo y se consumía en grandes llamas. Todos mis compañeros habrían fallecido calcinados. Sólo yo, al que la diosa le hizo el regalo de aquel hueco redentor, me había salvado. Tenía una alta misión que cumplir. Llegar sano y salvo hasta el Santuario y advertir a sus sacerdotes de lo que se avecinaba. Me levanté y comencé mi ruta guiado por las estrellas. Con suerte, en cuatro días de dura marcha, podría regresar hasta el Santuario.

  Con la voluntad que forja el deseo de supervivencia, conseguí alcanzar Cancho Roano. Sólo cuando crucé el puente sobre el foso con agua que rodea al Santuario, pude relajarme, al punto que caí al suelo exhausto. Cuando desperté me encontraba en la sala donde se practicaban las curas a los muchos enfermos que hasta aquí acuden para buscar consuelo a sus males. Dos sacerdotes me atendían solícitos.

  —Setúbal —se dirigieron a mí en cuanto comprobaron que había recuperado la conciencia—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué regresas solo? ¿Y Zalal? ¿Y el resto de la embajada?

  —Todos están muertos. Los guerreros de los castros nos encerraron para matarnos. Incendiamos la cabaña con la esperanza de huir y sólo yo conseguí escapar. Zalal me pidió que os dijera que debemos abandonar el santuario. Vienen a destruirlo y a quedarse con nuestras riquezas.

  —Debemos reunirnos con urgencia con Satos. No, espera, mejor aún. Primero le contarás a solas lo mismo que a nosotros nos has dicho. Cuando haya asimilado la noticia, convocaremos reunión capitular.

  Me acompañaron hasta la cella del altar, el lugar más sagrado del santuario. Atravesamos antes un par de salas repletas de riquezas y objetos litúrgicos, entre los que destacaban ricos vasos griegos, jades y escarabeos egipcios, joyas de oro y plata, vajillas y arreos de bronce, abalorios de vidrio, adornos de hueso y marfil, y múltiples herramientas de hierro. La mayoría provenían de donaciones de ricos mercaderes de metales, pero muchas de las riquezas también eran fruto de los réditos que el comercio generaba para el templo. Me dejaron ante la penumbra de la cella y entré en ella con reverencia y respeto.

  —Hola Setúbal, siéntate aquí —Satos se dirigió a mí con una voz teñida de tristeza y melancolía—. Zalal y los demás han muerto, ¿verdad?

  —Sí…

  —La diosa me lo acababa de comunicar tras el sacrificio que acabo de ofrendarle.

  Miré hacia el altar y observé cómo la sangre del sacrificio aún goteaba sobre el vaso sagrado que la recogía de la superficie del altar en forma de piel de toro. Los vasos litúrgicos descansaban sobre unos poyetes de adobe adosados a la pared. La cella era pequeña y los vapores de las plantas y resinas aromáticas cargaban el ambiente saturado. El sumo sacerdote seguía en silencio, con las manos alzadas, como implorando ayuda divina.

  —Nada los detendrá, ¿verdad?

  —Creo que no, señor.

  —¿Murió Zalal con la dignidad propia de un sacerdote?

  —Sí, señor. Prefirió quemarse vivo por su propia mano que ser víctima de la espada de los guerreros. El incendio permitió que yo pudiera escapar.

  —Zalal siempre supo estar a la altura de las circunstancias. Era el mejor.

  Me pareció advertir que una lágrima pugnaba por brotar entre sus párpados. Sin poderlo evitar, rompí a llorar como un niño.

  —Cálmate, Setúbal, tenemos que mantener la cabeza muy fría ahora. ¿Qué mensaje te pidió Zalal que trasladases?

  —Que vienen para saquear, destruir y matar. Que abandonemos el santuario antes de que sea demasiado tarde.

  —El fin anunciado de Cancho Roano…

  El sacerdote terminó de ofrendar el vaso del sacrificio. Sólo después de lavarse sus manos en la palangana de agua santificada, se volvió hacia mí para preguntarme:

  —¿Cuántos días tardarán en llegar hasta aquí?

  —Cuatro días, señor. Cinco a lo sumo.

  —Tenemos poco tiempo y mucha tarea por delante. Sal y pide que convoquen consejo urgente.

