viernes, 1 de marzo de 2019

El esposo cruel

En la Antigüedad, Hangzhou era la capital del sur de China y por esa razón se reunían allí un gran número de mendigos. Estos mendigos solían elegir a un líder al que se confiaba la misión de supervisar a todos los pedigüeños de la ciudad. Su deber era hacer que los mendigos no molestaran a los ciudadanos, y recibía una décima parte de los ingresos de todos sus pordioseros. Cuando nevaba o llovía y los mendigos no podían salir a pedir, se ocupaba de que tuvieran algo para comer, y también tenía que organizar sus bodas y funerales. Y los indigentes lo obedecían en todo.

    Bueno, resultó que el líder de los mendigos era en Hangzhou un hombre llamado Gin en cuya familia el oficio había pasado de padre a hijo durante siete generaciones. Lo que recibían mendigando lo prestaban con interés, y de este modo la familia se había vuelto acomodada y finalmente rica.

    El viejo mendigo había perdido a su esposa a los cincuenta años y tenía una única hija, una muchacha a quien llamaban «la Niña de Oro». Poseía una extraña belleza y era la niña de sus ojos. Había estudiado mucho y sabía escribir, improvisar poemas y componer ensayos. También era hábil con las labores de costura, una diestra bailarina y cantante, y sabía tocar la flauta y la cítara. El viejo mendigo deseaba que encontrara a un marido igual de ilustrado. Aun así, como era un mendigo, las familias de postín lo evitaban, y con los que estaban por debajo de él no quería tener nada que ver. Y de este modo la Niña de Oro llegó a los dieciocho años sin compromiso.

    En aquel momento vivía en Hangzhou, cerca del Puente de la Paz, un erudito llamado Mosu. Tenía veinte años y era famoso en todas partes por su atractivo y su talento. Sus padres habían muerto y era tan pobre que apenas conseguía sobrevivir. Su casa y sus propiedades habían sido hipotecadas o vendidas hacía mucho, y el joven vivía en un templo abandonado donde muchos días se iba con hambre a la cama.

    Un día, un vecino se apiadó de él y le dijo:

    —Hay un acaudalado mendigo que tiene una hija a la que llaman la Niña de Oro cuya belleza no tiene igual. Y aunque el mendigo es rico y tiene dinero, no tiene ningún hijo que pueda heredarlo. Si te casaras con su hija, toda su fortuna terminaría siendo tuya. ¿No es mejor eso que morirte de hambre?

    En aquel momento, Mosu estaba pasando muchas penurias. Por tanto, cuando escuchó estas palabras se alegró enormemente. Suplicó al vecino que hiciera de intermediario en el asunto.

    Así que este visitó al viejo mendigo y habló con él; el mendigo comentó la cuestión con su hija y, como Mosu provenía de una buena familia y era además un hombre con talento e instrucción, ambos se sintieron muy satisfechos con la perspectiva. Aceptaron la proposición y se casaron.

    De este modo, Mosu se convirtió en miembro de la familia del mendigo. Su esposa le parecía hermosísima y siempre tenía comida suficiente y buena ropa, así que se sentía afortunado y vivía con su mujer en paz y armonía.

    El bajo estatus de su familia era una espinita que el mendigo y su hija tenían clavada, de modo que aconsejaron a Mosu que se esforzara en sus estudios. Esperaban que consiguiera hacerse un nombre y de este modo llevara respetabilidad a su familia. Le compraban libros, viejos y nuevos, por muy caros que fueran, y siempre le daban dinero suficiente para que pudiera relacionarse con aristócratas. También le pagaban los gastos de sus exámenes. De este modo su conocimiento se incrementó día a día, hasta que se hizo famoso en toda la región. Aprobó examen tras examen y, a los veintitrés años, lo nombraron mandarín del distrito de Wuwei. Regresó de su audiencia con el emperador con la túnica de ceremonia y montado a caballo.

