domingo, 13 de octubre de 2013

Juan el hijo de Armenios

Quedó como sucesor de Armenios su hijo Juan.

Este, tras la muerte de sus padres, fue acometido de una mortal tristeza. Los patricios y visires, queriendo consolar al que era su nuevo señor, vinieron a él y le dijeron:

-¡Oh señor! No te acongojes más por lo que no tiene remedio. Desde que nace, el hombre está destinado a la muerte y éste es el común destino de los nacidos. ¿Dónde están tus padres y los padres de tus padres? ¿Dónde están los primeros hombres? Seca tus lágrimas, ten piedad de los que de ti esperan la guía y el consejo, y toma ejemplo para tu vida de la que tu padre pasó en este mundo con tanta bondad y santidad.

Pero todas estas palabras de consuelo fueron inútiles. Juan permanecía mudo y quieto. Los cortesanos juzgaron que era mejor no molestarle, y le dejaron solo con su dolor algunos días, y más tarde volvieron a intentar el alivio de la pena de su señor.

En vista de que sus esfuerzos resultaron así mismo inútiles, determinaron organizar un festín en uno de los más bellos jardines de palacio. Cuando las mesas, los manjares y los vinos estuvieron dispuestos, fueron a buscar a Juan y le pidieron que les concediera la gracia de acompañarles a la mesa.

Juan no quería aceptar, pero ante la insistencia de sus servidores, y no queriendo que creyeran que los despreciaba, aceptó a presidir el banquete. Le ofrecieron exquisitos manjares, de los que apenas se sirvió, y deliciosos vinos, con los que solo humedeció sus labios en una bebida fuerte y de aroma delicado. Le instaron a que bebiera más y así lo hizo. Pero como jamás había bebido vino, se sintió embriagado por la bebida y por el olor de los jardines, perdiendo el conocimiento.

Al momento fue conducido a palacio. A la entrada de su habitación le esperaba su hermana, que lo abrazó estrechamente. Y Juan, sin saber lo que hacía, cometió con ella un horrendo pecado.

La hermana tuvo un terrible dolor por ello. Quedó encinta y, cuando no pudo disimular su estado, fue a su hermano y le dijo lo que le pasaba. El hermano, que no recordaba nada de su nefanda acción, le preguntó que quién era el culpable. La hermana le contestó:

-¡Tú mismo!

Juan palideció y le dijo que no recordaba haber cometido esa acción tan monstruosa.

Y entonces ella le contó que todo había sucedido el mismo día del banquete, cuando él había regresado embriagado.

Juan se sintió presa de un gran dolor y de un fuerte arrepentimiento. Huyó de palacio y fue a refugiarse en un monasterio, en donde tomó el hábito de monje y se entregó a las más rudas penitencias.

Cuando los visires volvieron al día siguiente a palacio no encontraron al rey, sino a su hermana, sola, que no paraba de llorar. Durante un mes, cada día, volvieron a palacio; pero al ver que su espera era vana y que el rey no aparecía proclamaron reina a la hermana.

Cuando llegó el momento de alumbrar su embarazo, tuvo un niño muy hermoso. Mas no queriendo que de conociese su gran pecado, hizo preparar una caja muy bien dispuesta, forrada de telas suaves.

Llamó a su criado de confianza y le encargó buscar tres tablillas: una de marfil, una de oro y otra de plata. Sobre la primera ordenó que pusieran: “El padre de este niño es su tío, y su madre es su tía”. Después, en un pergamino escribió: “La tablilla de oro pertenecerá a este niño cuando sea mayor, y la de plata, a la que lo tome a su cuidado para educarlo.”

Colocó al niño en la caja, puso junto a él las tablillas y el pergamino y, echándolo al río, lo encomendó a la protección divina. La cuna fue llevada por la corriente.

Había, aguas abajo, a la orilla misma, un monasterio dedicado al mártir Santiago el Interciso. Por esos días se celebraba la fiesta del santo patrón. El superior del monasterio, queriendo tener, para la fiesta, pescado fresco, fue a la orilla del río y encontró a un pescador, ofreciéndole un dinar por todo lo que pescase durante la noche.

El pescador se montó en su barca y, remando, se dirigió al centro de la corriente. Allí echó su sedal. Sacó un gran pez y de nuevo lanzó el sedal. En aquel momento pasaba la caja, arrastrada por la corriente, y quedó prendida en el anzuelo. El pescador tiró y se sorprendió al ver lo que pendía de su sedal. La sacó del agua, la colocó en su barca y continuó su trabajo. De madrugada se presentó al superior, al cual entregó la pesca y la cuna, diciéndole:

-Como habíamos convenido que os entregaría, por un dinar, toda mi pesca, a vos os pertenece también esta caja.

El superior abrió la caja y vio al tierno niño. Cogió el pergamino y tomó las tablillas de oro y de plata. Después de haber leído el pergamino, guardó la de oro y entregó la de plata al pescador, diciéndole:

-Toma a este niño y entrégaselo a tu mujer para que lo críe. Y como pago, tuya es esta tablilla de plata.

