jueves, 14 de diciembre de 2017

Mitología de Cuscatlán

La profunda imaginación de los pipiles creó su cosmogonía, que tanta poesía encierra. La tierra rodaba en el espacio, zumbando en el silencio, dice. La noche se agrandaba en los contornos de las cosas. Todo es negro, negra la tierra y negro el cielo. El frío se extendía en las frías cavernas de la Nada.
Es el vacío.
La muerte está echada sobre el mundo. Nada vuela, nada flota, nada calienta. Ni ríos, ni valles, ni montañas. Sólo está el mar.
Un día Teotl frotó dos varitas de achiote y produjo el fuego. Con las manos regaba puñados de chispas que se esparcían por el vacío formando las estrellas. El misterio se poblaba de puntos de luz.
De pronto, en lo más alto del cielo, surgió Teopantli, el Reformador, que rige el Universo. Surgió sonriente, envuelto en una cascada de luz.
Teotl lanzó el último puñado de fuego, que allá abajo se condensó en un témpano de luz: ese fue Tonal, el buen padre Sol.
Pero entre el ruido de los capullos de la vida que reventaban, de los mundos que se engolfaban en sus órbitas, de las explosiones de la luz, Teopantli lloró.
Y su lágrima rodó, hasta quedarse suspendida. Se hizo blanca y giró. Esa fue Metzti, la buena madre Luna. Por eso es triste. Proyectó su luz sobre la tierra y ya no estaba vacía. Los mares se rompían contra las costas. Había montañas y había barrancos. Sobre las cumbres peladas rugían las fieras. Su luz pálida iluminó un combate de leones. En las charcas y entre las lianas corrían las lagartijas. Los ríos se retorcían como culebras blancas. La vida cantaba.
Explica después cómo fue creado el hombre, nacido del coágulo de un nopal, que se enfangó dando origen a una casta de hombres malos, que indignaron al Creador. Se desató sobre ellos una furiosa lluvia, y el huracán silbaba quebrando las montañas. Todos murieron, a excepción de Coscotágat y Tlacatixitl, nuestros padres.
Después de ese desastre la humanidad ha venido perfec­cionándose poco a poco.
Curiosa es, entre los pipiles, la leyenda de los cuatro soles, extinguidos en épocas anteriores, y que corresponden a cuatro edades durante las cuales ha desaparecido la vida en el planeta, a consecuencia de grandes cataclismos.
En todas esas fábulas se ha creído ver fenómenos alusivos a conmociones sísmicas, a fases geológicas por las que ha atravesado nuestro planeta.
Los Dioses
No hablaremos largamente de los dioses pipiles, a cuya cabeza estaba Teotl, el creador, padre de la vida; Teopantli, que regula el cielo y la tierra; Tonal, esposo de Metzti (el Sol y la Luna); Tlaloc, dios del agua; Camaxtli, de la guerra; Teomikistli, de la muerte; Lulin, del infierno; Centeotl, diosa del maíz, y Cuetzpálin, diosa de la riqueza.
Entre los chortis, de Chalatenango, Acat, dios de la vida; A-Balam, de los bosques; Abolok-Balam, de la cosecha; Chaac, inventor de la agricultura, dios de los truenos y relámpagos; Ahulneb, dios guerrero; Ixchebel-Yak, diosa de la pintura; Zuhuy-Kak (la virgen del fuego), vestal de Uxmal deificada a causa de sus grandes virtudes; Ixchel, diosa de la medicina; Xocbitún, dios del canto; Pizlintec, de la música y poesía; Citbolontun, de la medicina; Ah-Tubtún, que escupía piedras preciosas.
Sólo esbozamos este capítulo para hablar de los semidioses y del Nahualismo, aquí incluido, que es donde la imaginación india puso más poesía, y que para nuestro fin pedagógico es más ventajoso.
Los Bacabes
HUBO un tiempo en que la creación se vio amenazada. El cielo se estaba desmoronando. Vacilaba al peso de las estrellas.
Era la infancia de la humanidad. Poco hacía que la tierra, en forma de una nube larga y gris se arrastraba por el espacio húmedo. Poco hacía que se había condensado, dando origen a esta inmensa bola en que vivimos.
Pero era lo cierto que el cielo se caía, como una plancha sin sostén. Tal era el derrumbe, y las quejas de la tierra eran tan numerosas, que Dios pensó seriamente en cortar el mal.
Y creó cuatro gigantes.
En las cuatro esquinas del cielo apoyaron sus espaldas los enormes hombres. Y el cielo se detuvo. Las estrellas afianzaron sus pilgajos de luz.
Desde entonces están, firmes siempre, parados los gigantes en las esquinas del cielo. Son cuatro: Kan-Xibchac, en el Sur; Chac-Xibchac, en el Oriente; Zac-Xibchac, en el Norte; Ek-Xibchac, en el Poniente. Kan es amarillo, Chac, rojo; Zac, blanco, y Ek, negro.
Presidían cada uno, por turno, un período de cuatro años. Representaban los puntos cardinales, a quienes daban su nombre.
Eran tenidos como dioses del aire. Súbditos de Achuncan (centro o fundamento del cielo) su poder se cernía por sobre las estrellas, y agitaban sus alas membranosas entre las furias de las tempestades.

Los Arbolarios
ERAN los genios de las tempestades. Ladrones de los lagos, hace poco tiempo que aún cometían sus fechorías. Una vez traían robada una laguna en un cascarón de huevo, de quién sabe dónde, y al pasar por el volcán de Tecapa se les cayó, de lado, motivo por el cual esa laguna está inclinada. Otra vez intentaron, con mal éxito, robarse el lago de Guija.
Era de verlos, cuando la tormenta venía bramando, despedir chispas con sus ojos barcinos. Eran mujeres malas y dejaban la destrucción por donde pasaban.
Si en las tardes borrascosas se oía un ruido sordo, era que venían montados sobre palos secos, chiquitos y terribles. Caían sobre las milpas y las tronchaban. Se hacían lagartijas o culebras y mordían a los curiosos que los veían.

Chasca, la virgen DEL AGUA
CHASCA era la Diosa de los pescadores. Salía en la barra de Santiago, en las noches con luna, remando sobre una canoa blanca. La acompañaba Acayetl, su amado. La pesca abundaba en esas noches. Aún hoy día se la recuerda:
Pescador, salió la luna,
desenvuelve tu atarraya:
esta noche es de fortuna,
pues ya viene,
la hermosa canoa blanca.
Nada temas, Chasca es buena,
no hay quien sea como Chasca
que le quita a uno la pena
cuando sale
en su gran canoa blanca.
Fue en un tiempo lejano. En la Barra vivía Pachacutec, un viejo rico, pero cruel. Tenía una hija prometida por él a un príncipe zutuhil. Se llamaba Chasca y era bella.
Un día ella conoció a un pescador, apuesto mancebo a quien llamaban Acayetl. Vivía en la isla del Zanate.
Y se amaron.
Pero Pachacutec se opone a ese amor. Sin embargo, todos los días cuando el sol abría los ojos tras la montaña, ella escapaba de la choza, situada entre un bosquecito de guarumos, y se iba a la playa donde Acayetl desde su balsa cantaba dulces canciones.
Pero una mañana fue triste. La poza del Cajete amanecía dorada por el sol. Un viento frío que se arrastraba raspando los piñales vecinos, olía a mezcal. Triste y fría, triste y callada; triste y solitaria; así estaba la poza del Cajete.
De pronto una canoa apareció. Era Acayetl. Corría, y ya se acercaba a la playa, cuando entre los juncos de la orilla un hombre oculto disparó una flecha. Era un enviado de Pachacutec. El pescador cayó muerto.
Y cuando el mar se estaba poniendo rojo, una mujer gritó en la playa. Era Chasca.
Corrió, loca en su dolor. Poco después volvía con una piedra atada a la cintura y se lanzó al agua. El mar tiró sus olas sobre el cuerpo de la virgen.
Cuando Pachacutec murió era una noche de luna. Entonces se apareció por primera vez Chasca, en su canoa hecha de una madera blanca, al lado de Acayetl.
En el paisaje de arena y sal, sobre el fondo negro del monstruo que se agita, a la luz serena de la luna llena, Chasca con su vestido de plumas, es la eterna nota blanca de la Barra.