    Como Mosu había nacido en Hangzhou, toda la ciudad se enteró de que había conseguido aprobar los exámenes y los vecinos se reunieron a ambos lados de la calle para mirarlo mientras cabalgaba camino de la casa de su suegro. Viejos y jóvenes, mujeres y niños se congregaron para disfrutar del espectáculo, y un haragán gritó a todo pulmón:

    —¡El hijo del viejo mendigo se ha convertido en mandarín!

    Mosu, al escuchar esas palabras, se sintió avergonzado. Se encerró en su habitación de mal humor, pero el viejo mendigo estaba tan contento por la noticia que no se dio cuenta de su decaimiento. Había preparado un gran banquete al que había invitado a todos sus vecinos y amigos, pero la mayoría de sus invitados eran mendigos y gente pobre. Insistió en que Mosu comiera con ellos y consiguieron que abandonara su habitación con mucha dificultad. Aun así, cuando vio a los invitados reunidos alrededor de la mesa, tan harapientos y sucios como una horda de demonios hambrientos, se marchó con expresión de desprecio. La Niña de Oro, que se había dado cuenta de lo que le pasaba, intentó animarlo de mil formas distintas, pero todas fueron en vano.

    Un par de días después, Mosu partió con su esposa y sus criados hacia el distrito que iba a gobernar. Desde Hangzhou a Wuwei había que viajar por el agua, de modo que subieron a un barco y partieron hacia Yangtze Kiang. Al final del primer día llegaron a una ciudad y amarraron allí. La noche estaba despejada y la luz de la luna se reflejaba en el agua. Mosu se sentó en la parte delantera del barco para disfrutar de la noche. De repente, se puso a pensar en el viejo mendigo. Era cierto que su esposa era lista y buena, pero si el cielo los bendecía con algún hijo, ese hijo sería siempre nieto de un mendigo, y no había modo de evitar tal desgracia. Y pensando se le ocurrió un plan. Llamó a la Niña de Oro para que saliera del camarote y disfrutara de la luz de la luna, y ella obedeció alegremente. Los criados, las doncellas y los marineros se habían ido a dormir hacía mucho. Mosu miró a su alrededor; no había nadie a la vista. La Niña de Oro estaba en la proa, sin percatarse de nada, cuando de repente se vio empujada al agua. Entonces Mosu fingió asustarse y comenzó a gritar:

    —¡Mi esposa ha tropezado y se ha caído al agua!

    Cuando oyeron estas palabras, los criados corrieron para intentar salvarla.

    Pero Mosu les dijo:

    —¡Ya se la ha llevado la corriente, no hay nada que hacer!

    Y ordenó que zarparan de nuevo lo antes posible.

    Pero, por fortuna, el señor Hu, el mandarín que estaba a cargo del sistema de transporte de la provincia, estaba también a punto de jurar su puesto y había anclado en el mismo lugar. Estaba sentado con su esposa ante la ventana abierta de su camarote, disfrutando de la luz de la luna y de la brisa fresca, cuando escuchó de repente unos gritos que parecían de mujer. Rápidamente envió a sus hombres a ayudarla y ellos la llevaron a bordo. Era la Niña de Oro.

    Cuando cayó al agua, notó algo bajo sus pies donde se apoyó para no hundirse y la corriente la arrastró hasta la orilla del río, donde salió del agua. Entonces se dio cuenta de que su marido, ahora que iba a ser un hombre ilustre, había olvidado lo pobre que había sido y, aunque no se había ahogado, se sintió muy sola y abandonada y antes de darse cuenta empezó a llorar. Así que, cuando el señor Hu le preguntó qué le ocurría, ella le contó toda la historia. El señor Hu la consoló.

    —No derrames ni una lagrima más —le dijo—. Nosotros nos haremos cargo de ti y te adoptaremos como nuestra hija.

    La Niña de Oro les dio las gracias con una reverencia. La esposa de Hu ordenó a sus doncellas que le llevaran ropa para reemplazar sus prendas húmedas y que le prepararan una cama. Las criadas tenían prohibido llamarla de otro modo que no fuera «señorita» y contar nada de lo ocurrido.