Después leyó lo que había escrito en la de marfil y se asombró de aquellas palabras. Pero nada dijo y la guardó también.

El pescador llevó al niño a su casa y la mujer le crió. Creció como un hermano más de los hijos de los pescadores, y fue educado como ellos y participó en sus juegos. Cuando ya había crecido, un día, disputó con sus supuestos hermanos y les golpeó. Los hijos de los pescadores le dijeron:

-¡Ah, desgraciado! ¿Así pagas los beneficios que te hemos hecho, criándote y educándote? ¿Por eso te vuelves tan duro de corazón para nosotros?

Entonces, el muchacho, muy sorprendido por cuanto le acababan de decir, les respondió:

-Me habláis como si no fueseis hermanos míos…

Y ellos le contestaron que no lo eran. Entonces él fue a buscar a la mujer del pescador y le dijo:

-Mis hermanos me han dicho que no son mis hermanos. ¿Es que acaso no eres tú mi verdadera madre?

Entonces le contó la mujer:

-No, yo no soy tu madre. A nosotros te trajo un monje del monasterio de Santiago.

Cuando volvió el pescador, el muchacho le rogó que lo llevase a ver al monje. Éste lo hizo así y juntos fueron a ver al monje. El mancebo al ver el aspecto del superior, le preguntó:

-¿Eres tú quizá mi padre?

El monje, sonriendo ante la inocencia del muchacho, le respondió:

_No, yo no soy tu padre ni sé quién pueda ser. Sólo te recogí de una cuna que había sido echada al agua. Allí había tres tablillas.

Y le contó todo lo demás. Y le dio el consejo de tomar el hábito de monje. Pero el joven respondió:

-No; yo deseo ser soldado.

Tras estas palabras el superior le entregó la tablilla de oro. Fue a venderla a la ciudad vecina y le dieron mil dinares de oro, con los que compró un caballo y un rico equipo de soldado. Después se despidió y le dieron la tablilla de marfil y la bendición del monje.

Después de algunos días de camino, llegó a una ciudad que estaba sitiada por un poderoso ejército. Preguntó a los soldados:

-¿Qué ciudad es ésta? ¿Por qué la sitiáis?

Los soldados le contestaron que era una ciudad gobernada por una mujer y que su rey quería apoderarse de ella.

Entonces el joven guerrero cabalgó aprisa, sin poder ser detenido por los soldados, y llegó a las puertas de la ciudad, donde pidió alojamiento.

Por la mañana oyó las trompetas llamar a combate y las voces de los jefes que incitaban a los soldados a la lucha. Se unió al grueso de las tropas que iban a hacer una salida contra los sitiadores.

Cuando los escuadrones de la ciudad toparon con las primeras líneas enemigas, ya el joven galopaba a la cabeza. La fuerza divina vino en su ayuda, prestándole fuerza a su brazo, de tal manera que él solo hizo más que todos los soldados juntos, destrozando a centenares de enemigos. Éstos, aterrorizados, levantaron el cerco, dejando prisionero a su rey y la ciudad recibió a los vencedores con gran algazara de cánticos y vítores, que iban dedicados, sobre todo, al caudillo desconocido, que con su valor había sido el verdadero artífice de la victoria.

Los visires fueron a decirle a la reina:

-El ejército enemigo ha huido y su rey ha sido hecho prisionero por un joven soldado desconocido que ha batallado con tal denuedo que nos ha conseguido el triunfo.

La soberana deseó ver al mancebo y quiso recompensarle por lo que había hecho. Pero el joven nada quiso aceptar. Entonces la reina le propuso que fuera su marido y luego proclamarlo rey. Él aceptó, y este enlace fue recibido con gran alegría por los visires y por todo el pueblo, que se sentía orgulloso de su monarca.

Las bodas se celebraron con gran pompa. Grandes festines se dieron y el pueblo estaba muy alegre. Así pasó algún tiempo. Un día la reina conversaba en su cámara con sus doncellas. Se sentía tan orgullosa de la belleza y el valor de su marido que hizo esta pregunta:

-¿Conocéis alguien más hermoso que el rey? –después suspiró y dijo-. Y sin embargo tiene una extraña enfermedad. Cada vez que entra en el gabinete de aseo sale con los ojos enrojecidos y el semblante pálido. Sin duda se apoderan de él malos espíritus.

Entonces la mujer que ejercía la mayordoma dijo:

-Yo me enteré de qué se trata.

Espió, a la mañana siguiente, la llegada del rey al gabinete de aseo y vio que de un armario sacaba una tablilla y que, después de leerla, sus ojos se llenaban de lágrimas y quedaba pálido.

Fue en seguida a decírselo a la reina, quien pidió que le llevase la tablilla que el rey guardaba. La fámula así lo hizo y cuando la soberana tomó la tablilla y la hubo leído, cayó desmayada. Aquella tablilla la había escrito ella misma cuando echó al río, en una cuna, el fruto de su horrendo pecado.