La Siguanaba
ALTA, seca. Sus uñas largas y sus dientes salidos, su piel terrosa y arrugada le dan un aspecto espantoso. Sus ojos rojos y saltados se mueven en la sombra, mientras masca bejucos con sus dientes horribles.
De noche, en los ríos, en las selvas espesas, en los caminos perdidos, vaga la mujer. Engaña a los hombres: cubierta la cara, se presenta como una muchacha extraviada: "lléveme en ancas", y les da direcciones falsas de su vivienda, hasta perderlos en los montes. Entonces enseña las uñas y deja partir al engañado, carcajeándose de lo lindo, con sus risas estridentes y agudas.
Sobre las piedras de los ríos golpea sus "chiches", largas hasta las rodillas, produciendo un ruido como de aplausos.
Es la visitante nocturna de los riachuelos y de las pozas hondas, donde a medianoche se la puede ver, moviendo sus ojos rojos, columpiada en los mecates gruesos.
Hace mucho tiempo que se hizo loca. Tiene un hijo, de quien no se acuerda: Cipitín, el niño del río. ¡Cuántas veces Cipitín no habrá sentido miedo, semidormido en sus flores, al oír los pasos de una mujer que pasa riendo, río abajo, enseñando sus dientes largos!
Existió en otro tiempo una mujer linda. Se llamaba Sihuélut y todos la querían. Era casada y tenía un hijo. Trabajaba mucho y era buena.
Pero se hizo coqueta. Lasciva y amiga de la chismografía, abandonó el hogar, despreció al hijo y al marido, a quien terminó por hechizar.
La madre del marido, una sirvienta querida de Tlaloc, lloró mucho y se quejó con el dios, el que irritado, le dio en castigo su feúra y su demencia. La convirtió en Sihuán (mujer del agua) condenada a errar por las márgenes de los ríos. Nunca para. Vive eternamente golpeando sus "chiches" largas contra las piedras, en castigo de su crueldad.
Siguanaba era el mito de la infidelidad castigada.

ClPITIN
Así era. La Siguanaba estaba loca; la habían visto, riéndose a carcajadas, correr por las orillas de los ríos y detenerse en las pozas hondas y obscuras. Cipitín emigró a las montañas y vivió en la cueva que había en la base de un volcán.
Hace ya mucho tiempo, han muerto los abuelos y se han rendido los ceibos, y Cipitín aún es bello, todavía conserva sus ojos negros, su piel morena de color canela, y todavía verde y olorosa la pértiga de cañas con que salta los arroyos.
Han muerto los hombres. Se fueron los topiltzines, canos están los suquinayes, y el hijo de la Siguanaba aún tiene diez años. Es un don de los dioses ser así. Siempre huraño, irá a esconderse en los boscajes, a balancearse en las corolas de los lirios silvestres.
Cipitín era el numen de los amores castos. Siempre iban las muchachas del pueblo, en la mañanita fría a dejarle flores para que jugara, en las orillas del río. Escondido entre el ramaje las espiaba, y cuando alguna pasaba debajo sacudía sobre ellas las ramas en flor.
Pero... es necesario saberlo. Cipitín tiene una novia. Una niña, pequeña y bonita como él. Se llama Tenáncin.
Un día Cipitín, montado sobre una flor se había quedado dormido.
Tenáncin andaba cortando flores. Se internó en el bosque, olvidó el sendero, y corriendo, perdida, por entre la breña, se acercó a la corola donde Cipitín dormía.
Lo vio.
El ruido de las zarzas despertó a Cipitín, que huyó, saltando las matas.
Huyó de flor en flor, cantando dulcemente. Tenáncin lo seguía. Después de mucho caminar, Cipitín llegó a una roca, sobre las faldas de un volcán. Los pies y las manos de Tenáncin estaban destrozados por las espinas del ixcanal.
Cipitín tocó la roca con una shilca y una puerta de musgo cedió. Agarrados de las manos entraron, uno después del otro. Tenáncin fue la última. El musgo cerró otra vez la caverna.
Y no se le volvió a ver. Su padre erró por los collados y algunos días después murió, loco de dolor.
Cuentan que la caverna donde Cipitín y Tenáncin se en­cerraron estaba en el volcán de Sihuatepeque (cerro de la mujer), situado en el actual departamento de San Vicente.
Han pasado los tiempos. El mundo ha cambiado, se han secado ríos y han nacido montañas, y el hijo de la Siguanaba aún tiene diez años. No es raro que esté, montado sobre un lirio o escondido entre el ramaje, espiando a las muchachas que se ríen a la vuelta del río.
¡Oh el Cipitín! Guárdate de sus miradas que encienden el amor en el pecho de los adolescentes.

Nahualismo                           
DEMASIADO acostumbrada entre los indios era la práctica del nahualismo. Cuando un niño nacía era llevado por el hechicero al patio de la casa, en donde invocado el espíritu del demonio, se presentaba en la forma de cualquier animal. Durante varios días, a misma hora, se llevaba al niño al punto indicado, a donde concurría el nahual, con el fin de que se familiarizara con éste.
El nahual era el protector del niño durante su vida, estableciéndose tal unión, decían los indios, que el animal moría junto con el protegido. Conocida es la leyenda de que cuando Tecum-Umán murió, Alvarado tuvo que matar un ave que volaba encima de él —quetzal— amenazándolo. Era el nahual del príncipe.
El indio que llegado a la mayoría de edad no tenía nahual —cosa indispensable para obtener riquezas o ser feliz— se lo buscaba por sí propio.
Marchaba a un lugar apartado, en donde por abuso de ejercicios físicos e impresionado por la soledad del lugar, se dormía. En el sueño se le aparecía el demonio en la forma de cualquier animal, que en adelante pasaba a ser su nahual.

