PWYLL Y RHYANNON,
HIJA DE HEFFEYDD EL SABIO
Cierto
día en que Pwyll, príncipe de Dyffedd, se encontraba nuevamente de cacería en
los alrededores de Arberth, su corte principal, manifestó sus deseos de
recorrerlos cotos de las alturas del Gorsedd Wulbann,1 al cual no
había subido nunca.
—Señor —le advirtió su jefe de halconeros—, es preciso que sepáis que
ese cerro tiene un encantamiento, por el cual todo noble que se siente en su
cima no podrá bajar de allí hasta sufrir antes golpes o heridas, o haber sido
testigo de un hecho maravilloso.
—Los golpes y las heridas son algo a lo que un guerrero debería estar
acostumbrado —respondió el príncipe—; en cuanto al hecho maravilloso, no me
disgustaría ser testigo de uno. —Tras lo cual se dirigió al cerro, llevando consigo
a algunos hombres de su comitiva. Y allí permanecían, contemplando el
atardecer, cuando vieron acercarse por la pradera vecina a una mujer montada
sobre un enorme caballo blanco. La desconocida vestía una larga túnica dorada y
brillante, y el níveo animal parecía avanzar con un paso lento y cansino,
aunque en muy corto tiempo llegó al pie de la colina en que se encontraban.
—¿Alguien reconoce a la amazona? —preguntó Pwyll, y ante la respuesta
negativa, envió a uno de sus nobles a que lo averiguara. Uno de los caballeros
se levantó rápidamente y salió al encuentro de la desconocida, pero no había
llegado a la mitad del camino, cuando la dama espoleó su caballo, dejando al
noble atrás.
—Majestad —explicó el hombre—, sería inútil tratar de seguirla a pie.
—Pues entonces corre a la corte, torna el caballo más rápido que
encuentres y sal a buscarla —ordenó el rey, intrigado.
El noble fue por su caballo, lo montó y partió en persecución de la
amazona, que parecía estar esperándolo un trecho más allá. Pero cuanto más
rápido avanzaba el jinete, más lejos se encontraba de la mujer. Finalmente
desistió y, casi desfalleciente por la carrera, regresó hasta donde se
encontraba el rey aguardando.
—Señor, ni un gamo podría alcanzar a ese caballo. Es el animal más rápido
que he visto en mi vida —se excusó.
—No te culpes por haber fracasado en su seguimiento, Hadel —repuso el
rey—. La única explicación posible es que estamos frente a un caso de
hechicería.
Pero aquel episodio había quedado grabado muy profundamente en la
mente de Pwyll, y al día siguiente regresó al Gorsedd Wulbann, acompañado, por
expreso pedido suyo, de la misma comitiva del día anterior. Sólo que en aquella
oportunidad había ordenado a su escudero que llevara consigo el caballo más
rápido que hubiera en todo Dyffedd.
Y no habían tenido siquiera tiempo de llegar a la cima, cuando
nuevamente apareció la amazona, siempre al paso tardo y mesurado que había
llevado la tarde anterior. Nuevamente salió el escudero en su persecución, y
una vez más, todo fue en vano; el caballo blanco, sin siquiera agitarse,
mantuvo fácilmente la distancia que los separaba.
Al día siguiente, terminado un breve y ligero refrigerio, Pwyll reunió
nuevamente a su comitiva y todos ascendieron al cerro prodigioso.
—Allí está nuestra intrigante amazona —dijo el príncipe al poco rato,
y agregó—: pero esta vez seré yo mismo quien parta en su busca. ¡Ensíllame bien
mi caballo y tráeme las espuelas!
Pero tan pronto como comenzó a descender la ladera, ella se hallaba ya
al pie de ésta. En vano fue que Pwyll espoleara brutalmente a su caballo,
aflojándole las riendas; ella permaneció fuera de su alcance hasta que él le
gritó:
—¡Escucha! ¡Por lo que más quieras, detente!
—Lo haré con mucho gusto —dijo,
deteniéndose y levantando el velo que cubría su rostro—, pero a mi caballo le
hubiera agradado que me lo hubieras pedido hace mucho tiempo.
—Dime, señora —pidió Pwyll —¿de dónde vienes y adonde te diriges?
