Llegó
un día en el desarrollo del hinduismo en que la religión volvió su espalda a
todas las deidades del poder y del bien mundano. El dios, como su adorador,
debe evitar riquezas y beneficio material. Desde quinientos años antes de la
era cristiana las órdenes budistas habían estado yendo entre la gente
popularizando ciertas grandes concepciones de renunciación y desarrollo
personal como el fm real de la religión. Cerca del momento de la era cristiana
el conjunto de estas ideas estaba madurando para alcanzas una forma organizada,
en la misma India, como una nueva fe. Pero la evolución no cesó en este punto
con la emergencia de la adoración a Shiva. Algunos siglos más tarde una nueva
fase de este hinduismo más elevado fue elaborada otra vez, y la adoración de
Satya-Narayana apareció en su encamación como Krishna. Esta religión fue
impuesta y promulgada en la forma de un gran poema épico —el poema épico
nacional indio par excellence— que
adoptó entonces su forma final, el Mahabharata.
En
la opinión de algunos estudiosos tenemos aquí en el Mahabharata una recapitulación de todo el mundo maravilloso del
primitivo observador celestial. Dioses, héroes y semidioses se abren paso a
empujones en estas páginas, y de dónde vienen y cuál ha sido su historia previa
no conocemos más que un nombre aquí, una luz lateral allá, que nos ayuda a
descubrirlo. Como en cierto maravilloso tupiz, están aquí reunidos, en un caso
pasa la batalla, en otro para la vida, y fuera del choque de los aceros
enemigos, más allá de la lealtad de vasallos y compañeros, más allá de
intereses opuestos e ideas en conflicto, es una de las más nobles escrituras
del mundo. ¿Es cierto que, con la excepción de lo que ha sido agregado y
moldeado por un poeta supremo, fusionando en una masa única las imágenes de eón
antiguas, la mayor parte de los caracteres que se mueven con tanta soltura a
través de estas inspiradas páginas han bajado del escenario del cielo de
medianoche? Sea como sea, un cosa está clara:
la
última escena que finaliza el largo panorama es la de un hombre subiendo a una
montaña, seguido de un perro, y fmalmente, con su perro, es trasladado al cielo
en carne y hueso.
La peregrinación de la
muerte
Los
cinco héroes reales en honor a los cuales es desarrollada y ganada la batalla
de su tiempo, tuvieron el imperio de la India por unos treinta y seis años, y
ahora, reconociendo que había llegado su momento final, ellos, con Draupadi, su
reina, entregaron su trono a sus sucesores y partieron en su último viaje
solemne —la peregrinación de la muerte— seguidos por un perro que no les
abandonaría. Luego de rodear todo su gran reino en el último acto de adoración
real, procedieron a ascender a las alturas del Himalaya, evidentemente en un
intento por alcanzar su legítimo sitio entre las estrellas. Aquel que ha vivido
en el mundo sin defecto puede al fmal aspirar a trasladarse. Pero grande como
es la gloria de los hermanos Pandavas, sólo uno de ellos, Yudhishthira, el
mayor, ha llevado una vida tan inmaculada como para merecer esto, el honor de
alcanzar el cielo en persona. Uno a uno, los otros, Bhinia, Arjuna y sus mellizos
Nakula y Sahadev, junto con Draupadi la reina, se desvanecen y caen y mueren. Y
sin una mirada atrás, sin gemido ni suspiro, Yudhishthira y el perro siguieron
solos. De repente un trueno detiene sus pasos, y en el medio de una masa de
resplandor vieron al dios hidra, rey del cielo, en su carro. Él estaba allí
para llevar a Yudhishthira de vuelta al cielo, e inmediatamente le pide que
suba al carro.
Y
es aquí, en la respuesta del emperador, donde podemos medir cuán lejos ha
andado el pueblo indio desde la antigua adoración de deidades puramente
cósmicas a la moralización y espiritualización de sus deidades y semidioses.
Yudhishthira se niega a subir al carro a no ser que sus hermanos muertos fueran
todos llamados a subir con él, y agrega, en su nombre, que ninguno aceptará la
invitación a no ser que con ellos esté su reina Draupadi, quien fue la primera
en caer. Sólo cuando Indra le asegura que sus hermanos y esposa le han
precedido y los encontrará otra vez a su llegada en el estado de felicidad eterna,
él consintió subir al carro divino, y se hizo a un lado para dejar al perro
primero.
