Wang,
gobernador de la provincia de Hunan, era un hombre avaro. Estafaba monedas a la
pobre gente para aumentar su riqueza. Y era incapaz de ofrecer ni un grano de
arroz a su pariente mas próximo.
Una noche Wang se despertó sobresaltado.
Una mano fría y misteriosa le tiraba fuerte de los cabellos
-¡Ay! –susurro, aterrado.
El susto y asombro le impedían gritar. Por eso no protestaba, como solía, con
arrogancia. Más bien se quejaba, implorando.
-¡Déjame, por favor…!
La mano fría invisible siguió tirando y al fin lo dejo sin un pelo. Wang se
toco la cabeza dolorida. Era monda y brillante como la superficie de un jarro.
Salto de la cama y, a la débil luz de la lámpara, vio, reflejada en el espejo,
su pelada calabaza.
Para no parecer ridículo, embucho en silencio su humillación. Afortunadamente
tenia, en su vieja casa, algunas pelucas. Eligio una de ellas, la cepillo un
poco y, cuando llego el día, se la coloco en la cabeza.
Precisamente aquella mañana un pobre hombre, llamado Chien, acudió a su casa en actitud implorante:
-Excelencia, te traía la suma requerida. Ya sabes que procuro pagar los
tributos con puntualidad. Pero, desgraciadamente, al pasar por una calle
solitaria, un hombre misterioso me ha arrebatado el dinero que llevaba y ha
huido.
-Eso –grito Wang colérico- es una excusa, una mentira.
-Créeme –dijo el hombre-, no soy hipócrita.
-No quiero palabras sino dinero –ordeno el gobernador. Mira te concedo dos días
de tiempo. Si al expirar el plazo no has satisfecho tus impuestos de
contribuyente, te mandare azotar y después te encerrare en la cárcel.
El pobrecito lloro, suplico, pero sin conseguir ablandar el alma endurecida de
Wang. Salió pues, consternado del palacio del implacable señor. No tenía valor
para regresar a su casa. ¿Qué habría podido decir a su buena mujer, a sus
hijos? Volvió a pasar por la solitaria calle, haciéndose a si mismo afanosas
preguntas, a las cuales por desgracia no podía responder.
De improviso oyó una voz amable:
-Valor, Chien. La injusticia no agrada a Buda. Y Buda sabrá confortarte.
El infeliz alzo los ojos. Tenía ante él un bonzo de pequeñísima estatura, magro
como un gato ayuno de tres meses.
-Valor. Ten fe.
Chien se animó.
-¿Me conoces? –dijo.
-Si Buda quiere, el universo se abre ante mis ojos y no existen secretos para
mí.
Quisiera recuperar la suma que me han robado – expuso Chien. Ayúdame a buscar
al ladrón que me la ha quitado.
El pequeño bonzo se echo a andar.
-Sígueme –le dijo
Chien siguió al siervo de Dios, sin preguntar nada. Ambos caminaron un día
entero. Primero se dirigieron hacia Oriente, luego doblaron hacia Occidente.
Cuando llego la noche, mudaron de dirección y caminaron hacia el Mediodía.
Chien estaba asombrado de no sentir cansancio, de no tener sueño, ni hambre ni
sed.
Al amanecer del segundo día, ambos llegaron a una extraña ciudad. Las casas
eran muy pequeñas, con los tejados de oro. Y la gente vestía de un modo cómico.
El bonzo llamo a un hombre que llevaba una capa de lana blanca y le hablo.
Luego dijo a Chien:
-Confíate a este nuevo guía. Yo debo irme.
Y desapareció de repente, como una nube de incienso.
El misterioso personaje de la capa blanca condujo a Chien a un jardín, le hizo
andar largo rato entre quioscos y arriates. Luego le indico un deslumbrante
palacio de cristal.
-Ve allá abajo. Las puertas se abrirán solas a tu paso. Y una monita blanca te llevara a la presencia
del rey.
