Acaso una de las leyendas de amor más inverosímiles y extrañas de la
época clásica, sea la de Pigmalión y su estatua favorita. Según la tradición
popular, Pigmalión era un soberano cretense muy aficionado a la escultura: todo
su tiempo libre lo dedicaba a labrar la piedra, hasta que un día halló que había
esculpido una figura femenina tan hermosa que ya no pudo separarse nunca de
ella. Hasta rogó, e invocó, a los dioses del Olimpo que le permitieran casarse
con aquella estatua de piedra que, por lo demás, era una fiel imitación de la
diosa Venus y, por eso mismo, tenía que ser la diosa quien decidiera lo que había
que hacer al respecto.
Pasaba el tiempo y Pigmalión se sentía cada vez más atraído por aquella
efigie que consideraba su obra maestra. Estaba ya como trastornado y pedía
insistentemente a la propia Afrodita/Venus que le buscara, para hacerla su
esposa, una mujer idéntica a la que él había hecho de mármol. Un día que
Pigmalión se hallaba ensimismado mirando aquella obra maestra observó que se
movía y que —¡oh, prodigio!—, bajaba de su pedestal de mármol y se acercaba
a su hacedor con la misma prestancia de un ser vivo. Sin salir de su asombro,
Pigmalión se vio en brazos de aquella mujer que era una réplica fiel de la
estatua que él había esculpido. ¿Que había sucedido?; pues que la diosa
Afrodita/Venus había decidido dar satisfacción a Pigmalión y, para ello, nada
mejor que convertir su estatua en una mujer real, a la que se la impondrá el
nombre de Galatea. Después de los sucesos reseñados, Pigmalión y Galatea se
casaron, vivieron felices y tuvieron una hija llamada Pafo; ésta era tan bella que
hasta el propio Apolo la pretendió.
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