  Le obedecí de inmediato. Mientras los sacerdotes se reunían en la sala capitular, yo me acerqué hasta el pozo del patio central del santuario. Bebí con ansía el agua sagrada. Agua. Ese era el motivo de la ancestral ubicación del santuario, situado sobre una poderosa corriente subterránea y a los pies de un arroyo. La abundancia de agua permitía tener abastecido el gran foso cuadrado que rodeaba todo el recinto.

  Sabía que los sacerdotes decidirían en breve el futuro de todos nosotros, por lo que no quise alejarme y permanecí en el patio, mientras observaba las construcciones de dos plantas que configuraban el gran edificio del Templo. La construcción, como era habitual en todo el reino de Tartessos, era tan simple como eficaz. Muros de tapial y adobe que se levantaban sobre un zócalo de piedra, en algún caso de gran tamaño. Unas escaleras permitían el acceso a las azoteas, siempre planas. Los sacerdotes explicaban con frecuencia las distintas etapas de su construcción, pero a mí, la historia que más me gustaba era la de los altares antiguos que se encontraban bajo el actual, sobre todo la de uno con forma de reliquia egipcia, que solían pintar sobre la arena. ¡Cuántos misterios encerraba este prodigioso Cancho Roano a punto de desaparecer!

  El agudo sonido de la campana me sacó de mi ensimismamiento. Nos convocaban con urgencia a todos los que habitábamos el Santuario. El sumo sacerdote se subió a un estrado para dirigirnos la palabra.

  —Como sin duda ya todos sabéis, el enemigo del norte se acerca para destruirnos. Enviamos una embajada encabezada por Zalal, para manifestar nuestro deseo de paz, pero fueron condenados a muerte. Sólo Setúbal consiguió, milagrosamente, llegar hasta aquí. El santuario está sentenciado, pero no permitiremos que los bárbaros lo profanen. Por eso, lo destruiremos nosotros mismos siguiendo los ritos y la tradición. Llamad a cuantos hombres podáis reunir de los alrededores para que estén aquí a primera hora de las mañana. Serán unos días de trabajo intenso. Y, hoy, al crepúsculo, celebraremos una gran hecatombe en honor de la diosa, ahora que, aún, su templo está intacto. ¡Poneos en marcha, ya!

  Salí al campo a buscar hombres para el trabajo que teníamos por delante. Desconcertado, no terminaba de aceptar que fuéramos nosotros los que tuviéramos que destruir el santuario sagrado. Situado en el extremo norte del reino, cercano a su frontera del río Guadiana, el santuario se localizaba en una importante vía comercial y de producción de metales. De hecho, además de centro religioso, el Santuario albergaba un rico mercado de metales, en especial oro, cobre y bronce, que se aleaban en sus mismas dependencias. La técnica más secreta era la purificación del oro, que se conseguía mediante el uso del mercurio extraído de las minas de Almadén. En una de las salas destinadas a tal fin, además de crisoles de fundición se podían encontrar finas balanzas de gran precisión. Por todo esto, el santuario era rico, al tiempo que jugaba un importante papel cultural y educativo en toda la comarca. Y, una vez al año, en la gran romería de inicios del verano, una vez finalizada la siega de las mieses, cientos de personas se reunían para beber, bailar, rezar y encomendarse a nuestra diosa. ¡Cómo disfrutamos durante esos días, todo gozo y felicidad!

  Tras cumplir mi tarea, agotado, regresé al santuario. Había logrado visitar las cabañas de más de diez familias de los alrededores que al día siguiente estarían dispuestos a hacer lo que ordenaran los sacerdotes. Exhausto, me tumbé en mi habitación, pues necesitaba descansar tras mi agotadora huida y la búsqueda de hombres. Fue tumbarme y quedarme dormido de inmediato. Un fuerte ruido me despertó, pocas horas después. Gurnial, mi amigo del alma, me zarandeaba con fuerza.

  —¡Vamos Setúbal, que la hecatombe va a comenzar y nadie debe perdérsela!