El perro
Pero
aquí hidra se opuso. Para los hindúes el perro no es sagrado. ¡Es imposible
contemplar la idea de un perro en el cielo! Por ello se pide a Yudhishthira que
despida al perro. Curiosamente él se niega. Para él el perro aparece como uno
que ha sido devoto, leal en tiempos de calamidad y desastre, amante y fiel en
las horas de entera soledad. No puede imaginas la felicidad, ni siquiera en el
cielo, obsesionado por la idea de que alguien tan leal haya sido dejado fuera.
El
dios suplica y argumenta, pero cada palabra reafirma aún más al soberano. Su
idea de hombría está complicada. «Abandonar a alguien que nos ha amado es
infinitamente pecaminoso.» Pero también son provocados su orgullo personal y su
honor como rey. Él aún no ha fallado a los aterrados o a los devotos, o a
aquellos que han buscado el santuario con él, tampoco a aquel que ha pedido
compasión, ni a alguno que era demasiado débil para prolegerse. Él no
quebrantaría su propio honor meramente por su deseo de propia felicidad.
Entonces
se presentan las más sagradas consideraciones para sostener la situación. Debe
recordarse que los hindúes comen sobre el suelo, y entonces es fácil comprender
el terror de que un perro entre a una habitación. Hay evidentemente un similar
desagrado a ese mismo hecho en el cielo. «Tú sabes», insistió hidra, «que la
presencia de un perro en el cielo sería profanadora.» Su mera visión priva a
los sacramentos de su consagración. ¿Por qué, entonces, alguien que ha
renunciado a su propia familia debe objetar tan enérgicamente abandonar a un
perro?
Yudhishthira
contesta amargamente que había sido forzado a abandonar a aquellos que no
vivían a acompañarle en adelante, y, admitiendo que su resolución había
probablemente ido creciendo a lo largo del debate, fmalmente declara que él no
puede concebir un crimen que sería más nefasto que dejar al perro.
La
prueba se termina. Yudhishthira ha rechazado el cielo por el perro, y éste se
transforma en un radiante dios, el mismo Dharma, el dios de la Justicia. El
mortal es aclamado por radiantes multitudes y, sentado en el carro de la
gloria, entra en el cielo en su forma mortal.
Sin
embargo, el poeta no ha aclarado todo lo que se requiere a un perfecto hombre
para ser elevado a la posición de gran gloria. Yudhishthira, entrando en el
cielo, contempla a sus enemigos, los héroes con los que ha luchado, sentados en
tronos y radiantes. Ante esto el alma del emperador se ofende poderosamente.
¿Debe aceptar el mero júbilo de los sentidos, razona, como cualquier
equivalente del deleite de buena compañía’? Donde estén sus compañeros será el
cielo para él, un sitio habitado por los personajes que él ve frente a sus ojos
merece un nombre diferente.
Yudhishthira,
entonces, es conducido a una región de otro tipo. Aquí, entre horrores de
oscuridad y tormentos, su energía se agota y ordena enojosamente a su guía
sacarlo de allí. En ese momento se oyen susurros, viniendo de todas
direcciones, pidiéndole que se quede. Con él llega un momento de alivio a todas
las almas prisioneras en esa pena viviente de visión, sonido y tacto.
Yudhishthira en el
infierno
Involuntariamente
el emperador se detuvo. Y al pararse
y escuchar se dio cuenta con consternación que las voces que estaba escuchando
le eran familiares. Aquí. en el infierno, estaban sus parientes y compañeros.
Allí, en el cielo, había visto a los grandes entre sus enemigos. El enojo le
encendió. Volviéndose al mensajero, que todavía no le había dejado: «¡Vete!»,
tronó en su enojo. «¡Vuelve a los grandes dioses, de donde vienes, y hazies
saber que nunca alzaré la vista para mirar sus caras otra vez. ¡Qué! ¡Hombres
malvados con ellos y estos mis parientes caídos en el infierno! ¡Infierno!