El tigre del Sumpul
ESTABA allí. Negro bajo las ramas, salpicada de luna la faz siniestra. Se le distinguía claramente por las tres plumas de guara que llevaba en la frente; era el Tigre del Sumpul, aquel río solitario y perdido que se arrastra bajo peñas y entre raíces, el río de los crímenes que se ha teñido tantas veces en sangre y ha escuchado tantos gritos de angustia y de dolor. ¡Río de cadáveres y de huesos!
Allí mismo, aquel hombre que se ocultaba tras el tronco de aquel nudoso tigüilote, había robado a los viajeros y había abonado sus márgenes con sangre. Era de origen maya. Se había creado en las montañas, en las altas montañas de Chalatenango, donde la con­federación pipil había detenido el avance del imperialismo ulmeca. Desde el alto Cayaguanca hasta el tétrico Sumpul, había recorrido cometiendo crímenes.
En la orilla de los caminos quemaba una mezcla de hojas de "tapa" (datura) y de tabaco, cuyo humo produce sueño, delirios y debilidad física instantánea; hacía caer a sus víctimas por medio de ese violento veneno de la daturina.
Quién sabe por qué circunstancias estaba ahora en tierras pipiles. Y seguía siendo el criminal de antes.
Era bastante entrada la noche. El silencio engrandecía el ruido de las lagartijas que corrían.
Y se oyeron unos pasos apagados por el polvo del sendero. Un mancebo avanzaba. Un indio querido de todo el pueblo, Malinalli (yerba retorcida). A la luz de la luna se le veía, cruzado sobre el pecho, el valioso tejido de piel de chinchintor, que acostumbraba llevar siempre, venía distraído, cantando una vieja canción, cerca ya del tigüilote fatal.
Detrás del tronco nudoso, el Tigre del Sumpul prepara su cerbatana, un carrizo largo con el que dispara dardos envenenados.
Apunta, y en el momento en que Malinalli pasa frente al árbol, sopla en la cerbatana.
Y el joven cayó. El veneno, quizá demasiado viejo, no produjo su efecto inmediato, porque el indio pudo defenderse por algún tiempo sin que la parálisis nerviosa lo imposibilitara. Tras corta lucha, el Tigre del Sumpul sacó una cuchilla de obsidiana, y bajo la mirada inocente de Metzti, la hundió en el pecho de su víctima. Salió la sangre, manchando el suelo, y con un ademán violento arrancó el tejido de piel de chinchintor que llevaba en el pecho.
Y se alejó del lugar.
La desaparición de Malinalli, causó mucho pesar en el pueblo. Todos aseguraban que sería vengado por su nahual: una furiosa culebra Masacuat que, según aseguraban algunos, ostentaba la señal de una gran mancha blanca sobre su lomo negro.
Pasó el tiempo.
El Tigre del Sumpul había huido de tierras pipiles, asustado por los frecuentes encuentros que tenía con una Masacuat larga, con una mancha blanca sobre el lomo negro. Está ahora en el peñón de Cayaguanca.
Era de noche. La luna se paseaba sobre la selva silenciosa. De las montañas vecinas venía un aire frío.
Por la orilla de una ladera escueta, entre un ralo grupo de árboles, caminaba un hombre con una flecha al hombro. En el tronco de un nudoso tigüilote, la luna dibujaba sobre el suelo la figura como de una rama que se movía. Avanzó el hombre, y al pasar frente al árbol, algo se alargó, enrollándosele rápidamente al cuello. Se oyó un grito. Allí, contra el árbol, había un hombre apretado al tronco.
De pronto quedó libre.
Y por la ladera escueta rodó un cadáver.
En la frente se le distinguían tres plumas de guara.
Rodó, rodó por la ladera escueta, bajo la infantil mirada de la luna.
Del tronco se desprendió una culebra.
Se deslizó rápidamente por el sendero.
Una gran mancha blanca se distinguía sobre su lomo negro.

Lolot, el nahualista
CHONTAL
El consejo de ancianos, cuya palabra obedecía ciegamente la tribu, había decretado la muerte de Lolot, el joven siniestro que, un invierno hacía, había llegado a Cuscatlán, llenando con sus terribles amuletos de ruidos y de fantasmas las tristes y desoladas playas del lago de Cuscatlán.
En el pueblo corrían graves rumores. Se habían visto unas llamaradas que salían de entre los árboles, y un olor, un insoportable olor como a orégano quemado. Unas mujeres que volvían de caza a eso de las ocho de la noche, habían oído los gritos lastimeros de un niño torturado.
Un lobo, un espantoso lobo gris, se paseaba rodeando el teocali, a eso de la medianoche. Los esclavos de guardia que lo habían visto se estaban muriendo del susto.
Era necesario poner remedio a tanto mal. Los sacerdotes se reunieron y ya habían dado su informe. Lolot era extranjero. Hijo del vecino pueblo chontal, había atravesado a nado el Lempat, en la más furiosa época del invierno. Con permiso especial había establecido su vivienda en las orillas del lago. Pero los ruidos, el fuego, las extrañas cosas que habían sucedido desde su llegada, habían hecho pesar sobre él una grave acusación: decían que se dedicaba a las artes del nahualismo negro, a la hechicería. Cuando iba a la plaza llevaba siempre de la mano una muchachita negra que parecía mico; marchaba siempre inclinada, con la cabeza cubierta de trapos, y la gente curiosa contaba que no se le veía nariz ni boca.
El pueblo no toleraría más su presencia en el país. Y todo se dispuso. Aquella misma tarde cuarenta hombres bien armados habían recibido los consejos del sacerdote, que había terminado prometiéndoles la ayuda de Teotl.
En el pueblo no se durmió. Cuentan que aquella noche hizo un calor insoportable, y que unos buhos graznaron sobre el pueblo. Por lo demás, ningún signo extraño acusó la captura del hechicero.
A la mañana siguiente Lolot estaba ya en una prisión. Se le habían quebrado los barros de que se servía para sus sortilegios, conteniendo aguas hediondas. Se quemó la vivienda.
El Consejo había decidido que se sacrificara a las 6 de la tarde, para que el buen padre sol contemplara el castigo. A mediodía se le sacaría de la prisión en que se hallaba para amarrarlo al poste de los sacrificios, hasta la hora en que el gran tecti diera la señal del sacrificio; se sacrificaría con él a su hija, pues era imposible separarlos.
Y todo se cumplió. A mediodía se le sacó de su prisión. Atado al poste permaneció hasta las cuatro de la tarde, hora en que una tormenta amenazó con su cola negra la metrópoli pipil. Comenzó a  llover y la gente se refugió en las casas vecinas.
La hora del sacrificio no se podía cambiar; la voluntad de Teotl era irrevocable, decían los sacerdotes.
El chubasco, bastante fuerte se prolongaba. La multitud tenía clavada la vista en el prisionero, que hacía señas a las nubes. Los ojos le brillaban, y el cabello hirsuto y el rostro descompuesto le daban un aspecto macabro. Su hija siempre inclinada, estaba a su lado.
De repente, Lolot, dio un grito, un relámpago se desgajó de las nubes, y parecía que el cielo había estallado en una espantosa carcajada de muerte. Continuaba la lluvia, y a lo lejos se oía como que la selva se estuviera quebrando. Los ojos del prisionero despedían chispas. El pueblo estaba aterrado. Ya cerca, un viento, avanzaba tronchando selvas. Se oía ya, como un carro que estaba entrando por el pueblo. Se oía, se oía...
Y... desembocó en la plaza. En medio, un lobo, un espantoso lobo gris cabalgaba. El prisionero dio un grito y rompió las ligaduras, saltando como un tigre.
Un remolino reventó en el poste, y el huracán pasó rugiendo, agitando su vientre peludo de basura, aleteando con sus alas gi­gantescas y negras. Pasó reventando las casas y barriendo el suelo con su bostezo infernal, rabioso, violento.
Y todos abrieron los ojos. En la plaza había un hombre menos. El poste estaba arrancado, y a su lado se veía un bulto negro. Corrieron hacia el lugar.
Y... un grito de admiración se escapó de todos los labios. La hija de Lolot... era una muñeca de ulli, a quien el hechicero hacía andar quién sabe por qué raros modos.
Por eso andaba siempre agachada, con la cabeza cubierta de trapos, ocultando su cara, sin boca ni nariz.