Dicho lo cual, también este segundo personaje desapareció. Chien llego al
palacio de cristal.
Una puerta de se abrió, y una monita blanca como la nieve le salió al
encuentro.
-Sígueme –dijo.
Atravesaron esplendidas estancias, hasta que llegaron a la sala del trono.
El rey llevaba una larga vestidura roja bordada de perlas. Era viejo, pero sus
ojos negrísimos brillaban como gemas.
-Se tu historia –dijo a Chien. Tú quieres recuperar el dinero para llevarlo a
Wang. Aquí tienes una carta. La entregaras al gobernador, en vez de la suma que
espera de ti.
-¿Una carta? –pregunto extrañado Chien. Wang quiere dinero.
-Le bastara la carta, puedes estar seguro.
El pobre hombre no se atrevió a hacer comentarios y tomo el pliego que el rey
tendía.
De repente, irrumpió en el salón un águila verde de proporciones gigantescas.
-Tiéndete sobre la espalda de Tim –ordenó el monarca.
Chien obedeció temblando. Luego le pareció que todo daba vueltas a su alrededor
y cerró los ojos.
El águila lo llevo en pocos minutos hasta el palacio del gobernador. El pobre
Chien, aturdido por el singular viaje, se presento al avaro Wang.
-¿Tienes el dinero? –le pregunto el codicioso de buenas a primeras.
En vez de responder, el pobrecito entregole la carta del rey.
El gobernador abrió de mala gana el pliego. Y leyó:
“Yo soy el rey de los justos, fui precisamente yo quien te arranco los cabellos
la otra noche. Y también yo quite a Chien la suma que te era destinada. Tus
extorsiones empobrecen a tu pueblo y lo hacen cada vez más infeliz. Restituye
hoy mismo el dinero obtenido con malas artes. Si no lo haces, los castigos
continuaran y serán cada vez más terribles”
Wang volviose rojo de terror, luego estallo en cólera. Volvió a leer la extraña
carta. Y el terror fue más grande que la cólera.
Chien esperaba una decisión, guardando un respetuoso silencio.
-¿Podrías acompañarme ante la persona que te ha entregado esta carta que viene
dirigida a mi? –pregunto al fin a Chien.
-Ciertamente –dijo Chien, que tenía muy buena memoria.
Wang hizo aprestar varias sillas de manos: una para él, otra para Chien y otras
para veinte personas de su séquito.
La caravana se puso en camino.
Chien era el guía. Pero tras el largo y fastidioso viaje, las sillas de manos
llegaron al lugar donde debía levantarse la misteriosa ciudad del viejo rey,
los hombres se hallaron ante una espesa selva.
-Has mentido, has querido mofarte de mí –grito Wang a Chien.
Y Chien, pobrecito, no sabía cómo justificar el hecho de inexplicable y
excusarse.
Estallo un trueno, los arboles volvieronse rojos: luego se incendiaron.
De pronto apareció el pequeño bonzo y el personaje de la capa blanca que
paseaban tranquilamente entre las llamas.
-Esto es un encantamiento –murmuro Wang, amedrentado.
Entonces resonó en lo alto una voz terrible:
-Buda quiere que te justifiques. Buda es el rey de la justicia. Regresa a tu
provincia de Hunán, oh, gobernador codicioso y avaro. Vuelve y restituye a tu
pueblo el dinero que has usurpado. Si no obedeces, esas llamas te alcanzaran y
te reducirán a cenizas.
Wang no se hizo repetir la orden. Comprendía que el mandato venia de Buda.
Las sillas retornaron al punto de origen. Wang, al llegar a su palacio, vacio
las arcas llenas de oro y mando distribuir entre el pueblo la enorme riqueza
que había acumulado a lo largo de muchos años de despotismo. Luego renuncio al
cargo de gobernador y se hizo bonzo.
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