—Sigo mi propio camino —respondió ella—, y me siento muy complacida de
haberte conocido. En realidad —agregó, antes de que él pudiera interrumpirla—,
tú eres el motivo de mi presencia aquí. Mi nombre es Rhyannon, hija de Heffeydd
el Sabio, quien me ha prometido en matrimonio a un hombre al dual desprecio.
Pero, aunque te sorprenda escucharlo, no existe en el mundo hombre alguno con
quien desee desposarme, excepto contigo.
—¡Yrof y a Duw!2 —exclamó Pwyll, utilizando su
expresión favorita—. Por supuesto que me sorprende, pero además, te diré que
ahora ya no existe fuerza en el Universo que me pueda obligar a unirme a otra
mujer, así me den a elegir entre todas las vírgenes y damas del mundo entero.
—Entonces, hagamos un pacto —sugirió Rhyannon—; de aquí a un año
exacto, en la corte de mi padre Heffeydd, yo misma prepararé un festín en tu
honor, al que acudirás sin falta. ¿Aceptas?
—¡No habrá fuerza en el mundo que pueda impedírmelo! —respondió el
príncipe al instante. Y habiendo concretado el próximo encuentro, se
despidieron afectuosamente hasta el año siguiente.
Pwyll pasó el año en Arberth, y cuando se acercaba la fecha de la cita
eligió a dos de sus compañeros más allegados y se dirigió con ellos a la corte
de Heffeydd El Sabio, donde fueron recibidos calurosamente. La alegría reinaba
en toda la región y se notaba que los preparativos se encontraban muy
adelantados.
Pero cuando se sentaron a la mesa —Heffeydd El Sabio en el centro de
la cabecera, con Pwyll a un lado y Rhyannon al otro—vieron entrar en el salón a
un hombre joven y fuerte, de impactantes cabellos rojos y ropa de seda del
mismo color, que ya desde la entrada se había dirigido cortés, pero firmemente
a Pwyll y sus compañeros.
—Que los dioses te sean propicios —respondió el príncipe a su saludo,
invitándolo a sentarse. Pero el recién llegado se negó, diciendo:
—No lo haré, a menos que me concedas lo que he venido a pedir.
—Tendrás lo que desees —respondió Pwyll, algo apresuradamente.
—¿Por qué has respondido de esa forma? —exclamó Rhyannon, aunque
demasiado tarde.
—Debe mantener la palabra que comprometió frente a tantos nobles
—terció el pelirrojo.
—Pero ¿qué es lo que deseas, amigo? —reaccionó el príncipe.
—Parecería estar decidido que después de este festín te acostarás con
la mujer a quien más amo en el mundo —explicó el joven—, y estoy aquí para
tomar tu lugar.
Las palabras parecieron huir de la boca de Pwyll, y Rhyannon dijo,
fulminándolo con la mirada:
—Este es Gwawl, hijo de Clud, un pretencioso rico y pendenciero a
quien querían entregarme contra mi voluntad, y ahora deberás hacerlo, so pena
de quedar deshonrado. —Pero luego, bajando la voz susurró—: Debes simular que
accedes a su pedido, y yo me encargaré del resto.
—¿Cómo podrás lograrlo? —preguntó Pwyll, en el mismo tono de voz.
—Espera y lo verás. Le fijaré un lapso de un año a partir de esta
noche para acostarme con él. Pasado ese año, deberás acudir con esta bolsa y
cien caballeros, al huerto ése que se ve desde aquí —dijo, señalándoselo, para
luego continuar—: Deberás venir vestido de mendigo, con la bolsa en la mano,
que pedirás te llenen de comida. Al ver que no se llena nunca, pues es una
bolsa mágica, Gwawl preguntará qué sucede y tú le dirás que nunca se llenará, a
menos que algún noble poderoso se pare sobre la comida dentro del saco y diga:
"Han puesto demasiado alimento aquí". Entonces yo lo enviaré a él, a
que prense con sus pies la comida, momento que aprovecharás para encerrarlo en
la bolsa y cerrar las correas de cuero de la boca. Asegúrate de tener contigo
una buena trompa de caza, pues ésa será la señal que deberán esperar tus
hombres para entrar todos en la corte. —Y luego, alzando la voz en dirección a
Gwawl, que seguía esperando, dictaminó:
—Este festín lo he preparado en honor de Pwyll, rey de Dyffedd, de sus
hombres, de mi familia y de mis hombres, y no aceptaré en él a nadie más. Tú,
Gwawl, en un año exacto a partir de esta noche, tendrás preparado tu propio
festín en este mismo salón, y esa noche seré tuya.
