miércoles, 13 de diciembre de 2017

La fuente de Ana Manana

Las tierras del Ayuntamiento de Toén, entre el
Miño y Barbaña, culminan en los Castros de Trelle,
en los cuales se sabe desde tiempo inmemorial que
hay moros encantados. Estos moros, a pesar de la
prohibición coránica, no dejan de sentir afición al
bon viño d'Ourens, que cantó el poeta, y que se da
por la parte de Puga, en las fincas de Cavadiña y
del Olivar, pongo por caso. No obstante, son moros
auténticos. Su origen está referido en la Crónica del
arzobispo Turpin, compañero de Carlomagno en
las aventuras que le acaecieron en España.
Dice el mencionado don Torpinos—que así le
llaman las fuentes castellanas—, arzobispo de
Reims, que «en cierto lugar de la España musul-
mana había una gran estatua que tenía en la mano
una llave, y que cuando aquella llave cayese de la
mano de la estatua los moros que hubiere en España,
soterrarán en lugares ocultos sus tesoros, e iránse».
Esos tesoros se encuentran en Galicia, en los
castros, en las «mámoas», en donde se ven roquedos
de formas extrañas, y hasta en las iglesias y cruceros.
De ellos se cuenta una larga relación en cierto viejo
pergamino hallado en el castillo morisco de don
Gutierre de Altamira, relación que han dado al
público los editores sucesivos del celebrado Libro
de San Cipriano, Tesoro del Hechicero.

Mas resulta que, si bien enterraron sus tesoros,
los moros nos e han ido. Siguen viviendo en 
aquellos lugares, bajo tierra, pues disponen de ciertas 
palabras que, al decirlas, las rocas se abren o se cierran
a voluntad.
Aconteció que un mozo de este Ayuntamiento
marchó al servicio y le tocó para África. Hallán-
dose en Marruecos, le sucedió que un día se en-
contró a solas con un moro. Y el moro le preguntó
de dónde era,
—Soy de Mugares, en el Ayuntamiento de Toen,
provincia de Orense.
—Entonces—le dijo el moro—conocerás la fuente
de Ana Manana.
—Conozco—respondió el soldado.
—Pues cuando vayas a tu tierra, le has de llevar
un encargo a una parienta mía que allí está, y si lo
cumples bien, no te ha de pesar.
Y le entregó un fardel, advirtiéndole que de ningún
modo mirase, ni él ni nadie, lo que llevaba dentro.
Que se dirigiese a la fuente de noche, y allí, sin
decir otra cosa, llamase por Ana Manana. No debía
decir más palabras que «Ana Manana», gritando
bien, para que lo oyesen. Después ya vería él lo que
ocurría; pero no debía asustarse, pues todo sería
por su bien.
Cumplió el mozo su servicio y se volvió a su casa
con su macuto y con el fardel que le entregara el
moro.
Llegó y puso el fardel con mucho cuidado encima
de un arca. Pero he aquí que el mozo tenia una
hermana, y en una vuelta que dio éste, la hermana
abrió el fardel y encontró dentro una hogaza de
magnífico pan de trigo, con cuatro picos. Estaba
tan dorado y tan tierno, que tentaba a cualquiera.
La muchacha le echó un bocado y se comió 
un pico, sintiendo la corteza estallar deliciosamente en
los dientes, y lo volvió a dejar en el saco, tal como
estaba.
La velada siguiente, el mozo cogió el fardel y se
encaminó a la fuente.
La noche era oscura y no se veía un alma. El
mozo reunió sus fuerzas y llamó con esa voz y
entonación características que se emplean en Ga-
licia para llamar a lo lejos:
—¡Ana Manana!
Le respondió el silencio. Volvió a llamar:
—¡Ana Manana!.
Tampoco. Por fin, a la tercera «¡Ana Manana!»,
sintió una voz dulcísima, que se fue acercando, y
apareció una muchachita preciosa, una mora her-
mosísima, que le sonreía llena de esperanza.
El mozo le entregó el fardel, y ella lo abrió, y al
coger el pan éste se convirtió en un magnifico ca-
ballo blanco, pero cojo: le faltaba una de las patas
delanteras.
El desconsuelo de la morita no tuvo límites. Se
dirigió furiosa al mozo, y le dijo:
—Has hecho mi desgracia y la tuya. Llevo aquí
más de mil años esperando un alma buena que me
desencante, y ahora, cuando ya creía que me vería
libre, resulta, que tengo que esperar quinientos años
más en esta tristeza. Yo y todo mi haber éramos
para ti, si hubieses cumplido bien el encargo de mi
hermano. Ahora, mal hayas tú y toda tu gente, y
mueras de mala muerte.
Y así fue, que el mozo se desgració a los pocos
días.

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