LOS PÁJAROS NAHUALES
PERO no vayáis a pensar que sólo había nahuales tétricos. Aves negras que graznaban sobre campos sangrientos, en noches de asalto, con ojos terribles. No. También había nahuales dulces, pájaros que sabían llorar cuando moría una niña bella. Aves a quienes la luna sorprendía regando flores sobre las tumbas de dueñas o muertas.
Yo conozco una leyenda. Fue bajo la tiranía de Pilguanzimit, que los señores de Ixtepetl alzaron el estandarte de la rebelión. Fue una lucha sangrienta. El invierno llenó de agua las cuencas de millares de calaveras que se quedaron mirando al cielo. Ciudades, selvas, todo lo destruyó el incendio y la muerte fijó su guarida en nuestras selvas.
Por fin cayeron los bravos caciques, y sólo allá, en el recodo de las montañas, un grupo huraño de rebeldes se aisló. Estaba con ellos Apanatl, hija del cacique muerto. Tenía el espíritu guerrero de su padre y con sus huestes atacó al tirano varias veces.
Tenía por nahual una chiltota que en los combates cantaba apoyada sobre sus hombros.
Una noche Apanatl se alejó del vivac. Estaba en guerra con la metrópoli.
Y ya sus guerreros no la volvieron a ver. En la mañana la encontraron rígida y yerta, con el corazón atravesado de un flechazo.
Ya su grito guerrero no se oyó en el combate, y su brazo gallardo no agitó más hachas contra el tirano.
Pero en las ramas floridas del aromo, al pie del cual había caído muerta, una chiltota edificó su nido. Sacudía las ramas y cubría el suelo de flores.
Cuentan que una noche la chiltota también murió. A medio canto la luna la vio caer, rígida y muda, sobre la alfombra de flores que ella misma había tendido...
Ahora ya no hay nahuales dulces. Ni sobre las ramas floridas, pueblan chiltotas que cantan y cubren de flores las tumbas. ¡Oh los nahuales queridos que se fueron con la raza!

Atlahunka
El teponahuastista de la corte de Atlacatl, roba la princesa Cipactli
ENTRE el oro, la corte reía. Bajo aquel desfile de música y plumas se estaba muriendo la pobre princesa. Ya el rey no escuchaba sus risas sonoras, y estaba muy triste, se estaba muriendo, se estaba muriendo de tanto llorar. La laguna verde de aguas estancadas, en su playa blanca, a la luz de la luna la oía llorar. Allá, en el boscaje perdida y huraña, gustaba en las tardes de fiesta y de baile, llorar bajo toldos de lirios en flor. Estaba muy triste, la corte no oía su risa sonora poblar de armonías el rudo festín. De noche y de día, lloraba, lloraba, lloraba.
¿Por qué la princesa se estaba muriendo?
La luna no más lo sabía. Desde aquella tarde, desde aquella noche, la princesa ya no se reía.
Lo había mirado, lo había querido; ¡Atlahunka cantaba tan dulce! En la corte triunfaba cubierto de flores su teponahuaste. Veía, con celos, al joven moreno de lacios cabellos y mirada ardiente a quien todas las bocas sonríen, por valles y montes, hermosas mujeres suspiran por él. Cruzando montañas ha cantado siempre sobre las ventanas de los calicantos dolientes canciones de amor. Por eso lloraba. Desde aquella tarde, Cipactli escuchaba los versos que Atlahunka le había cantado.
Tengo un río de oro,
Un lago que canta
Y una flor que llora,
Un pájaro que vuela y una estrella que mira,
Pero esa flor que llora y ese lago que canta
Y la estrella que mira
No cantan ni miran como miran tus ojos.
Desde aquella tarde, desde aquella noche, Cipactli lloraba a la luz de la luna. Desde aquella tarde se estaba muriendo y el día y la noche pasaba llorando.
La corte pasea su lujo, pasea sus armas, pasea sus oros.
Pero Atlahunka está triste.
La princesa Cipactli se muere, no come, no duerme... y no tiene nada.
Ya no se casa con el señor de Tehuacán. No puede, no come, no duerme.
Pero el señor es bravo. Sus terribles guerreros esperan. Ha puesto su término, y deben casarse ese día.
La princesa está triste. La princesa se muere.
En la noche los guardias oían la música triste, la música lenta, la música dulce de un teponahuaste. El castillo se yergue altanero a la luz de la luna.
Los guardianes han visto la sombra de un joven que pasa cantando los versos de un lago que canta y de una flor que llora. Y se oían las notas de un teponahuaste.
Pero nadie sabía. La luna no más lo miraba y no lo contaba.
Cuando el joven cantaba los versos de la flor que llora, una mano asomaba en la torre más alta del negro castillo de piedra.
La luna no más lo sabía. La princesa ya no estaba triste. Reía... En la noche ya no estaba enferma.
La luna no más lo sabía que la mano aquella deshojaba flores, y que el joven del teponahuaste lloraba.
Una noche los guardias quizás se durmieron.
En la torre aquella del negro castillo de piedra no estaba la pobre princesa. ¿Se la habrían robado las nubes? La luna no más lo sabía.
Sabía que el joven había llegado, que había cantado. Que por una cuerda había bajado... la pobre princesa, la pobre, la enferma, la triste. Reía. Reía. Reía. Y después... La selva cubría a la luz el sendero.
Después... el señor de Tehuacán espera. Se busca a Cipactli. Se escruta, se piensa.
Y  después... Atlahunka no canta en la corte. ¿Se lo habrían robado, quizás las estrellas?
La luna no más lo sabía. El señor de Tehuacán moría de cólera, pero ella reía y no lo contaba.
Un día trajeron a Atlahunka. Venía Cipactli amarrada.
Y los condenaron.
El santuario de Mictlán decía: "En el bosque hay fieras. Irás a decir tus pecados. Y si te perdonan no te comerán".
Y fue la princesa con el bello joven del teponahuaste.
Ya todo dormía. La luna brillaba en el cielo.
Y la selva quieta traía rumores de bestias dormidas.
Un buen tigre venía brincando para oír los pecados.
Y se hincaron llorando.
Pero antes había cantado el joven moreno del teponahuaste, los versos tan dulces del lago que canta y de la flor que llora.
Y se hincaron llorando. Juntaron los labios. El tigre venía saltando.
¿Los pecados? —se habían besado.
Cuentan que el tigre se rió como un loco del pecado aquel.
En la corte brillan hermosas mujeres. Cipactli no llega. Atlahunka no ha vuelto. ¿Los perdonaría aquel tigre austero que llegó saltando, y al oír el pecado reía?
La luna no más lo sabía y no lo contaba. Cómo aquella mano que de la alta torre del negro castillo deshojaba flores, cómo aquella niña que bajó llorando y se fue corriendo, tampoco decía.

Pero entre los ruidos de la inmensa corte, Cipactli no ríe, y Atlahunka, se fue con las nubes o con las estrellas y aún no ha venido.

