domingo, 24 de marzo de 2019

Fra Joan Garí

Fray Juan Garí fue uno de los primeros ermitaños que vivieron en Montserrat. Este
hombre piadoso se cobijaba en una de las grutas de la montaña sin otro sustento que
ciertas frutas del monte, algunas aceitunas que los campesinos le ofrecían y la leche
de una cabra. Sus jornadas estaban dedicadas a la oración y al auxilio de las gentes
que la precisaban en los tortuosos senderos de la montaña. Su fama de santo era tal
que las gentes del llano, en los momentos de tribulación, miraban a la montaña y, al
pensar en fray Garí intercediendo incansable por ellas ante la divina providencia, se
sentían reconfortadas y más seguras.
Una vez cada año, fray Garí pregrinaba hasta Roma para visitar al papa, y su
peregrinación estaba marcada por hechos prodigiosos: de cada paso que daba brotaba
del suelo una flor blanca y muy aromática, su sed hacía manar fuentes de modo
milagroso, su hambre llenaba de frutas los árboles del camino, y cuando estaba cerca
de Roma, todas las campanas de la ciudad se ponían a repicar. El papa apreciaba
mucho a fray Garí, y lo señalaba como modelo de vida santa.
También los demás ermitaños tenían a fray Garí por un santo. Procurando no
turbar sus costumbres solitarias, buscaban refugio en las cuevas de los alrededores
para que su cercanía les sirviese de estímulo en sus propósitos de oración y renuncia.
Uno de ellos, un hombre muy viejo que pretendía vivir con tanta austeridad que en su
cueva no tenía ni lecho ni crucifijo, se acercaba a veces al lugar donde habitaba fray
Garí para mantener con él alguna piadosa conversación. La vida de fray Garí
transcurría en la soledad y el sacrificio, y su única distracción era contemplar al alba
y al ocaso, durante unos instantes, las tierras que se extendían a los pies de la
montaña sagrada, y pensar en las pobres almas humanas que tanto necesitaban de su
apoyo ante los ojos de Dios.
Un día, Riquilda, hermosa doncella hija de Wifredo el Velloso, conde de
Barcelona, contrajo una misteriosa enfermedad que al principio se manifestó como
una conducta huraña frente a los que la rodeaban, pero que luego fue derivando hacia
otras actitudes que acabaron en una profunda aversión a las santas reliquias, a las
imágenes benditas y piadosas, y a los lugares consagrados al culto. De ello se vino a
saber que estaba poseída por algún espíritu maligno, pero ningún exorcismo
conseguía sacárselo del cuerpo.
Los narradores dan diferentes versiones de lo que sucedió a partir del momento en
que los representantes de la Iglesia se declararon impotentes para librar a la posesa de
sus demonios, que sin duda eran muy poderosos. Hay quien dice que algunos
sacerdotes aconsejaron entonces llevar a la muchacha a presencia de fray Garí, y hay
quien asegura que el propio demonio, por boca de Riquilda, lo pidió una y otra vez.
El caso es que los tristes padres, siguiendo aquel consejo o petición, transportaron a
la hermosa y perturbada doncella a la montaña, a la gruta de fray Garí, y la dejaron en
su compañía, esperando que el poder del santo ermitaño lograse expulsar de aquel
cuerpo virginal los demonios que lo habían invadido.
La larga soledad de fray Garí le había hecho olvidar la existencia de la belleza
femenina, de la que sin duda Riquilda era un ejemplo notable. La primera jornada, el
santo anacoreta, absorto en sus oraciones, no lo apreció. Sin embargo, los demonios
que poseían a Riquilda querían tentar al ermitaño y lograron despertar su atención
hacia la joven, que se mostraba muy solícita con él. Así, la segunda jornada sus
oraciones ocuparon menos tiempo que la conversación con Riquilda, que parecía
haber perdido su diabólico frenesí y mostraba su talante más dulce. La tercera
jornada, el eremita y la doncella abandonaron la gruta y, recorriendo las sendas de la
montaña, buscaron ramas de laurel para coronarse con ellas, y la joven cantó para el
ermitaño bellas canciones de amor, que encendieron en el corazón de fray Garí
emociones antes nunca sentidas.
Aquella misma noche, fray Garí olvidó las plegarias y las penitencias, encendió
una gran hoguera en la gruta, y Riquilda y él tuvieron una plática muy dulce, y se
besaron y acariciaron. Luego, fray Garí llevó a Riquilda junto al fuego y allí obligó a
la muchacha a perder su doncellez. Cuando llegó el alba y despertaron, Riquilda, a
quien los demonios habían abandonado por fin, lloraba a gritos, mientras fray Garí
comprendía el gran pecado que había cometido. Atribulado, colocándose malamente