  Me costó levantarme, me dolía todo el cuerpo. Me lavé la cara como pude, y al salir al patio comprobé cómo se había trasformado en el escenario de un gigantesco festín. La bebida abundante y la comida excesiva pasaban de mesa en mesa. Los comensales comían y bebían, con gula, pero sin alegría. Se trataba de una hecatombe final, de una despedida del lugar que amábamos y reverenciábamos. Me senté en una de las mesas y, como era mi deber, bebí y comí en abundancia. Pronto me hastié e incapaz de continuar sentado, me levanté y salí fuera a estirar las piernas. Algunos así lo hacían para regresar enseguida a continuar devorando las ricas viandas que se nos presentaban. Al abandonar el recinto me sorprendió el lugar de la matanza. Habían sido sacrificados varios becerros, una docena de corderos, un par de cerdos, gallinas, conejos y pichones. El suelo, ensangrentado, estaba cubierto de tripas y despojos. Un hombre empujaba las vísceras hacia el arroyo, mientras que un olor denso inundaba el aire que respirábamos. Sentí arcadas y me alejé del lugar. Uno de los hombres que yo había animado a venir arrojaba huesos y restos de los animales al foso, cuyas aguas adquirían un brillante color bermejo.

  —¿Qué haces? —le pregunté sobresaltado—. ¿No ves que el agua se envenenará por la putrefacción?

  El hombre me miró con expresión sorprendida.

  —Y a mí qué me dices. Yo sólo cumplo órdenes. Los sacerdotes han dicho que quieren que el foso se convierta en un gigantesco cementerio, un enorme osario con todos los animales sacrificados en la hecatombe. Arrojo estos últimos huesos y me voy a comer, incluso nosotros tenemos derecho a participar, digo yo, ¿no?

  Los huesos se hundieron lentamente, mientras que la cabeza de un becerro me observaba estúpidamente desde sus ojos muertos. Todo era sangre, muerte y sacrificio a mi alrededor, mientras que hombres y mujeres se esforzaban en devorar más allá de lo que sus cuerpos les permitían. Decidí regresar a la mesa, puesto que mi deber era, como el de todos, participar en la hecatombe final hasta el límite mismo de mis fuerzas. En mi camino a punto estuvieron de vomitarme encima algunos que se dirigían al foso para devolver lo que su estómago ya no aceptaba. Una vez finalizaban sus vómitos, regresaban a la mesa para continuar con el festín. La hecatombe no debía finalizar mientras quedara carne por devorar. Me apliqué a ello, a pesar de odiar los excesos. Pero algún sentido debería tener todo aquello si los sacerdotes lo habían ordenado. Pasado un buen rato, conseguimos que en las fuentes de carne asada sólo quedaran huesos desnudos. Habíamos logrado acabar con toda la carne disponible. Sólo entonces fue cuando Satos se incorporó con gran esfuerzo, hinchado y ebrio, para pronunciar su breve discurso.

  —Cancho Roano será mañana destruido por nuestras propias manos. Desaparecerá como vivió, santificado a nuestra diosa por sus sacerdotes y su pueblo. Ninguna mano salvaje logrará profanarlo. Hemos comenzado la liturgia de purificación con esta hecatombe sagrada que estamos a punto de concluir. Ahora debemos continuarla con el sacrificio de los animales más sagrados, los caballos del santuario. ¡Encended las hogueras del exterior!

  Un murmullo de asombro y horror se extendió entre los comensales. Aún en su ebriedad, no alcanzaban a comprender cómo los animales más hermosos y queridos del santuario, sus bellísimos caballos, podían ser sacrificados. Les habían enseñado desde su infancia a amarlos y los habían cuidado con mimo y cariño. ¿Cómo podían ahora matarlos?

  Cancho Roano era famoso por su orfebrería sobre caballos. Además de finas joyas en las que el caballo era el tema principal, también se habían especializado en esculturas ecuestres realizadas en fino bronce y que tenían un alto precio en los mercados. Los arreos, frenos y guarnicionaría de Cancho Roano también eran disputados por todo el entorno. Parte del imaginario del santuario giraba en torno al caballo. De hecho, los animales del templo eran regalos del propio rey de Tartessos, que cada par de años enviaba uno de los mejores ejemplares que criaba en los infinitos pastos de la desembocadura del gran río. Y ahora, el Cancho Roano de los caballos, iba a sacrificar a los suyos.

  Las hogueras alababan el cielo estrellado con sus grandes llamas, que iluminaban a los nueve caballos del santuario, tranquilos y serenos, sostenidos por las riendas por sus compungidos mozos.

