miércoles, 13 de diciembre de 2017

El agujero del infierno

Habitaba en Berbes un viejo procurador que había
reunido una fortuna estafando al próximo en cuantas
ocasiones se le presentaron. Para conseguir sus
aviesos proyectos se le valía de la ocultación de
importantes documentos, que celosamente guardaba
en una viga.
Pasaron los años; el procurador consiguió alma-
cenar un gran caudal, pero sin disfrutar de él,
porque su espíritu mezquino se lo impedía, y así
murió, sin el menor escrúpulo de conciencia. Como
era de suponer, el demonio esperaba con ansia su
alma para conducirla al infierno, en una de cuyas
calderas fue echada.

Mientras tanto, uno de sus últimos clientes llora-
ba la muerte del procurador, porque unos docu-
mentos que le eran imprescindibles para resolver
sus asuntos habían caído en manos de aquél, y
nadie podía ya recuperarlos. El buen hombre se
lamentaba de su mala suerte, viéndose arruinado,
cuando un día que se torturaba con la obsesionante
idea, fue sorprendido por la aparición de un diminuto
hombrecillo que penetró en su habitación seguido
de dos muías. Cortésmente le invitó a subir en una
de ellas, haciendo él lo propio, y, dando a las muías
la señal de partida, se vio arrebatado el buen hombre
en una maravillosa y fantástica carrera. En unos
instantes llegaron a lo más profundo de los infiernos.
Se apearon de los mulos y el hombrecillo le condujo 
hasta una gran caldera, en la que se retorcía el
empecatado procurador. Éste, al ver ante sí a una
de sus victimas, sintió más punzantes aún los dardos
acusadores de su conciencia, que le remordían sin
tregua por sus malas acciones. Queriendo enmen-
dar el daño que le había hecho, le explicó a su buen
cliente que aquellos papeles que tanto necesitaba
los encontraría en el techo de su casa, contando
hasta la tercera viga a partir de la puerta.
Complacido el buen hombre por la información,
se dispuso a salir más aprisa de aquel antro espan-
toso. Entonces, el apóstol Santiago le hizo saber
que el infierno se encontraba en lo más profundo de
la Tierra, y que para salir de él tenía que ascender
por una cuerda. El Apóstol le puso la soga en las
manos, y el buen hombre inició su larga ascensión,
hasta llegar a Galicia. Cuando puso los pies en
tierra firme, se sintió cansado y abatido. La subida
había sido trabajosa y necesitaba tomar nuevas
fuerzas. Dispuesto a saciar el hambre, se dirigió a
una taberna para comprar algo; pero cuando puso
en el mostrador las pocas monedas que llevaba en
el bolsillo, se las rechazaron, diciéndole que ya
estaban fuera de la circulación hacia más de cien
años. Asustado el buen hombre al comprobar que
aquellos minutos que él había estado en el infierno
constituían un siglo para el mundo, se encaminó,
mohíno, hasta Berbes, y, ya repuesto del estupor,
se dispuso a continuar su vida normal. Fuese, en
primer término a la casa del procurador, extrajo de
la viga indicada los documentos, y con ellos pudo
recuperar su perdida fortuna y vivir en paz el resto
de sus días.

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