Algunas conclusiones sobre el ciclo mitologico irlandes

1.  De una importante diferencia entre la mitología céltica y la griega. 2.  La tríada mitológica en los Veda y en Grecia. 3. La tríada en Irlanda. 4. La tríada en la Galia según Lucano: Tutates, Esus y Taranis o Taranus. 5. El dios galo al que los romanos llamaron Mercurio. 6. El dios cornudo y la serpiente mítica en la Galia. 7. El dualismo céltico y el dualismo iranio. 8. El naturalismo céltico.


1.

De una importante diferencia entre la mitología céltica y la griega.

Algunos textos de autores latinos y griegos, así como un gran número de inscripciones halladas en el continente y en las islas Británicas, nos facilitan los nombres de divinidades célticas, ya sean aislados o asociados a los nombres de divinidades greco-latinas. Algunos eruditos parecen esperar de los estudios célticos la precisa determinación de los atributos especiales de cada una de esas divinidades, y se diría que creen posible que algún día poseamos acerca de ellas un conjunto neto y preciso de leyendas análogo al que la mitología griega ha agrupado bajo el nombre de cada uno de sus dioses principales. Esto es una ilusión.
En efecto, si bien la mitología céltica ofrece un fondo de creencias semejante al que inspirara los rasgos generales de la mitología griega, se ha desarrollado de una manera muy distinta, sobre todo desde el punto de vista literario y artístico, y ha vivido en un medio que jamás dispuso de un Homero ni de un Fidias. El genio literario de Grecia ha creado caracteres claramente distintos y vigorosamente sostenidos por una muchedumbre de detalles para individualizar a unos dioses que no son sino desdoblamientos de otros, como en el caso de Faetonte, Apolo y Heracles, que son tres personificaciones del sol. Los escultores y pintores han dotado de características diferentes a esos dioses originariamente idénticos, separándolos netamente, tanto por la forma del cuerpo como por los objetos —tales como armas, vestidos, etcétera— a ellos asociados.
Cuando la escultura griega penetró en la Galia, hubo un intento de caracterización de esta índole; pero hoy sólo subsisten monumentos posteriores a la conquista romana, o sea que datan de una época en que la religión gala se encontraba en plena decadencia; y, salvo el pasaje de Lucien sobre Ogmios, carecemos de textos literarios que se refieran al movimiento religioso correspondiente a este período artístico.
La literatura irlandesa más antigua nos ofrece las concepciones mitológicas de los celtas en un período en que la civilización era mucho más primitiva. Por entonces, las creaciones de la mitología no habían adquirido aún los contornos precisos con los que quedan fijadas cuando el arte del dibujo alcanza cierta perfección y logra crear para cada nombre divino una forma antropomórfica distinta de todas aquellas otras a las que los demás nombres divinos sirven, por así decir, de etiqueta. Las composiciones épicas de Irlanda no poseen el valor estético de las griegas ni el de sus imitaciones romanas. No se ve a cada uno de los dioses presentarse con ese carácter netamente definido que permanece siempre estable y unitario en medio de las circunstancias más variadas, y que constituye una creación propia del genio literario griego. En Irlanda, como en la mitología védica, los rasgos que podrían caracterizar la figura de cada uno de los personajes designados con un nombre divino, a menudo permanecen vagos e indistintos: según las circunstancias, ciertos personajes pueden aparecer diferenciados o confundidos entre sí hasta formar uno solo.
Por ejemplo, en Irlanda no hay nada tan común como la tríada o conjunto de tres nombres divinos que, si en ciertos momentos parecen designar a otros tantos seres míticos distintos, en otros muestran claramente su carácter de nombres o adjetivos que expresan tres aspectos diferentes de la misma personalidad mitológica.

2.

La tríada mitológica en los Veda y en Grecia.

En la mitología védica Varuna, el más antiguo de los dioses; Yama, el dios de la muerte; y Tvastri, padre del dios supremo Indra, son tres formas de la misma idea. Yama es el padre de la raza divina y, en consecuencia, bajo la forma de Tvastri, también es padre de Indra. También Varuna recibe el nombre de dios padre. Varuna es dios de la noche, variante de la muerte, que es el dominio de Yama; ha sido vencido y destronado por su hijo Indra (quien por otra parte, habiendo vencido a su padre Tvastri, le quitó la vida). Así pues, Yama, Varuna y Tvastri, que a menudo parecen tres dioses distintos, sólo son en realidad tres nombres del mismo dios, o tres expresiones para designar una misma concepción mitológica.
En la mitología griega, Brontes —o el ruido del trueno—, Estéropes y Arges —dos nombres del relámpago— tienen por origen tres expresiones que designan dos formas de una mismo fenómeno, lo cual ha dado lugar a imaginar que esas tres expresiones designaban tres personajes distintos, agrupados bajo el nombre de Cíclopes.[1] Esta es una tríada en el más riguroso sentido del término, ya que los Cíclopes constituyen tres personificaciones del mismo fenómeno natural. Tal es también el caso de las Carites, llamadas Gracias[2] por los romanos, y del triple Gerión, personificación de la noche.[3]
Pero tanto los Cíclopes como las Carites y Gerión sólo ocupan un lugar secundario en el Panteón griego. Los dioses más importantes —Hades, Poseidón, Zeus, todos hijos de Cronos[4] — aparecen por tríadas lo  mismo que los dioses griegos secundarios y los grandes dioses védicos a los que acabamos de referirnos y como los dioses célticos de los que hablaremos más adelante. Sin embargo, desde la época a la que se remontan los documentos más antiguos, el genio griego ha dotado a los tres hijos de Cronos de atributos tan diferenciados que resulta imposible confundirlos entre sí.

3.

