miércoles, 6 de marzo de 2019

El medallón atlante

Soy Sorbas y pronto dejaré de ser. Me arrastro exhausto por el barro, hambriento y enfermo. Cada vez que recuerdo lo ocurrido, rompo a llorar. Los dioses conjuraron cielos, tierra y mar para castigar la soberbia de los atlantes. Nuestros marineros, pilotando sus trirremes, habían descubierto costas y pueblos y nuestros exploradores bautizado montañas, ríos y tribus. Fuimos los más grandes, ahora no somos nada. Primero fue la lluvia. Llovió y llovió durante días, anegando caminos y valles. Lo peor llegaría después. Un temblor de tierra, heraldo de la cólera divina, anunció la catástrofe por venir. Desde un tiempo antes, sacerdotes y augures habían vaticinado en sus oráculos el cataclismo. Nadie les hizo caso y la fiesta continuó para los nobles y el pueblo. Ningún atlante quiso leer los signos de la premonición. ¿Quién atiende a negros auspicios cuando la vida sonríe, los graneros están llenos y lejos los enemigos?

  Estúpidos, despreciamos las señales. Una tarde del demonio, la tierra tembló con una colosal fuerza. Nunca nadie, jamás, había conocido algo parecido. Los niños y sus madres lloraban y gritaban, mientras que los hombres desenvainaron sus espadas, sabedores de su impotencia. Y entonces, grande como una colosal montaña, surgió la ola del mar. Todo lo destruyó a su paso, adentrándose muchos estadios valle arriba. De aquella orgullosa ciudad que bautizamos como Atlántida, nada quedó. Sólo barro y desolación, bajo las aguas del lago recién formado.

  Gracias a Tíscar he logrado salvarme y aún debo concluir la misión que me encomendó: debo entregar el medallón a los egipcios. Tras aquellas colinas se encuentra la pequeña aldea en la que se encuentran, espero que no hayan iniciado aún el retorno a su lejano país. Que los dioses me sean propicios.

  Me incorporo y, arrastrando los pies, retomo el ascenso hacia las colinas. La orden de Tíscar sigue gobernando mi razón. Tíscar, ¡qué extraño personaje! Siendo un niño humilde me llamó a su templo para instruirme en los sagrados conocimientos.

  —¿Quieres que algún día llegue a convertirme en sacerdote? —le pregunté.

  —No —me respondió—. Tú tendrás otra misión, más importante aún.

  —¿Cuál es, cuándo la sabré? —le insistí.

  —La sabrás llegado el momento —me respondió.

  Hoy, desgraciadamente, ya la sé. Navegué con Tíscar, hace unos años, hacia el este, bordeando la costa africana. Tras casi dos meses de travesía arribamos donde la desembocadura del gran río, que dicen Nilo, rodeado por arenas ardientes. Apenas estaba habitado por tribus de pescadores primitivos. Bendijimos un templo en honor de Osiris, nuestro príncipe, y después de un tiempo allí, enseñándoles e instruyéndoles, decidimos regresar. Dejamos a dos de nuestros jóvenes sacerdotes, para que continuaran la tarea que comenzamos y nos trajimos con nosotros a algunos novicios egipcios. Tíscar afirmaba que debíamos instruirles en las ciencias que dominábamos y que tan grandes nos hacían. Precisamente es a esos jóvenes egipcios que vinieron con nosotros a los que ahora busco. Debo encontrarles para transmitirles el mensaje del sabio sacerdote y entregarles el medallón. ¿Se habrán hecho sabios con nosotros? Yo los veía con sus taparrabos y sus toscas herramienta de piedra, y dudaba que fuesen capaces de aprender sabiduría alguna. Tíscar, sin embargo, estaba convencido de que su civilización seguiría a la nuestra, una vez que hubiésemos sido aniquilados por los dioses.

