El
mandarín Tao- Lang, gobernador de la provincia de Shan-Si, estaba muy
satisfecho de sus administradores y de sí mismo. Pensaba con orgullo: “Mi
sabiduría y la docilidad de mi pueblo tocan ciertamente el gran corazón de
Buda. Recibiremos del dios los dones más excelsos”. Sin embargo, Tao-Lang tenía
una sombra en su ánimo.
Entre su gente amable y alegre había un hombre a quien despreciaba
profundamente: Lu.
Este, viudo desde hacía muchos años, sin hijos y sin amigos, vivía en una
casucha solitaria haciendo de zapatillero. Era en verdad un hábil artesano y
sus pantuflas tenían una gracia muy particular. Pero las hacia pagar harto
caras. Y montaba en cólera cuando alguien, una vez elegida la mercancía,
regateaba el precio.
-Deja mi mercancía –gritaba agriamente- si tienes miedo de adelgazar tu bolsa.
Y ve a comprar a quien pueda satisfacer tu avaricia.
Una vez arrebato un par de pantuflas, de las manos de Jen, la mujer de
Tao-Lang, la cual para poner a prueba el carácter del artesano, le había propuesto
un precio muy bajo.
-No me importa en absoluto que seas la mujer de nuestro gobernador. Yo no
regalo la mercancía. Me cuesta trabajo y quiero una justa recompensa a mi obra.
Jen, muy ofendida, había corrido a su casa a desfogarse con Tao-Lang.
-Un hombre tan iracundo y malvado entre nosotros es una mancha –exclamo la
mujer.
Desde aquel día precisamente, el mandarín solo tuvo un deseo: alejar a Lu de la
provincia.
Pero ¿Cómo conseguirlo? Por más que pensase, no lograba hallar un expediente
que estuviese en armonía con su dignidad de hombre prudente.
Un día decidió consultar el caso con el viejo Tan, que habitaba mas allá de los
Montes Azules, este anciano, a pesar de su edad, tenía el alma de niño; y se
decía que, en los momentos de éxtasis hablaba con el propio Buda. Tao-Lang,
pues se presento al santo anciano y le dijo:
-En la vasta provincia de Shan-Si solo hay personas llenas de virtud, gente que
con sus buenas maneras honra al señor del Universo. Pero entre todas esas
criaturas hay un hombre áspero, codicioso de ganancias, grosero, que turba la
paz de nuestra feliz región.
-¿Conoces bien a ese hombre? –pregunto el sabio anciano Tao.
-Lo conocen todos. Su alma es un pozo de malignidad. Y yo quiero arrancar la
mala hierba que ofende con su presencia las hermosas flores de mi jardín.
Ayúdame.
El anciano medito largo rato en profundo silencio; luego dijo:
-El gran Buda me ha inspirado. Escucha. Anuncia a tu pueblo que, dentro de tres
días, todos los habitantes de la provincia deberán atravesar el río Ir por el
puente de mayólica turquí que une las dos riberas. El pájaro Ba de largo pico escarlata
cortara el cabello a todos aquellos que tengan alguna mancha en su conciencia.
Ya que tu afirmas que tu gente vive en la paz de la bondad y el amor y que
solamente Lu el zapatillero tiene la conciencia negra del color de la pez,
podrás cuando sea señalado de tal modo por el pájaro Ba, castigarle como se
merece, alejándole de sus tierras.
Tao-Lang quedo muy satisfecho de tal consejo. Le dio las gracias al anciano y corrió
a su palacio. Poco después, sus mensajeros recorrían la provincia impartiendo
sus órdenes.
Tres días más tarde, al amanecer, todos los habitantes de la provincia de
Shan-Si, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, se reunieron, según las
instrucciones recibidas, a la orilla del río, En una tribuna, levantada frente
al puente de mayólica, estaban Tao-Lang y su bellísima esposa, muellemente
recostados sobre alfombras suntuosas y blandos almohadones.
-El gran Buda –grito entonces Tao-Lang-, el gran dios que lee en el libro
secreto de las almas sabrá revelarnos, con una señal, a las personas que no son
dignas de vivir entre nosotros. Y esas personas indignas serán expulsadas de
nuestro venturoso país de bondad y justicia.
Primero pasaron por el puente los hombres reputados más sabios y prudentes.
Eran cinco ancianos de solemne porte, vestidos de blancas túnicas. Subieron en
silencio los relucientes peldaños de mayólica, llegaron sobre el puente. Mas
impetuoso que el viento, un enorme pájaro de plumas multicolores y majestuosas
alas, descendió de lo alto, y valiéndose de su pico escarlata, cual si fuesen
un par de tijeras, corto a todos ellos la nobilísima coleta.
-No comprendo –balbuceó Tao-Lang.
Y dio orden para que subieran las cinco mujeres consideradas como las prudentes
y virtuosas; el pájaro del pio escarlata no perdono la melena a ninguna de
ellas.
-Y ahora que pasen los bonzos –ordeno Tao-Lang. Los bonzos guardan fidelidad a
Buda, profesan la justicia, son piadosos y leales.
Los bonzos avanzaron serios, dignos de cinco en cinco. Y todos, bajo las
despiadadas tijeras del pico justiciero, perdieron sus hermosos cabellos
relucientes como la seda.
Pasaron por el puente largas filas de frescas muchachas, de jóvenes alegres. Y
Ba, el terrible pájaro, no se daba tregua.
Finalmente, muy entrada la tarde, llegole el turno a Lu, el zapatillero.
-El pájaro Ba –pensaba el mandarín- tendrá mucho trabajo con la cabeza
desgreñada de Lu.
Sucedió precisamente lo contrario. El zapatillero fue el único habitante de la
provincia que paso incólume a través del puente y llego a la otra orilla con su
cabello integro.
En el jardín de los cerezos apareció entonces Tan, el anciano inspirado por
Buda:
-¡Oh, amigos! –dijo. Miraos bien unos a otros. La envidia, la codicia, el odio,
la adulación, la maledicencia, la frivolidad ensucian vuestra conciencia. Ni
uno, excepto Lu, se ha salvado del pico del pájaro Ba. Tras la puerta de las
dulces sonrisas, de las palabras melosas, de los suaves cumplidos, cada uno de
vosotros disimula la sombra tenebrosa de la maldad. Solo Lu, se ha revelado
puro, honrado, generoso, bajo la tosca corteza de sus maneras, no siempre
corteses. El solo trabaja con celo y la recompensa que exige es siempre
inferior al esfuerzo que su mercadería le ha costado, a la perfección que le da
a sus pantuflas. Únicamente el no envidia a nade, no engaña a nadie. Mas
aprended todos, y también tu, noble mandarín Tao-Lang, a no juzgar nunca
temerariamente a vuestro prójimo. Solo Buda conoce el secreto de las almas.
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