La tríada en Irlanda

El espíritu céltico no manifiesta una especial necesidad de atribuir a cada palabra una idea netamente diferente de la que se expresa con otro término. En los viejos textos irlandeses leemos que, en determinado momento, los Tuatha De Danann tuvieron tres reyes simultáneamente: Mac Cuill, Mac Cech y Mac Grené. A través de Cermait, su padre, todos ellos eran nietos de Dagdé, dios supremo; los tres reinaron sobre Irlanda al mismo tiempo y resultaron muertos en la batalla de Tailtiu. La mujer del primero se llamaba Fotla; la del segundo, Banba; y la del tercero, Eriu. Ahora bien, como esas tres mujeres no son sino tres nombres de Irlanda, resulta evidente que se trata de una sola mujer; y, así como la triple esposa se reduce a la unidad, también los tres esposos forman uno solo.
Mac Cuill, Mac Cecht y Mac Grené produjeron un desdoblamiento. En el "Diálogo de los dos doctores", uno de los más antiguos documentos que nos hablan de tal desdoblamiento, encontramos que los elementos constitutivos del mismo aparecen designados como Brian, Iuchar y Uar. Lo mismo que Mac Cuill, Mac Cecht y Mac Grené, Brian, Iuchar y Uar pertenecen al grupo de los Tuatha De Danann y lo dominan: son los dioses de la ciencia y del genio literario y artístico. Brigit, su madre, es a la vez una diosa y una file femenina; es hija de Dagdé, o "buen dios", el dios supremo, el gran rey de los Tuatha De Danann. Por lo tanto, sus hijos Brian, Iuchar y Uar tienen el mismo abuelo que Mac Cuill, Mac Cecht y Mac Grené.
Entre Brian, Iuchar y Uar sólo existe una diferencia nominal; incluso puede decirse que entre Iuchar y Uar la diferencia es meramente aparente, ya que el segundo de esos nombres ha sido obtenido recortando tres letras al primero. Los autores que escriben los dos últimos nombres de esta tríada con la forma Iucharba y Iuchair han seguido un procedimiento análogo, ya que Iuchair no es sino una forma abreviada de Iucharba.
Tanto Brian como sus dos hermanos o asociados —llamados a veces Iuchar y Uar, y otras Iucharba e Iuchair— tienen una misma y única historia. Los tres matan al dios Cein, también llamado Cian; y los tres mueren también en un mismo lugar, a manos del dios Lug. A los tres se les describe de la misma manera, poseen una cabellera rubia y visten una capa verde sobre una túnica de un rojo amarillento. Los tres llevan una lanza muy fuerte y extremadamente aguzada. Sobre el muslo de cada uno de ellos cuelga una espada con empuñadura de marfil. Rojos son los escudos de los tres; y, aunque los nombres de sus caballos son diferentes, todos tienen el mismo sentido, significan "viento". Sus tres padres nutricios se llaman Victoria, Dignidad y Fuerza protectora. Los nombres de sus tres concubinas son Paz, Placer y Alegría, el de sus tres reinas, Bella, Bonita, Encantadora. Sus tres castillos se llaman, Fortuna, Riqueza y Generosa Hospitalidad. Finalmente, los tres engendran un hijo único cuyo nombre, Ecné, significa "ciencia, literatura, poesía".
Brian, Iuchar y Iucharba pertenecen al ciclo mitológico. En el ciclo de Conchobar y Cuchulainn aparece un desdoblamiento de aquellos que, pese a ciertas apariencias históricas, pertenece no obstante a la mitología. Opinamos que en la leyenda de Clothru, esposa a la vez de sus tres hermanos, debemos reconocer también una tríada mitológica. De esta asociación conyugal nació un hijo único, Lugaid. Debido a un extraño fenómeno, ese hijo, que más tarde se convirtió en rey supremo de Irlanda, tenía grabadas sobre la piel dos líneas circulares rojas, una en el cuello y otra en la cintura. Esas líneas separaban cada una de las porciones de su cuerpo por las que se asemejaba a cada uno de sus tres padres. Tenía la cabeza parecida a la del primero; la parte superior del cuerpo, hasta la cintura, se asemejaba a la del segundo; y se parecía al tercero por la parte inferior del cuerpo. Se casó con su madre, de la que tuvo un hijo que le sucedió en el trono de Irlanda.
La tríada surge del hábito de emplear tres sinónimos para expresar una misma idea mitológica. Sobre este punto, los irlandeses han conservado a veces el sentido de la realidad. Así, en uno de los manuscritos del Glosario de Cormac, leemos que la mujer del gran dios Dagdé tenía tres nombres: se llamaba Mentira, Engaño y Vergüenza. Según la misma obra, también Dagdé poseía tres nombres: además de Dagdé se le llamaba Cera y Ruad-rofhessa. No tenemos noticia de que se hayan supuesto tres dioses para justificar esos tres nombres. Pero en cambio, de un dios único, del dios padre llamado Cronos por los griegos, los irlandeses hicieron tres dioses. Ese dios que originariamente fuera dueño del mundo y que, vencido por su hijo, se convirtió en dios de los muertos, en Irlanda fue transformado en tres dioses diferentes. El primero de ellos, que primero fue rey, resultó destronado; el segundo fue muerto por su nieto en una batalla; el tercero, vencido y acosado, se vio obligado a refugiarse en el país de los muertos, sobre el cual reina. Los irlandeses llamar-on al primero Bress, al segundo Balar y al tercero Tethra; y sin embargo, originalmente, esos tres nombres designaban a una misma divinidad.

4.

La tríada en la Galia según Lucano: Teutates, Esus y Taranis o Taranus.

En la Galia volvemos a encontrar las tríadas divinas. Para comprender bien el sentido de las mismas es preciso determinar, en primer término, a cuál de los dos grupos en que se divide el panteón céltico pertenece cada una de ellas.
Lucano habla de la más célebre de las tríadas divinas adoradas en la Galia en unos versos muy conocidos que hemos citado a menudo: los dioses que la componían se llamaban Teutates, Esus y Taranis o Taranus. Pertenecían al grupo de los dioses de la muerte y la noche, de los malvados dioses padres
que los irlandeses denominaron Fomoré. Se les ofrecía sacrificios humanos.[5] El objeto de esos sacrificios consistía en conseguir que la temible tríada, considerada como divinidad de la muerte, aceptara el alma de la víctima a cambio de otras personas más queridas cuya vida estaba amenazada.[6] 
Esas terribles inmolaciones se practicaban sobre todo en la guerra: los cautivos eran ejecutados y esa matanza constituía un acto religioso. Los galos establecidos en Asia fueron quienes introdujeron esa costumbre bárbara, que estuvo vigente entre ellos hasta la primera mitad del siglo II antes de nuestra Era.[7] En la Galia persistió hasta largo tiempo después de esa fecha, y se la menciona en la descripción de la Galia escrita por Diodoro de Sicilia hacia el año 44 a. J.C. Los prisioneros de guerra, dice Diodoro, son sacrificados a los dioses; se les quema junto con los animales que la suerte de las armas haya hecho caer en manos de los vencedores o bien se les mata de alguna otra manera.[8] Así es exactamente como procedían los galos en la época en que César les hizo la guerra, entre el 58 y el 51 a. J.C. Después de explicar que los galos tienen un dios que, según él, es idéntico al Marte romano, el autor de los Comentarios agrega: ''Cuando han resuelto empeñar el combate, habitualmente le dedican a ese dios el botín que esperan alcanzar; después de la victoria, inmolan en honor de aquél todo cuanto tenga vida".[9]
Existen dos inscripciones que nos informan acerca del nombre, o de uno de los nombres de la divinidad gala a la que César designara con el nombre latino de Marte. Una es una dedicatoria a Marte Tutatis, y ha sido encontrada en Gran Bretaña. La otra, descubierta en Seckau, Estiria, se dirige a Marte Latobius Harmogius Toutatis Sinatis Mogenius. Así pues, Tutatis o Teutates es el dios al que, durante la guerra, inmolaban los galos a sus cautivos. Es uno de los nombres y una de las personificaciones de ese dios padre que reinaba sobre los muertos. Se creía que poseía el poder de proteger al galo amenazado de muerte que le enviaba al otro mundo, como reemplazante, un cautivo inmolado.
Taranis o Taranus —si se admite la corrección de M. Mowat -, es un desdoblamiento de Teutates o Tutatis. La etimología de su nombre establece que se trata de un dios del rayo, taran, en galés, en cómico y en bretón, es el nombre del rayo. Ahora bien, en Irlanda, el dios del rayo es Balar, uno de los tres principales jefes de los Fomoré. Su ojo, el ojo maligno cuya mirada mata, no es otra cosa que el rayo. Taranus ha sido considerado idéntico al Júpiter romano. Sin duda, el arma de Júpiter es el rayo; pero al no poseer los romanos una religión dualista como la de los galos, Júpiter une a ese atributo accesorio cualidades fundamentales de dios bueno y dios hijo que impiden asimilarlo al Taranus céltico. Júpiter es el hijo de Saturno o Cronos; es el dios del día y de la vida, Taranus, en cambio, lo mismo que Balar, es el dios de la muerte, padre de los dioses de la vida. He ahí por qué, tal como nos lo relata Lucano, en la Galia se le ofrecían sacrificios humanos.
Esus, del que una moneda de Gran Bretaña nos ha conservado la variante Aesus, ha sido clasificado por Lucano, con toda justicia, como pretendiente a la misma tríada, dado que también se le ofrecían sacrificios humanos. No cabe duda de que la madera que se le ve cortar en el bajo relieve galo-romano del museo de Cluny está destinada a la hoguera del sacrificio. Cuando fue esculpido ese monumento —en tiempos de Tiberio, entre los años 13 y 37 de nuestra Era— en la Galia estaba prohibido el sacrificio de víctimas humanas. Pero la supresión de esta costumbre era bastante reciente, ya que, siete años antes del comienzo de nuestra Era, Denys de Halicarnaso todavía la menciona usando el verbo en tiempo presente: y, si bien bajo el reinado de Tiberio ya no se practicaba esta lúgubre ceremonia, persistía sin embargo el ceremonial, ya que bajo Claudio, en el año 43 o 44 de nuestra Era, Pomponio Mela nos habla de él: no pudiendo ya matar hombres, los druidas se contentaban con sacar algunas gotas de sangre a personas de buena voluntad.