  —Llevad cada uno de ellos hasta una de las ocho hogueras encendidas. Allí serán sacrificados por el sacerdote que les aguarda.

  —¿Y el noveno?

  —Ese dejadlo con vida y devolvedlo a los establos. Nos será útil más tarde.

  Los mozos obedecieron sin formular pregunta ni objeción alguna. Con suma habilidad, y con la ayuda de un afilado estilete, los hermosos caballos fueron degollados sin que opusieran resistencia alguna, tal era su doma y confianza con los humanos. La sangre manada fue recogida en grandes recipientes cerámicos.

  —Enterrad allí sus cabezas. Velarán por nosotros desde el otro reino. Incinerad los cuerpos hasta que queden convertidos en fina ceniza. Que nadie ose probar ni un trozo siquiera de su sagrada carne. Esparcid, luego, sus cenizas a los cuatro vientos, hasta que impregnen el lugar todo.

  Las órdenes fueron cumplidas con súbita diligencia. Las cenizas de las animales nos cubrieron, impulsadas por los vientos caprichosos. Sólo entonces, Satos ordenó:

  —Y ahora, todos a descansar. Procurad asearos antes de entrar en vuestros aposentos. Nos quedan tres días de duro trabajo.

  A pesar de mi enorme cansancio, tardé en conciliar el sueño. Todo era tan espectral, tan extraño. ¿Qué nos ordenarían hacer al día siguiente? ¿Cuál sería nuestro futuro?

  Al romper el alba todos nos encontrábamos en el patio, a la espera de las órdenes de los sacerdotes, reunidos en sus oraciones en el interior de la cámara sagrada. Cuando las primeras luces del día comenzaron a iluminar las paredes del santuario, uno de los sacerdotes se dirigió a nosotros con voz imperativa.

  —Destruiremos el santuario de manera metódica y ordenada. Derrumbaremos los techos sobre las estancias y después cubriremos las ruinas con tierra, hasta conformar un gran túmulo.

  —Pero… —alcanzó uno de los hombres a preguntar—, las habitaciones están llenas de ánforas y enseres, algunos muy valiosos. ¿Qué hacemos con ellos?

  —Dejadlos como están, que nadie toque nada. Permanecerán enterrados por los siglos de los siglos.

  Dirigidos por los más expertos albañiles, nos aplicamos en las tareas de demolición. Comenzamos por los edificios laterales, ya que la cámara sagrada sería el último lugar en resultar derrumbado. Algunos hombres lloraban al ver cómo caían destrozados los techos de aquel edificio centenario tan querido como venerado y que había dado sentido a su vida entera. ¿Qué sería de ellos?

  En su penumbra, permanecían las riquezas que íbamos a sepultar y que evidenciaban tanto nuestra enorme riqueza como nuestra íntima relación con el mundo fenicio: ánforas globulares, anforiscos, y atthastio de pasta vítrea. Objetos de marfil y hueso con su hermosa decoración oriental, entre ellos algunas arquetas de marfil ricamente tallado. Elementos de adorno personal y paletas de tocador también de marfil. Un escarabeo que decían egipcio, quizás herencia de la relación de nuestros ancestros con las gentes de las pirámides y algunos escaraboides fenicios. Sellos y joyas de oro, cornalina y pasta vítrea. Placas de bronce con inscripciones, bocados y esculturas de équidos. Alimentos de todo tipo y cerámicas finas y domésticas. Todo un ajuar que sería sepultado para siempre.

  Al atardecer, prácticamente habíamos derrumbado el edificio completo. Tan solo quedaba la zona sagrada, que sería demolida al día siguiente.

  —Y después comenzaremos a cubrir todo con tierra. Mañana, a esta hora, debemos haber finalizado la tarea.

  Esa noche, por fin, pude dormir profundamente, de un tirón. Alguien me despertó al zarandearme suavemente.

  —Setúbal, incorpórate y sígueme. Satos quiere hablar contigo.

  —¿Qué es lo que desea?

  —No lo sé, yo no pregunto, me limito a cumplir órdenes.

  Satos me aguardaba en la cella. Nos encontramos los dos solos cuando me hizo entrar. En esta ocasión, no había oficiado sacrificio alguno. Observé que los vasos litúrgicos habían sido retirados.