  Me caigo y me vuelvo a levantar. Tíscar murió y yo debo custodiar sus sabios deseos. Aun a sabiendas de la catástrofe que se avecinaba, el gran sacerdote decidió quedarse orando en el templo de Poseidón. Antes de recluirse me avisó.

  —Sorbas —me dijo—, cabalga con el caballo más veloz hacia las colinas. Sólo así podrás salvarte y cumplir tu misión. El puño del mar que aplastará para siempre a nuestro reino está al llegar. Tienes que cumplir ahora la misión para la que te formé, nuestra memoria debe perdurar. Que nuestro ejemplo sirva para que la humanidad no vuelva a repetirlo.

  ***

  Soy Tíscar, el Gran Sacerdote. He vivido muchos años y sé que nuestro mundo se acaba. Pero no me importa morir, a todos nos llega el momento de cruzar la frontera de las tinieblas. No, no le temo a la muerte, es otro mi dolor. Lo que desgarra mi alma es el temor a que la memoria de nuestra hermosa civilización pueda desaparecer para siempre.

  Vivimos como elegidos por los mismos dioses que ahora nos rechazan, moriremos como apestados. Descubrimos las rocas que se moldean con el fuego, para convertirse en dúctil metal. El cobre nos hizo poderosos; el oricalco, ricos. Ninguno de los otros pueblos lo poseía, y poco podían hacer, con sus primitivas hachas de piedra, contra nuestros ejércitos. Por eso llegamos hasta donde quisimos, sin apenas resistencia.

  Custodio el gran Templo de Poseidón y sé que la gran diosa es la madre naturaleza. A medida que nos fuimos alejando de ella, también nos alejamos de la divinidad. Pero siempre pensé que teníamos remedio y por eso luché con denuedo. ¡Tantas veces discutí de estas cuestiones con Senés, el sacerdote tesorero! Debo reconocer que me irritaba su fatalismo. Para él, el hombre era un enemigo natural de la naturaleza, por lo que deberíamos desaparecer cuanto antes.

  Hagamos lo que hagamos —repetía— siempre terminaremos destruyendo nuestro natural entorno.

  Yo le contestaba que podíamos cuidarlo, pero siempre me replicaba que eso era imposible, que así sólo conseguiríamos prorrogar la agonía de la Tierra. Que para morir lentamente, mejor el pronto colapso.

  No te esfuerces en cambiar lo que está escrito —insistía Senés—. Ni la hormiga es libre, ni tampoco el hombre. Si las primeras están condenadas a hacer hormigueros, nosotros lo estamos a construir ciudades. Nunca dejaremos de hacerlo. Romperemos montañas, talaremos bosques, desviaremos ríos. Crecer es nuestra condición.

  Yo le replicaba que nuestro destino no estaba escrito, que podíamos crecer en armonía con el entorno. Pero entonces, él sonreía enigmático.

  La naturaleza, me replicó, sólo tiene una posibilidad.

  —¿Cuál? —le pregunté interesado.

  —Aniquilarnos —fue su trágica respuesta.

  Me rebelaba contra sus ideas, aunque ahora, casi al final de mis días, quizá tenga que darle la razón. Pero no tengo tiempo para reflexiones. Sé que esto se acaba y debo dejar dispuesto lo que yo sólo puedo hacer. Entro en la cella más sagrada del Templo y retiro el medallón atlante que custodiamos bajo el altar. Lo observo, como siempre, con veneración. El Dios Poseidón y los anillos concéntricos como símbolos eternos de la Atlántida. Mientras este medallón exista —pienso—, la evidencia de la Atlántida permanecerá. Por eso, Sorbas deberá entregarlo a los egipcios, al tiempo que les traslada mi mensaje.

  Sorbas ya está ante mí. Lo abrazo y solemnemente le entrego el medallón.

  —Cuídalo como si de tu propia vida se tratara. Es la memoria de la Atlántida. Entrégalo a los egipcios.

  —Descuida, así lo haré.