Esta reina, en efecto, no era sino la hermana de Juan, el hijo de Armenios.

Las criadas fueron a avisar rápidamente al rey de que la reina había sido víctima de un accidente. Cuando llegó el monarca, vio que su esposa estaba llorando. Le preguntó la causa de su mal, y ella, desesperada, rasgándose los vestidos, le contó lo siguiente:

-¡Estoy maldita del Señor! Yo fui quien escribió esas palabras en la tablilla. No solo tú eres hijo de un gran pecado, sino que tú y yo hemos cometido uno de nuevo, más nefando todavía. ¡Yo soy tu madre!

El joven rey, atrozmente torturado, salió de palacio sin saber adónde dirigirse. Fue a la orilla del mar y vio a un pescador.

-Toma mis vestidos y dame un guebbeh (hábito rústico).

El pescador dijo que tan humilde vestidura no correspondía al rey. Pero éste insistió y el pescador no tuvo más remedio que obedecer y cambió su guebbeh por las ricas vestiduras reales.

El soberano le mandó después a comprar una gruesa cadena de hierro con un candado. Cuando se la hubo traído, el rey se ciñó la cadena a sus pies, tiró la llave al mar y le pidió al pescador que lo pasase hasta una isla que había cerca de allí, pero que no era visitada por nadie. El pescador no pudo rehusar, y menos cuando oyó al monarca que decía:

-¡Oh, Señor! Ten piedad de aquel que es fruto de un pecado como jamás se ha cometido otro en la Tierra, y que para agravar su falta se ha casado con su madre después e ser hijo de su tío.

Después quedó solo en la isla, haciendo voto de no comer ni pan ni viandas preparadas, sino sólo la hierva que podría coger con su boca. El guebbeh que llevaba se rompió y su cuerpo quedó expuesto a la intemperie.

Pasó el tiempo. Nadie supo nada más del rey. Mientras tanto, el nuevo rey que había sucedido a la hermana de Juan, que se había retirado del palacio, supo que el patriarca estaba a punto de morir. Era costumbre que los patriarcas tuvieran a su servicio jóvenes clérigos, que escogían entre los que observaban mejor conducta y disposición. Y entre ellos escogían a sus sucesores.

El rey fue al patriarca y le dijo que diera el nombre el que había de ser su sucesor. Pero el patriarca, moribundo, le dijo:

-No puedo darte nombre alguno, por desgracia. ¡Oh, señor!, ninguno de los jóvenes que he tenido a mi servicio es digno de ocupar mi lugar.

Y sin decir más expiró.

El rey escogió a algunos de sus servidores y los envió a recorrer los monasterios para preguntar si alguno de los monjes era digno de ser nombrado patriarca. Unos de estos emisarios llegaron adonde estaba el pescador. Fueron dirigidos hasta allí por la voluntad divina. Tenían hambre y pidieron al pescador que echase su anzuelo para sacar algo con que saciar su necesidad.

El pescador echó su anzuelo, sacó un pez y, cuando su mujer lo abrió para cocinarlo, vio que en su vientre había una llave de hierro que su marido reconoció al momento como la de las cadenas que había comprado para el rey.

Los emisarios, al oír esto, le preguntaron de qué se trataba y él les explicó lo que le había ocurrido hacía muchísimos años y la vida durísima de penitencia que desde entonces debería estar llevando el desdichado rey.

Los emisarios le pidieron que les condujera hasta la isla, y cuando estuvieron allí encontraron al solitario con las manos en alto, orando en el fervor más profundo al Señor para que le fueran perdonados sus pecados y faltas.

Lo llevaron con ellos al palacio del rey, el cual habiendo sabido la vida de penitencia que había llevado, llamó a doce obispos, los cuales estuvieron de acuerdo en que era digno de ser patriarca, y como tal lo consagraron.

Así se salvó, por la esperanza y la fe en la bondad de Dios, y el Señor le confirió el poder de realizar prodigios y curaciones milagrosas.

Su madre, que desde que él partiera de palacio había vivido en la penitencia, padecía una terrible enfermedad. Le envió recado, sin saber quién era el patriarca, de que se dignase conceder la audiencia y pedir para ella la salud del Señor.

El patriarca, cuando la vio, la reconoció al momento. Pidió al Señor que la curase, y así le fue concedido. Ella le dio las gracias, arrodillada a sus pies, y le dijo que regresaba a su patria y que rogaría por él. Él le dijo:

-Antes quiero que sepas quién soy.

Y le descubrió su personalidad. La madre cayó desvanecida. Pero el patriarca la consoló, diciéndole:

-¡Oh, madre mía, ya ves los favores que Dios concede a los que hacen penitencia!

Él la revistió de los hábitos angélicos y fue salvada.


Y así se salvaron los dos y murieron santamente.

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