  —Setúbal, en poco tiempo, esta sala será demolida y el actual altar quedará sepultado, como lo están los que yacen debajo. Quiero encomendarte una tarea muy importante. Hemos guardado en esos dos sacos las principales joyas y ornatos sagrados del santuario, aquellas piezas de más valor espiritual y litúrgico. Quiero que salgas ahora con ellas, cabalgues en el caballo que dejamos con vida, te adentres en el monte y las escondas. Nadie debe verte ni adivinar tu misión. Después regresa e incorpórate a la tarea con los demás. Pasado mañana volverás a reunirte conmigo de nuevo. Te encomendaré otra misión de enorme responsabilidad, sé que estarás a la altura. Ahora, no preguntes nada y vete, no quiero que tu estancia aquí levante ningún tipo de sospechas.

  Ensillé el caballo, dispuse los dos sacos a su grupa y partí hacia el sur, hacia un bosque cercano que conocía bien, pues lo había recorrido en muchas ocasiones cuando participaba en la cacería de jabalíes y corzos. Me dirigí hacia un frente de rocas, ocultas en lo más frondoso de la foresta, en la que conocía de las existencia de varias cuevas pequeñas. Escogí la más discreta y oculta, deposité los sacos en su interior y taponé su boca con piedras y ramas. Nadie que pasara por allí —y por allí nadie pasaba— podría adivinar que escondía un gran tesoro en su interior. Concluida la tarea encomendada, regresé veloz hasta el santuario. Al llegar, comprobé que la cámara sagrada también había sido derruida y que hombres y mujeres se esforzaban en cubrir con tierra los edificios demolidos, para lo que utilizaban carrillos, espuertas, lebrillos y cuantos recipientes pudieran resultar útiles. Me uní a ellos y trabajé con energía, preguntándome a cada instante el por qué me habría elegido Satos para esconder el tesoro y cuál sería la importantísima misión que me quería encomendar.

  Al atardecer, la tarea estaba concluida. Y donde durante siglos se había alzado orgulloso un gran santuario, no quedaba sino un enorme montón de tierra, una especie de montaña artificial que custodiaba un gran secreto en sus entrañas.

  —Habéis hecho un gran esfuerzo. Mañana por la mañana realizaremos el último trabajo del rito de purificación, que nos llevará el día completo. Por la noche, preparad vuestras cosas, ya que partiréis al día siguiente, una jornada antes de que el enemigo pueda poner sus sucios pies sobre nuestro lugar sagrado. Descansad ahora.

  Dormíamos al raso, apenas si cubiertos por una fina manta, bajo un luminoso cielo estrellado, que sólo los sacerdotes sabían desentrañar. Conocían el nombre de las estrellas y de las constelaciones, y nos hablaban del orden cósmico que gobernaba nuestras vidas. Si desaparecía el Santuario… ¿dónde se custodiarían la sabiduría y el conocimiento que sus sacerdotes atesoraban? Con estos tristes pensamientos me dormí. Al amanecer, Satos nos volvió a reunir para darnos órdenes:

  —Cortad toda la jara que podáis y depositadla sobre el túmulo de tierra. Tenemos toda la mañana para concluir la tarea. Y recordad, debe ser jara, sólo jara. A primera hora de la tarde, cuando el calor sea más fuerte, convertiremos los restos sepultados del Santuario en una enorme hoguera. Con ello concluiremos la liturgia de purificación.

  Nos pusimos de inmediato manos a la obra. Mientras algunas cuadrillas cortaban la jara de los montes cercanos, otras la acarreaban hasta el santuario para que fuera dispuesta sobre el gran túmulo de tierra. Trabajamos sin descanso ni parada para comer. La gigantesca pira tenía que arder esa tarde, al día siguiente ya podría ser tarde. El enorme esfuerzo de más de cien personas permitió cumplir el objetivo y a la hora convenida, el túmulo se hallaba completamente cubierto de jara.

  —El fuego purificará los restos del santuario, y las cenizas formarán un escudo protector que los salvaguardarán de los siglos.

  Los sacerdotes aplicaron fuego en varios puntos, y en un momento, la gran cantidad de jara depositada se había convertido en una pira gigantesca, la mayor hoguera que jamás hubieran visto los presentes. La masa incandescente desprendía una enorme flama que nos hizo ir alejándonos para no resultar achicharrados por aquel calor infernal. Sin embargo, el aroma de la jara incendiada era balsámico, embriagador, al punto de producirnos una extraña euforia compartida.