  —Que vuelvan a su país, y que hablen de nuestros prodigios —ordené a Sorbas—. Ellos recogerán nuestro legado, se harán grandes y a través de ellos seremos recordados. ¡Ahora vete!

  Sorbas, un joven valiente y algo impulsivo, cumplirá mi mandato. Ya le veo salir con su veloz caballo de crines al viento. Percibo un ligerísimo temblor de tierra. Ayer también sucedió. Decido entrar en el Templo. Moriré aplastado dentro, junto a los dioses, como debe despedirse un sacerdote. Me acuerdo del medallón. ¡Qué acertada ha sido mi decisión de sacarlo del altar! Temía que Senés, deseoso de borrar todo nuestro recuerdo, pudiera robarlo para destruirlo.

  Antes de entrar en el templo del que ya no saldré con vida, me vuelvo para mirar por última vez cómo Sorbas se pierde tras el muro. Toda nuestra memoria cabalga sobre su corcel.

  ***

  Sorbas soy y sigo mi dolorosa marcha. He conseguido hacerme con un palo de acebuche a modo de chivata, que alivia mis pasos, pero no mi corazón. Renqueando, continúo hacia la aldea. Concentro toda mi energía en mis pies, rogando que no me fallen en la tarea. Y me acuerdo de las palabras de Tíscar, el sacerdote.

  —Tú no sólo eres tú. Eres universo, todo tu ser comulga con el Todo. Por eso almacenas fuerzas que no llegas ni a sospechar. Cuando las necesites, búscalas ahí dentro.

  Y eso hago, y a ellas me encomiendo para poder continuar. ¡Cuánta sabiduría la de Tíscar!

  Somos en función de la armonía del cosmos —me decía—, que es uno. Desde la partícula más minúscula hasta el elefante más colosal, vibramos siguiendo las leyes de la naturaleza. Si algo desafina, la armonía se rompe y el equilibrio se desmorona con gran estruendo y daño. Los atlantes nos adelantamos a nuestro tiempo, desestabilizamos nuestro ciclo, desmoronamos el frágil equilibrio. Por eso, rota la armonía, se desatará la furia. La de los dioses y la de los elementos.

  ¡Tíscar, cuánto aprendí de él! Guardo mi última imagen suya en la gran puerta dorada del Gran Templo de Poseidón cuando me ordenó marchar, una vez que los temblores de tierra hubieran comenzado. No era más que un venerable anciano, pero su mirada seguía irradiando una poderosa energía que me hacía temblar.

  Encuentro un animal tumbado, sin vida. Es un toro, con los ojos abiertos hacia los cielos. Tiene que haber muerto hace bien poco, las alimañas todavía no lo han devorado. Necesito comer, para que mi cuerpo reaccione. Con mi puñal, corto la vena de su cuello. Bebo con fruición la sangre que brota y me sabe a gloria. Miro a los cielos e interpreto el hallazgo del toro como un buen augurio. Los toros son nuestros animales sagrados. Muchas de nuestras fiestas y liturgias giran en torno al animal de la fuerza y la bravura.

  Debo de estar cerca del poblado de los egipcios y, agotado, decido descansar. Me acurruco bajo la retama, engañando al relente de la madrugada que se ensaña con el mordisco de sus fríos dientes. Tirito. Duermo a ratos y, con los ojos abiertos, me atormento con reflexiones y censuras. ¿Por qué los pensamientos que acompañan a las noches en vela son tan angustiosos?

  Amanece y levanto la mirada hacia los cielos rojizos, preñados de luz. Hoy debo llegar hasta la aldea de los egipcios, para concluir allí mi misión.