5.

El dios galo al que los romanos llamaron Mercurio.

Así, pues Teutates, Taranis o Taranus y Esus sólo constituyen tres aspectos de ese dios de la muerte y padre del género humano al que César llamara Dis pater. Como ya dijéramos, también en Irlanda posee tres nombres: Bress, Balar y Tethra, y es el jefe de los Fomoré. De entre el grupo divino opuesto a él, fue Lug, más anteriormente Lugus, quien le derrotó. En irlandés, Lug significa "guerrero"; y, en efecto, el acto más importante de ese dios consistió en matar a Balar, el dios de la muerte. César presenta a Lug como idéntico al Mercurio romano, ya por entonces confundido con el Hermes griego. Pero si bien Lug en su carácter de dios de las artes y el comercio, se asemeja a ese Mercurio-Hermes, entre dicha semejanza y la identidad existe aún una enorme distancia. Ya hemos formulado una observación análoga respecto del Júpiter romano y el Taranis o Taranus galo: dado que los mitógrafos romanos creían en la realidad de sus dioses lo mismo que en la de los ajenos, en cuanto observaban la existencia de ciertos puntos comunes entre dos personalidades mitológicas, concluían automáticamente que las mismas eran idénticas. Tal es el origen de la fusión de su mitología con la de los griegos; y mediante el empleo de ese método lograron convencerse a sí mismos y a los griegos romanizados de que los dioses galos y los dioses romanos eran los mismos. Esta doctrina era falsa, el dios galo, a quien César llamó Mercurio, constituye una concepción mitológica original que, si bien coincide con el Mercurio-Hermes respecto de algunos puntos, en otros difiere de él. Así, por ejemplo, Lug es un dios guerrero.
Los galos no le llamaban exclusivamente Lugus, sino de muchas otras maneras. Y el elemento fundamental de varios de los nombres que le aplicaban lo constituye una raíz SMER cuyo valor aún no ha sido determinado. Sobre un vaso descubierto en Sanxey, cerca de Poitiers, se lee la dedicatoria DEO MERCVRIO ATUSMERIO. La base de una estatua de Mercurio hallada en Meaux ofrece la leyenda DEO ADSMERIO. Sobre uno de los altares romanos de París conservados en el museo de Cluny, M. Mowat ha descifrado las cinco letras SMERI o SMERT. Con ellas comienza la inscripción, muy borrosa actualmente, grabada sobre un bajorrelieve que representa a un personaje que está a punto de asestar un mazazo a una serpiente. Ese personaje es una variante de Lugus, y, la serpiente, una de las formas del dios malvado indoeuropeo.
En la cuenca del Rin, el dios identidificado con el Mercurio romano pierde a menudo su nombre galo; pero entonces se encuentra acompañado por una diosa que sí ha conservado ese nombre: se trata de Rosmerta, y Ro-smer-ta tiene la misma raíz que Atu-smer-iu-s o Ad-smer-ius, y que la palabra incompleta Smer-i,., o Smer-t...

6.

 El dios cornudo y la serpiente mítica en la Galia.

La serpiente del altar del museo de Cluny —esa serpiente a la que el dios céltico identificado con Mercurio se dispone a asestar un mazazo; esa serpiente que constituye una de las personificaciones del dios malvado—, reaparece en otros monumentos que últimamente han sido objeto de profundos estudios. En la mayor parte de los monumentos publicados hasta ahora, dicha serpiente aparece con cabeza de carnero. Monumentos hallados en Autun, Montluçon, Epinal, Vandoeuvre (Indre) y La Guerche (Cher) la muestran asociada a divinidades galas con el carácter de atributo de las mismas. Uno de los más curiosos de estos monumentos es el de Autun; donde el dios aparece en cuclillas, tricéfalo y cornudo, mientras dos serpientes con cabeza de carnero le forman una especie de cinturón.
Las tres cabezas del dios nos recuerdan la tríada gala: Teutates, Esus y Taranis o Taranus, así como la tríada irlandesa: Bress, Balar y Tethra. Además, tiene cuernos. En Irlanda, el padre de Bress se llama Buar-ainech, es decir, "el de la cara de vaca". En cuanto a las serpientes con cabeza de carnero, se trata de los monstruos con cabeza de cabra, los goborchind de Irlanda. Sobre el altar de Vandoeuvre (Indre), el dios cornudo, si bien se encuentra en cuclillas, no es tricéfalo; pero, en cambio, se le ve acompañado de otros dos dioses que se encuentran de pie, con lo cual se completa la tríada. Y las dos serpientes, en lugar de servirle de cinturón, están situadas en las dos extremidades del bajorrelieve.
En la Galia, el dios cornudo — padre de Bress y, en consecuencia, también de sus dos variantes Balar y Tethra— no se llamaba, como en Irlanda, "el de la cara de vaca", Buar-ainech se le denominaba Cernunnos. Opinamos que Cernunnos es el primer padre, el dios fundamental de la noche y la muerte; sus cuernos son el creciente de la Luna, reina de la noche. Tutatis, Esus y Taranis o Taranus son sus hijos, o, si se quiere, desdoblamientos suyos. El nombre de Cernunnos está grabado sobre la tercera cara del altar número tres del museo de Cluny, y en la parte inferior del mismo se distingue claramente una figura humana con cuernos. La parte baja del cuerpo se encuentra muy borrosa; pero, dada la altura del monumento, no cabe duda de que el dios se encuentra en cuclillas, tal como los otros dos dioses cornudos que mencionáramos, el de Autun y el de Vandoeuvre (Indre). En cambio, no le acompaña serpiente alguna, ya que el escultor ha desglosado el mito en dos cuadros, representando a Cernunnos sobre la tercera cara del altar y, sobre la cuarta, la muerte de la serpiente.
Según la doctrina céltica tal como la encontramos en Irlanda, el dios de la muerte perece a manos de su nieto pero continúa vivo y reina con un nombre diferente; entre los galo-romanos, en cambio, el mito ha adoptado una forma diferente. Según el sistema que inspirara el bajorrelieve de París, el dios del crepúsculo no mata a su padre, el dios de la noche, sino únicamente a la serpiente que de ordinario acompaña a ese temible dios. Por lo demás, y a pesar de que los indoeuropeos suelen confundir a la noche con la tormenta, la serpiente representa más bien la tormenta y el rayo que no la noche; así pues, no tendría nada de raro que esta distinción hubiera continuado vigente en la Galia hasta el siglo primero de nuestra Era.
También existen representantes del dios cornudo sin el emblema de la serpiente, como los bajorrelieves de Beaune y Reims. El dios de Reims lleva una especie de saco del que caen bellotas o hayucos que un ciervo y un buey, situados en la parte inferior, parecen esperar. Recordemos que, cuando los irlandeses paganos inmolaban sus hijos al gran ídolo Cromm cruach, la "curva sangrienta", esperaban obtener a cambio leche y trigo. Este ídolo sólo era una grosera imagen del dios de la muerte, dios que, según se creía, proporcionaba el alimento y la vida a sus crueles adoradores a cambio de víctimas inocentes.