su sayal, fray Garí abandonó su cueva y echó a correr en busca del viejo ermitaño,
para pedirle consejo.
El anciano escuchó con aire severo la confesión de fray Garí. Luego le aseguró
que sin duda su culpa era espantosa, y que cuando Riquilda contase el caso no
solamente su larga fama de hombre santo de desvanecería, sino que todos los
ermitaños y frailes que tenían en la montaña su piadoso retiro quedarían señalados
por aquella mancha. La única solución era que Riquilda enmudeciese para siempre, y
el viejo ermitaño entregó a fray Garí un fino puñal que llevaba oculto entre los
pliegues de su hábito.
Enloquecido, incapaz de serenarse y pensar en otra cosa que en su horrible
pecado y las atroces consecuencias que llevaría consigo, fray Garí regresó a su cueva.
De la hoguera solo quedaban las grises cenizas y, arrodillada frente a ellas, Riquilda,
medio desnuda, continuaba gimiendo, cubierto su rostro con las manos. Con violenta
decisión, fray Garí llegó hasta ella y le clavó el puñal una y otra vez hasta quitarle la
vida. Luego quedó inmóvil un momento, atónito, antes de escuchar la carcajada que a
su lado lanzaba el viejo ermitaño, transformado de repente en Satanás, el ser que
había propiciado todos aquellos sucesos y desventuras.
Al caer en la cuenta de la magnitud de sus crímenes, la primera intención de fray
Garí fue trepar al más alto peñasco de los contornos y arrojarse al vacío. Sin
embargo, había vuelto a despertar en él la piedad de que había dado ejemplo durante
tantos años y comprendió que el suicidio sería otro pecado aún mayor que los
anteriores, porque llevaría consigo el abandono de la responsabilidad que le
correspondía, y del merecido castigo.
Fray Garí, después de enterrar a la desventurada Riquilda, se puso en camino
hacia Roma, para confesar al papa sus pecados y conocer la penitencia que debía
llevar a cabo. El papa, tras largo tiempo de meditación, le dijo que ni su larga y santa
vida de ermitaño ni la mediación tentadora y maligna del diablo podían justificar sus
pecados. Se había comportado como una bestia feroz y como tal debería vivir el resto
de su vida, hasta que alguna señal le mostrase el perdón de Dios.
Desde entonces, moviéndose a cuatro patas, fray Garí se hizo una más de las
alimañas del bosque. Bebía a lengüetazos el agua de los arroyos y comía lo que podía
alcanzar con su boca, siempre alejado de los seres humanos. Su sayal se fue
deshaciendo en jirones hasta desaparecer. Sus carnes desnudas se curtieron con los
soles y con los fríos, y quedaron marcadas por cicatrices de mordeduras, garras y
arañazos de espinos y zarzas. El pelo y la barba le crecieron hasta formar unos
penachos peludos que arrastraba por el suelo.
Pasaron los años. De monte en monte y de bosque en bosque, sin conocer su
paradero, olvidado hasta del lenguaje de los hombres, fray Garí acabó retornando al
condado que gobernaba Wifredo el Velloso. En una cacería, los monteros de la
partida del conde encontraron una pieza nunca vista antes, de forma humana, de largo
pelo en la cabeza y con la piel desnuda en el resto del cuerpo y la llevaron ante el
conde. Aquel día, el conde y su esposa estaban rodeados por sus familiares y
colaboradores más íntimos, porque había tenido lugar el bautizo de su último hijo.
Envuelto en las ropas de acristianar, el niño permanecía en brazos de su madre.
El reencuentro con sus semejantes y con el hombre cuya confianza había
traicionado de modo tan atroz, conmovieron a fray Garí. Recuperando con torpeza su
habla humana, el antiguo ermitaño, antes de pedir perdón, se identificó y relató todos
los extremos de su sórdida y sangrienta aventura.
La desaparición de fray Garí y de Riquilda, que tanto habían dado que hablar
cuando ocurrió, estaba ya olvidada, pero la confesión de aquel extraño ser hizo que
todos recordasen a la dulce muchacha. El conde, horrorizado y lleno de ira, echó
mano a su espada para castigar a quien se declaraba autor del terrible crimen.
Entonces, ante el estupor maravillado de todos, el niño recién bautizado, que aún no
tenía un mes de vida, habló con voz potente, sonora, que retumbó en la bóveda de la
sala, y dijo: «Ya tus pecados y crímenes han recibido perdón, fray Garí. Vuelve a tu
gruta y a tus oraciones, y no peques más».
Algunos narradores añaden que Riquilda resucitó. Lo cierto es que Garí retornó a
su eremitorio y que, con el tiempo, aquel humilde lugar, marcado por la oración, por
el pecado y por el arrepentimiento, daría origen al monasterio de Montserrat.

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