  Apenas si hace un par de días que Tíscar me ordenó marchar, justo antes de que todo desapareciera bajo las aguas. Tras su orden, galopé como los más avezados jinetes del hipódromo. Casi con las riendas sueltas, espoleé al caballo más allá del límite de sus fuerzas. Cuando llegaba a las primeras colinas, el suelo tembló y mi caballo tropezó, exhausto, con un tronco. Animal y jinete rodamos con estrépito por el suelo. Pude matarme, pero los dioses decidieron que mi hora aún no había llegado. Y fue justo entonces cuando vi el horror. Una gigantesca ola avanzaba veloz por el valle, arrasando todo a su paso. Corrí como un desesperado ladera arriba, intentando ganar altura. Pero el agua me arrastró, y braceé y luché por no ser engullido para siempre por aquellas aguas grises de barro y muerte.

  De nuevo la providencia divina me fue propicia. Casi inconsciente, terminé enganchado a unos arbustos del cerro. Esperé a que las aguas bajaran para liberarme de mi inesperado asidero. Me desmayé y, cuando desperté, un tímido sol calentaba ya el escenario de destrucción. No quedaba nada, salvo una extensa laguna en lo que hasta la tarde anterior fuese el fértil valle de la Atlántida.

  ***

  Soy Senés, el sacerdote tesorero del Templo de Poseidón y estoy feliz en esta tarde de pavor. Por fin vamos a desaparecer. Los dioses nos castigan con temblores de tierras e inundaciones. Y sospecho que el definitivo zarpazo de la cólera divina no demorará en demasía. Los que todo fuimos, pronto nada seremos. Es bueno que así sea. Mi único temor es que puedan quedar supervivientes que salven para el futuro la memoria de esta ciudad. ¡He discutido tantas veces de estos asuntos! Pero nadie me entendía, ni siquiera Tíscar, el más inteligente de todos. Para él, la humanidad tenía solución. Todo lo arreglaba con la prédica de cumplir los preceptos divinos y mantenernos en armonía con la naturaleza. Preceptos divinos, ¿qué preceptos divinos? Imbéciles. Está en nuestros adentros crecer y multiplicarnos. Algo así como el moho que emponzoña la orza de pan, que extiende su podredumbre sin poderlo evitar. Hoy, quizás, muramos todos. Por eso estoy feliz. El mundo podrá tener futuro sin nosotros.

  ¡Tíscar! Siempre empeñado en su optimismo ilógico. Nunca se quiso dar por vencido. Estaba obsesionado ante la posibilidad de que la memoria de nuestra civilización pudiera perderse y hará todo lo posible para que se custodie en el tiempo. ¡Tíscar! ¿Qué habrá tramado? Seguro que ha dejado algún rastro para que futuras generaciones puedan conocer la pista atlante. ¿Cuál? La tierra tiembla con más fuerza. Y, de repente, caigo en el medallón. Tíscar siempre se refiere a él cómo nuestro principal símbolo. ¡Eso es! Debo destruirlo, para garantizar que nunca, jamás, nadie pueda encontrarlo. Llego hasta la urna que lo ampara. ¡No está, maldita sea! Tíscar lo debe haber sacado para salvarlo y asegurar la memoria de nuestra civilización. El templo comienza a derrumbarse y lo abandono de manera precipitada. Caigo al suelo y entonces veo sobre nuestras cabezas la gigantesca ola que nos devorará. Parece que, por fin, los dioses han oído mi plegaria.

  Milagrosamente, logro sobrevivir, sin llegar a comprender cómo tal prodigio ha sido posible. Cuando la gran ola nos golpeó pude asirme a una puerta de madera que actuó a modo de balsa. Avanzó rauda sobre la fuerza destructora del mar desatado. Algún diablo hubo de encargarse de retirar los obstáculos a mi paso o quizá de hacerme volar sobre ellos. No sé, el caso es que no resulté aplastado contra ninguno, siendo arrastrado hasta muchos estadios valle arriba sin sufrir apenas algunas contusiones. Estoy vivo mientras que mi ciudad y Tíscar están muertos.