Justo un año después de aquel día, Gwawl, hijo de Clud, se presentaba
en el salón de banquetes en busca de lo prometido, mientras que Pwyll, príncipe
de Dyffedd y Regente de Annwynn, llegaba con sus caballeros al huerto, provisto
de la bolsa que le había entregado Rhyannon, y vistiendo pesados harapos y
rústicas sandalias de cuero. Cuando se le informó que habían terminado de
comer, y comenzaban las canciones y la bebida de sobremesa, se dirigió
directamente hacia la mesa principal.
—Que los dioses te protejan — lo saludó cortésmente Gwawl.
—Y que a vos os den prosperidad —respondió Pwyll, para luego
continuar—: Señor, tengo necesidad de pediros algo.
—Nada te será negado, si está dentro de mis posibilidades —contestó
Gwawl—, y ésa será tu bienvenida.
—Sólo la necesidad me empuja a pedir, mi señor, pero nada de lo que
pido es imposible para vos. Os ruego que llenéis de comida esta bolsa que aquí
veis.
—Pues no me parece un pedido excesivo —accedió Gwawl, y dirigiéndose a
los sirvientes, exclamó— ¡Traedle comida hasta llenar la bolsa!
Inmediatamente los sirvientes pusieron manos a la obra, pero el talego
parecía no llenarse nunca, lo que hizo exclamar al pelirrojo:
—Oye, ¿es que no va a llenarse nunca?
—Yrof y a Duw, te juro que, por más que
lo carguen no se llenará, a menos que un caballero poderoso, dueño de tierras y
siervos se pare sobre él, prense mis alimentos con sus pies y declare que ya es
bastante.
—Oh, mi hombre valiente —exclamó zalamera Rhyannon, aprovechando la
oportunidad—, levántate y haz lo que dice, así nos veremos libres de su
presencia.
—¡Con mucho gusto! —exclamó el pelirrojo. Se levantó y puso sus dos
pies dentro de la bolsa, ocasión que aprovechó Pwyll para levantar y atar la
boca con tanta rapidez que Gwawl quedó encerrado en ella. El príncipe hizo
sonar entonces su cuerno de caza, con lo que aparecieron sus hombres, apresaron
a los servidores de Gwawl y formaron un corro alrededor de la bolsa.
—¿Qué hay en este saco? —preguntó uno de ellos.
—Un tejón —respondió otro—, y el juego consiste en dar un golpe a la
bolsa, ya sea con el pie, con una estaca o con cualquier otra cosa, y si el
animal grita, el que le ha pegado tiene derecho a una ración extra de mead.3
Y así continuó el juego, hasta que el hombre dentro del saco protestó
diciendo:
—Después de todo, soy un noble como ustedes y no merezco ser tratado
de esta forma.
Ante esta justa petición, con la que el rey Heffeydd coincidió
plenamente, Rhyannon y Pwyll acordaron dejarlo en libertad, pero sólo si antes
prometía solemnemente no volver a pretender la mano de la hermosa princesa, ni
intentar tomar venganza por los hechos ocurridos esa noche. Una vez que el
pelirrojo hubo accedido a todo lo que le ordenaron, lo dejaron libre, y partió
hacia su hogar, arrastrando tras de sí una pierna dolorida y la vergüenza de
haber sido burlado en presencia de todos sus nobles.
Rhyannon y Pwyll, por su parte, permanecieron el resto de la noche en
el salón de banquetes, hasta que llegó la hora de retirarse a sus aposentos,
donde finalmente pudieron consumar su matrimonio, ya largamente postergado.
Dos días más tarde, Pwyll y Rhyannon dejaron el palacio del padre de
ésta y se dirigieron hacia Arbert, donde el príncipe retomó sus funciones de
Regente de Dyffedd y Anwynn, reinos que ambos gobernaron con prosperidad y
justicia durante los años que les quedaron de vida.
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