    De este modo, el viaje continuó y un par de días después el señor Hu asumió su cargo oficial. Wuwei, el distrito del que Mosu era mandarín, estaba bajo su mandato, por lo que Mosu fue a presentarse ante su superior. Cuando el señor Hu vio a Mosu, pensó: «¡Qué lástima que un hombre tan dotado actúe de un modo tan cruel!».

    Pasados un par de meses, el señor Hu dijo a sus subordinados:

    —Tengo una hija que es bonita y bondadosa y me gustaría encontrar esposo para ella. ¿Conocéis a alguien que pudiera estar interesado?

    Todos sus subordinados sabían que Mosu era joven y había perdido a su esposa, así que lo sugirieron unánimemente.

    —Yo también había pensado en ese caballero, pero es joven y ha ascendido rápidamente. Temo que tenga altas ambiciones y que por tanto no quiera casarse con mi hija y convertirse en mi yerno.

    —Antes era pobre —respondieron sus inferiores—, y además es tu subordinado. Si le hicieras un ofrecimiento tan amable, lo aceptaría sin duda, contento de formar parte de tu familia.

    —Bueno, si todos creéis que es posible —dijo el señor Hu—, hacedle una visita y preguntadle qué opina al respecto. Pero no debéis decirle que os he enviado yo.

    Mosu, que justo entonces estaba dando vueltas a la cabeza para encontrar un modo de ganarse el favor del señor Hu, aceptó la sugerencia de buena gana y les suplicó que actuaran como intermediarios con la promesa de una buena recompensa cuando el trato estuviera cerrado.

    Los subordinados regresaron y contaron todo al señor Hu.

    —Me alegro mucho de que el caballero en cuestión vea con buenos ojos este matrimonio, pero mi esposa y yo queremos muchísimo a nuestra hija y no nos resignamos a dejarla ir. El señor Mosu es un joven aristócrata y nuestra hijita ha vivido muy mimada. Si la tratara mal o en el futuro se arrepintiera de haberse casado con ella, mi esposa y yo no tendríamos consuelo. Por esta razón, todo debe quedar claro por adelantado. Solo si él acepta nuestras condiciones podré recibirlo en mi familia.

    Mosu fue informado de todas las condiciones y declaró que estaba dispuesto a aceptarlas. Entonces llevó oro, perlas y sedas de colores a la hija del señor Hu como regalos de boda y se eligió un día propicio para la ceremonia. El señor Hu encargó a su esposa que hablara con la Niña de Oro.

    —Tu padre adoptivo siente lástima por ti —le dijo—. No quiere que estés sola y por tanto ha elegido a un joven erudito para que te cases con él.

    —Es cierto que soy de origen humilde, pero sé lo que es adecuado —respondió la Niña de Oro—. Prometí mantenerme en lo bueno y en lo malo junto a Mosu. Y aunque él no ha sido bueno conmigo, mientras esté vivo no me casaré con otro hombre. No puedo tomar otros votos y romper mi promesa.

    Mientras decía esto, las lágrimas caían por sus mejillas. Cuando la esposa del señor Hu descubrió que nada cambiaría su decisión, le contó lo que sucedía en realidad.

    —Tu padre adoptivo está indignado por la crueldad de Mosu —le dijo—. Y aunque hará que os reunáis de nuevo, no ha dicho nada a Mosu que pueda llevarle a pensar que tú no eres nuestra hija. Por tanto, Mosu está encantado de casarse contigo. Pero, cuando la boda se celebre esta noche, debes hacer esto y esto, para que pruebe un poco de tu justa ira.

    Después de oír todo esto, la Niña de Oro se secó las lágrimas y dio las gracias a sus padres adoptivos. A continuación se preparó para la boda.

    Aquel mismo día, a última hora de la tarde, Mosu acudió a la casa a lomos de un caballo con llamativos enganches, con flores de oro en su sombrero y un pañuelo rojo cruzando su pecho, seguido por un impresionante séquito. Todos sus amigos y conocidos lo acompañaron para estar presentes en la celebración.