7.

El dualismo céltico y al dualismo iranio.

Así, el estudio de la mitología irlandesa nos permite conocer los puntos fundamentales de la mitología céltica continental. La religión céltica se fundaba sobre la creencia en dos principios, negativo y maligno el primero, bueno y positivo el segundo (que, no obstante, provenía de aquél): esos dos principios se oponen y luchan uno contra el otro igual que Ormazd y Ahriman en la antigua religión del Irán. Sin embargo, sería un error atribuir a dicho dualismo un origen iranio y considerar a los druidas como alumnos de los magos. Entre los celtas, como en la literatura védica, la palabra devos —dîa en irlandés y douê en bretón— designa a los dioses bienhechores, a los dioses hijos, opuestos al padre malvado; y no está como en la literatura irania, exclusivamente reservada para señalar a los dioses enemigos. En cuanto al malvado dios padre que es derrotado por su hijo, carece del carácter de absoluta perversidad que distingue al Ahriman iranio. Por el contrario, permanece como uno de los dioses principales, dê(v)i, y bajo su imperio se verifica el prodigio de la bienaventurada vida de los muertos; y la singular mezcla de crueldad y paternalismo que lo distingue constituye justamente uno de los aspectos más extraños y curiosos de la religión céltica.

8.

El naturismo céltico.

Los irlandeses paganos asocian a ese dualismo, y en flagrante contradicción con él, tanto creencias panteístas atestiguadas por una larga invocación que, aparentemente, constituye un fragmento de un antiguo ritual— como doctrinas naturalistas similares a las que encontramos al principio de la Teogonia de Hesíodo. Según éste, la tierra y el cielo existieron antes que los dioses, y son quienes los engendraron. Por un momento, en el Libro de las Conquistas, la tierra, el mar y las fuerzas de la naturaleza parecen ser consideradas más poderosas que los dioses contra quienes se las invoca; asimismo, se les ofrece como testigos de los juramentos.
¿Qué papel desempeñaron el panteísmo y el naturalismo en el mundo céltico?
El panteísmo es una doctrina filosófica que probablemente no haya tenido jamás demasiados adeptos. Pero, en cambio, el culto de los diversos aspectos de la naturaleza —como por ejemplo el culto de las montañas, los bosques, los ríos-puede que haya resultado más accesible a las muchedumbres. Las inscripciones romanas de la Galia nos han conservado dedicatorias a esas divinidades secundarias, como en el caso del dios Vosgos, Vosegus, que no es sino el grupo de montañas que lleva ese nombre; la diosa Ardenas, Arduinna, cuyo nombre está acompañado por dos árboles en la inscripción, y que es un bosque muy conocido; y la diosa Sena, Sequana, cuyo culto parece haberse celebrado principalmente en la zona donde nace dicho río. Volvemos a encontrar la misma idea en el tercer poema litúrgico de Amairgen, donde se destacan las tres invocaciones siguientes: " ¡Montaña fértil, fértil! ¡Bosque accidentado! ¡Río de abundante, abundante caudal!". Por lo tanto, ese culto secundario era común a Irlanda y a la Galia (a las que, por otra parte, no pertenecía en exclusiva, ya que también se lo encuentra en Grecia y Roma. El culto a las ciudades, como por ejemplo el de la dea Bibracte entre los Eduens, y el de la fortaleza de Tara, en Irlanda, pertenecen al mismo orden de ideas.
Pero, en el pensamiento de los celtas, todas esas actividades sólo ocupan un segundo plano. Los grandes dioses son aquellos cuyas sangrientas luchas inspiraron los relatos legendarios que constituyen el ciclo mitológico irlandés. Ellos eran quienes recibían en primer término el homenaje de los fieles: porque, según una creencia común tanto a los celtas de las islas Británicas como a los del continente, era de aquellos, de su favor o de su odio, que dependían la prosperidad o la desgracia de los individuos, las familias y los pueblos.
Tal es el resultado general al que parece conducir el estudio de los textos clásicos concernientes a la religión céltica -tanto latinos como griegos— cuando se combina dicho estudio con el empleo de los medios de información de que disponemos actualmente. En primer término, quiero mencionar las inscripciones cada vez más numerosas que, sobre todo desde hace algunos años, salen a la luz en las regiones antaño ocupadas por los galos, y que van a engrosar el material de investigación de los epigrafistas; además, quiero llamar la atención sobre los monumentos figurativos que el celo de M. Alexandre Bertrand ha reunido en cantidad considerable y clasificado tan ordenadamente en las salas del museo de Saint Germain. Y, finalmente, insistiré acerca de las ediciones de textos irlandeses que debemos a los tan prolongados y meritorios trabajos de O'Curry y O'Donovan, a la Academia de Irlanda y a los eruditos celtistas,[10] al eminente paleógrafo,[11] que, desde el punto de vista de nuestros trabajos, son la principal gloria de aquélla; a MM. Whitley Stokes y Windisch, a quienes ningún injusto ataque despojará jamás del honor de haber sido, junto con M. Hennessy, los primeros en dar a conocer la literatura épica de Irlanda en el continente.



[1]      Hesíodo, "Teogonia", versos 139-145.
[2]      "Teogonia", verso 907. Cf. Max Müller, "Lectures on the science of language, second series", 2a edición, p. 369-376.
[3]      "Teogonia", verso 287; Esquilo, "Agamenón", v. 870.
[4]      Hesíodo, "Teogonia", versos 455-457.
[5]      Lucano, "Farsalia", t. I, versos 444-446.
[6]      César, "De bello gallico", libro VI, cap. XVI, par. 2,3.
[7]      Discurso pronunciado ante el senado por el procónsul Cneius Manlius, el año 187 a. J. C, según Tito Livio, libro XXXVIII, cap. XLVII; comparar con Diodoro de Sicilia, libro XXXI, cap. 13, edición Didot, t. II, p. 499. En este caso se trata de acontecimientos ocurridos el año 167 a. J.C.
[8]      Diodoro de Sicilia, libro V, cap. XXXII, par. 6, edición Didot, t. I, p.273, 274.
[9]      César, "De bello gallico", l. VI, cap. XVII, par. 2, 3.
[10]     Cometería una ingratitud si no dejara constancia de los servicios que me ha prestado la introducción con que M. Robert Atkinson ha encabezado el Libro de Leinster.
[11]     M. J. T. Gilbert.