¡Esto es un crimen! Nunca volveré a aquellos que han provocado esto. Aquí con
mis amigos en el infierno, donde mi presencia les ayudará, yo habitaré para
siempre. ¡Vete!»
Sólo
pasó un momento, y repentinamente la escena había sido cambiada. El cielo
arriba se volvió brillante. Dulces aires comenzaron a soplar. Todo lo que había
sido asqueroso y repulsivo desapareció. Y Yudhishthira, alzando la vista, se
encontró a sí mismo rodeado por los dioses. «¡Bien hecho!», gritaron. «Oh
señores de los hombres, vuestras pruebas han terminado y vosotros habéis
luchado y ganado. Todos los reyes deben ver el infierno tanto como el cielo.
Felices son aquellos que lo ven primero. Para vosotros y estos vuestros
parientes no resta nada salvo la felicidad y la gloria. Entonces hundíos en el
celestial Ganges y poned allí en su sitio vuestra mortal enemistad y pena.
Aquí, en la Vía Láctea, vestíos con el cuerpo de la inmortalidad y entonces
ascended a vuestro trono. Sentaos entre los dioses, tan grandes vosotros como
hidra, aislados de los hombres mortales alzados al cielo en esta vuestra forma
terrenal!»
La grandeza de la
autoconquista
El
proceso de espiritualización que vemos en su momento inicial en la historia de
Daksha y Shiva es aquí visto en su punto culminante. Cuidadosamente emancipado
de la primitiva adoración a la aprobación cósmica y el poder, el Héroe del
Cielo no aparece más como un gran Prajapati, o Señor de la Creación, ni
siquiera como un Salvaje Cazador, matando al sol invernal, sino completamente
como un hombre, uno como nosotros mismos, sólo más noble. La imaginación hindú
ha alcanzado ahora un punto en que no puede concebir nada en el universo que
trascienda en grandeza de la conquista de hombre por sí mismo. Yudhishthira
brilla entre los hombres en clemencia real y en humana lealtad y verdad, de la
misma forma como ahora él brilla entre las estrellas. Primero renunció a
cualquier cosa que viniera a él y finalmente aceptó en sus propios términos.
Ésta era la demanda que el budismo, con la exaltación del carácter y
objetividad, había enseñado a hacer al pueblo indio del hombre humano. La mayor
de todas era la renuncia del monje; pero seguido a esto, y una misma expresión
de la misma grandeza, era la aceptación de la vida y el mundo como su maestro,
no como su esclavo.
No
puede negarse que la historia de Yudhishthira, con su sutileza de incidentes y
de descripción de caracteres, es minuciosamente moderna en tono y alcance. La
particular concepción de lealtad que encama es profundamente característica del
pueblo indio. Para ellos la lealtad es social más que una virtud militar o
política, y es llevada a grandes distancias. Debemos recordar que la historia
de Yudhishthira será en parte la descendencia y en parte el padre de esa
calidad que encarna y exalta. Dado que este patrón era característico de la
nación, encontró expresión en este poema épico. Dado que el poema épico ha
predicado esto en cada pueblo, en canción, en sermón y en drama durante estos
quince siglos pasados, ha moldeado el carácter indio e instituciones con ímpetu
creciente, y llegado lejos para comprender y democratizar la forma de nobleza
que proclama. ¿Si se les hubiera dejado desarrollar libremente, los mitos
griegos hubieran pasado a través de los mismos procesos de moralización y
espiritualización como los indios? ¿Debe ser India, de hecho, reconocida como
el único miembro de las civilizaciones clásicas que ha dado un crecimiento
normal y perfecto? ¿O debemos considerar que, en el genio helénico, la
emergencia temprana de la idea de belleza y el esfuerzo hecho conciencia luego
del efecto poético sobrepasa todo lo que se convierte en el indio en alta
interpretación moral? Un cierto asoma de poesía no puede faltar en producciones
que han comprometido siempre los más nobles poderes del hombre; pero éste en
los indios parece ser siempre inconsciente, el resultado de la belleza de
pensamiento y nobleza de significado, mientras que en los griegos estamos
vivamente convencidos del deseo de un supremo artesano de belleza como un fin
en sí mismo.
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