    En casa del señor Hu todo había sido adornado con telas y lámparas de colores. Mosu desmontó en la entrada del salón, donde el señor Hu había preparado un banquete. Y, tras servir tres rondas de vino, las doncellas invitaron a Mosu a seguirlas a las habitaciones interiores. La novia, cubierta por un velo rojo, entró acompañada de dos doncellas. Siguiendo las instrucciones del maestro de ceremonias, rezaron a los dioses del cielo y de la tierra. Después entraron en otra sala llena de velas de alegres colores donde habían preparado una cena nupcial. Mosu estaba tan contento como si hubiera subido al séptimo cielo.

    Pero cuando quiso abandonar la habitación, siete u ocho doncellas con bastones de bambú aparecieron a cada lado de la puerta y empezaron a golpearlo sin piedad. Le quitaron a golpes el sombrero de novio y le llovieron palos en la espalda y los hombros. Cuando Mosu gritó pidiendo ayuda, escuchó que una delicada voz decía:

    —¡No tenéis que matar del todo a ese desalmado novio mío! ¡Pedidle que venga a conocerme!

    Entonces las doncellas dejaron de golpearlo y se reunieron alrededor de la novia, que se levantó el velo.

    Mosu hizo una reverencia y bajó la cabeza.

    —Pero ¿qué he hecho? —preguntó.

    Y cuando levantó la mirada descubrió que era su esposa, la Niña de Oro, quien estaba ante él.

    —¡Un fantasma, un fantasma! —gritó, muerto de miedo. Pero todas las sirvientas empezaron a reír a carcajadas.

    Al final entraron el señor Hu y su esposa.

    —Querido yerno —le dijo Hu—, te aseguro que mi hija adoptiva, a la que encontré en mi viaje a este lugar, no es ningún fantasma.

    —¡He pecado y suplico piedad! —gritó entonces Mosu, postrándose ante ellos.

    —Yo no tengo nada que ver en eso —señaló el señor Hu—. Si nuestra hijita se apaña contigo, todo estará en orden.

    —¡Tú, canalla desalmado! —exclamó la Niña de Oro—. Cuando te conocí eras pobre y no tenías nada. Te aceptamos en nuestra familia y te ayudamos a estudiar para que te convirtieras en alguien y te hicieras un nombre. Pero, tan pronto como te convertiste en mandarín y un hombre de postín, tu amor se convirtió en animosidad; olvidaste tu deber como marido y me empujaste al río. Por suerte, de esta manera hallé a mis padres adoptivos. Ellos me sacaron del agua y me convirtieron en su hija; de lo contrario, había encontrado una tumba en la tripa de los peces. ¿Cómo podría vivir en armonía con un hombre como tú?

    Dicho esto, la muchacha empezó a lamentarse y a dedicarle insultos a cual peor.

    Mosu se postró ante ella, mudo por la vergüenza, y le suplicó que lo perdonara.

    Cuando el señor Hu vio que la Niña de Oro empezaba a calmarse, ayudó Mosu a levantarse y le dijo:

    —Querido yerno, si te arrepientes de tu maldad, a la Niña de Oro se le pasará el enfado con el tiempo. Ya estabais casados, por supuesto, pero esta noche en mi casa habéis renovado vuestros votos, así que hazme un favor y escucha lo que te voy a decir: tú, Mosu, llevas sobre tus hombros la pesada carga de la culpabilidad, y por esa razón debes comprender que tu mujer esté enfadada, así que ten paciencia con ella. Yo pediré a mi esposa para que interceda entre vosotros.

    Dicho esto, el señor Hu se marchó y envió a su esposa quien, al final y con gran dificultad, consiguió que se reconciliaran y aceptaran reanudar su vida como marido y mujer.

    Y desde aquel día se estimaron y amaron el doble que antes. Su vida fue todo felicidad y dicha. Y más tarde, cuando el señor Hu y su esposa murieron, lloraron por ellos como si de verdad hubieran sido sus padres.

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