  El santuario de Cancho Roano, bajo la tierra y la ceniza, ya sólo sería un vaporoso recuerdo para los hombres, siempre de memoria flaca y olvidadiza. Cancho Roano se había marchado para siempre… pero ¿y nosotros? ¿Qué haríamos? El enemigo debía encontrarse ya muy próximo y en cualquier momento podría abalanzarse para torturarnos y aniquilarnos.

  Los sacerdotes, una vez que el fuego se hubo extinguido, y mientras los rescoldos incandescentes agonizaban, se arrodillaron para orar. Nunca lo habían hecho, al menos delante de los ojos de sus fieles. Los imitamos en un silencio reverencial, mientras escuchábamos sus extrañas salmodias en un lenguaje que no alcanzábamos reconocer. Lenguas antiguas, quizás, pensé. Satos dirigía las plegarias, que los demás repetían en un salmo prolongado. Después se hizo el silencio. Silencio de todos. Incluso el viento cesó, sin que ni siquiera una ligera brisa osara profanarlo. Después, Satos se dirigió a todos nosotros.

  —Fieles de Cancho Roano, muchas gracias por vuestro gran esfuerzo, que nuestra diosa recompensará. Cancho Roano ha sido purificado, según los cánones de nuestros ritos ancestrales, y jamás será hollado ni profanado por manos enemigas. Ahora debéis dispersaros para salvar vuestras vidas. Dirigiros hacia el sur, donde os darán cobijo. Contad el triste, pero digno final de nuestro santuario, comparable a los que bordean el gran río, como los del Carambolo o Coria. Partid ya, mañana podrían presentarse aquí los bárbaros.

  —Pero… y vosotros, los sacerdotes, ¿qué haréis?

  —Moriremos aquí, en nuestro santuario. Iros ya, por favor, con nuestra bendición y agradecimiento.

  Lentamente, las familias fueron abandonando el lugar, para dirigirse hacia el sur. Lo hacían por caminos distintos, para evitar que una súbita persecución pudiera acabar con todos ellos, gentes pacíficas y sin ninguna experiencia bélica. Cuando ya todos se habían marchado, y quedé yo solo con los sacerdotes, Satos me hizo llamar.

  —Procura descansar esta noche, nosotros la pasaremos en vela, orando. Mañana culminaremos el rito y debes acumular fuerzas para tu huida. Alimenta bien al caballo y que tenga agua en abundancia, porque tendrás una dura cabalgada con el enemigo pisándote los talones. Me han informado que esta tarde han cruzado el río por el vado de Medellín, mañana estarán aquí antes de que anochezca.

  Obedecí sus órdenes. Atendí al caballo y me dispuse a descansar, mientras que mil preguntas se agolparan en mi mente. ¿En qué consistiría el rito final? ¿Cuál sería mi cometido? ¿Por qué había sido el escogido para ello? ¿Qué tendría que hacer con el tesoro oculto? Dormí mal, acosado por insistentes pesadillas que atormentaban mi sueño. Debí, finalmente, caer dormido, porque la voz de uno de los sacerdotes me despertó.

  —Setúbal, levanta, que vamos a celebrar la liturgia final.

  Sin pronunciar palabra los seguí hasta donde nos aguardaban el resto de los sacerdotes.

  —Setúbal —me ordenó Satos—, prende esa gran pila de madera de encina que nos dejaron preparada. Cuida de que nunca le falte leña, necesitaremos mucho fuego hoy.

  Tuve una premonición aterradora que no tardó en convertirse en certeza. En horrorosa realidad.

  —Comenzaremos nuestros propios sacrificios. Uno a uno seremos degollados y arrojados al fuego, donde quedaremos reducidos a ceniza. Así acompañaremos por siempre, al espíritu de Cancho Roano, al que quedaremos indisolublemente unidos por los siglos de los siglos.