  Dedicaré mi vida a que nadie recuerde la Atlántida. Otros me seguirán y nuestra misión será a partir de este momento la de hacer olvidar la memoria de nuestra infame civilización. Espero que no quede evidencia alguna de nuestro pasado. Yo y mis sucesores nos encargaremos adecuadamente del asunto. ¿Existió la Atlántida? —nos preguntarán—. ¡No! —les responderemos con seguridad— la Atlántida no existió. Se trata tan sólo de un mito, de historias fantásticas para poetas y locos.

  Y no pararemos, desde luego, hasta encontrar el medallón y hacerlo desaparecer para siempre.

  ***

  Soy Sorbas y, por fin, llego hasta el poblado. ¡Lo he conseguido y pronto podré descansar en paz! Las chozas parecen abandonadas, con graves desperfectos. Llego hasta el centro del poblado y grito: «¿Hermanos, hay alguien aquí?». Pero sólo me responde el ladrido de unos perros que huyen.

  —¡Hermanos —vocifero de nuevo—, soy hombre de ley! ¿Hay alguien aquí?

  Nadie contesta, nada se mueve. Silencio. Caigo de rodillas, no tengo ya fuerzas para mantenerme en pie.

  —¡Hermanos! —vuelvo a elevar la voz—. ¡Tengo un mensaje de Tíscar para vosotros!

  Me quedo sin aire en los pulmones. Me callo y el silencio me parece menos denso, como si algo se hubiese movido en el aire. Y rendido, postrado sobre la tierra, no soy consciente de que varios hombres se me han acercado con cautela hasta que los tengo encima. Levanto la cabeza y veo sus morenos rostros y su pelo ensortijado. Sí, son ellos, la raza de los hombres del Levante, de aquellas tierras que visitamos con nuestro príncipe Osiris. Son los hombres del Nilo, el río que con sus crecidas anuales riega de exuberante fertilidad una tierra yerma. Me ayudan a incorporarme y me conducen en silencio a una de las chozas. Me sirven un caldo caliente, que apuro de un sorbo. Me siento mejor. Les sonrío y sólo entonces el mayor de ellos me pregunta:

  —¿Qué te pidió Tíscar?

  —Tíscar —les respondo con voz solemne— os ordena que regreséis a vuestro país. Predicad allí nuestro ejemplo, difundid nuestra historia. Que las generaciones del futuro sepan de la Atlántida y del por qué fenecimos. Que la soberbia humana no vuelva a ofender ni a los dioses ni a la naturaleza que los acoge. Que nuestra memoria no se pierda, que el recuerdo de la Atlántida siga vivo para siempre. Vuestra civilización tomará el relevo a la nuestra, seréis grandes, podréis poner en marcha lo mucho que aquí aprendisteis. Cuando vuestra cultura esté en decadencia, pasad el mensaje a la que os tomará el relevo. Y me pidió que os hiciera entrega de este medallón; custodiadlo hasta que consideréis llegado el momento de cederlo.

  Escucharon mis palabras en silencio y tomaron el medallón con gran respeto. Tras mis palabras fueron conscientes de que la hora de regresar a su tierra lejana había llegado. Crearían allí un templo y venerarían a los dioses de nuestra tierra de occidente, donde todo nació. Y contarían, de generación en generación, nuestro triste final.

  Esa misma tarde partieron, silenciosos. Atrás quedaban muchas lunas de estudio en el país de los atlantes. Sabía que los egipcios cumplirían con su deber y que en sus templos se recordaría nuestra historia. La semilla de la memoria sería plantada junto al gran río del desierto y Egipto sería el lugar donde se custodiaría, por milenios, el legado atlante.

  ¿Habrá servido para algo mi esfuerzo? Eso, sólo el tiempo podrá decirlo y, a mí, poco ya me queda. Espero saber morir con la dignidad de Tíscar y que alguien, en el futuro lejano, pueda conocer lo que fuimos e hicimos en estas tierras proverbiales.

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