  El macabro sacrificio colectivo se fue desarrollando de manera ordenada ante mi mirada espantada. Un sacerdote fue degollado por otro, mientras los demás oraban en silencio. Una vez que finalizaba su agonía y quedaba desangrado, su cuerpo era arrojado a las llamas, que yo alimentaba sin cesar. El sacrificio continuaba y el sacerdote que había actuado anteriormente de verdugo era degollado por el siguiente. Nadie gritó ni emitió sonido de queja alguno. Un silencio transcendente acompañaba sus últimos alientos de vida. Me pareció solemne, salvajemente cruel, pero una muerte digna para aquellos que habían dedicado su vida a la custodia del templo sagrado. Uno a uno, se fueron convirtiendo progresivamente en verdugos, primero, y en víctima propiciatoria, después. A mí me tocaba la macabra tarea de remover sus cuerpos incendiados para que se consumieran por completo mientras mantenía el fuego para que las altas temperaturas consiguieran una incineración absoluta. Sólo quedaban ya dos sacerdotes con vida. Satos, pidió al otro que se arrodillara, lo bendijo, y sin titubear, los degolló con su afilado cuchillo de los sacrificios. Una vez desangrado, yo mismo tuve que arrojar su cuerpo a las llamas, donde comenzó a crepitar mientras se consumía. Sólo Satos y yo permanecíamos con vida en aquel aquelarre sin fin.

  —Setúbal —su voz era pausada—. Ha llegado mi hora. Te tocará a ti degollarme, rezar por mi alma y arrojarme al fuego. Atiéndelo hasta que quede por completo reducido a cenizas. Procura esparcirnos por el recinto, en la medida que te sea posible. Después, ensilla el caballo y recupera las joyas que ocultaste. Una vez las tengas contigo, galopa sin descanso hacia el sur, en busca de algunos de los grandes santuarios tartésicos que puedan aún continuar con vida. Si te ves en gran peligro, entiérralas, para que nadie pueda, nunca, profanarlas. Es importante que hagas cuanto te he dicho. ¿Lo has entendido?

  —Sí señor… pero no sé si podré degollarle…

  —Hazlo. Será la única manera de santificar digna y honrosamente mi vida y la del santuario. Estaré muy orgulloso de ti…

  —Señor, ¿por qué me escogiste a mí para este honor?

  Satos guardó un prolongado silencio, como si se debatiera en su interior entre responder o prolongar su silencio.

  —Porque eres mi hijo. Accedí a tu madre, prostituta sagrada, hasta que quedó encinta de ti. Como cualquier otro hijo del santuario, no tenías padre, en teoría, pero yo te sabía mío. Por eso, observé con orgullo cómo crecías, cómo te desarrollabas. Y ahora, al fin, te vas a convertir en sacerdote, en sumo sacerdote. Tú oficiarás el último de los sacrificios de Cancho Roano, tuya será la última plegaria que se eleve a los cielos desde aquí. Procede, por favor…

  Sin poderme contener, lo abracé con fuerza. Por vez primera, y última en mi vida, me fundí en un cálido abrazo con mi padre, que me respondió con inesperada ternura. Intentó contener, sin éxito, las lágrimas que comenzaron a brotarle sin remisión. Hice como que no las veía, porque supuse que para un sumo sacerdote sería indigno llorar ante el momento más importante de su vida.

  —Toma.

  Me pasó su cuchillo y se arrodilló ante mí, alargando el cuello para facilitarme la tarea. Tras dudarlo, con manos temblorosas cercené su aorta. La sangre comenzó a brotar en abundancia, mientras agonizaba sin una queja. Sus ojos, muy abiertos, parecían mirarme con orgullo. Con la dignidad y el orgullo que sintió ante su hijo, su querido hijo…

  Cuando sólo eran cenizas, las dispersé por el túmulo. Sus espíritus vagarían por siempre entre sus ruinas. Una vez finalizada la tarea, me arrodillé, oré por vez última y salí en galopada hacia el bosque. Atrás quedaba, sepultada, la gloria de Cancho Roano y el espíritu de su más digno sacerdote, mi padre finalmente desvelado.

  Con los sacos de las joyas firmemente sujetos a la grupa, galopo ahora hacia el sur. Desde una elevación, vuelvo la vista atrás, y me parece ver, a lo lejos, una columna de hombres armados y caballería que llega hasta el solar de Cancho Roano.

  Espero alcanzar los grandes santuarios del sur. Si me veo en peligro, enterraré las joyas en un lugar imposible. Si alguien, algún día en el remoto futuro, las encuentra, podrá glosar la grandeza de este Tartessos que acaba de fenecer.

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