La
niebla se esfumaba a lo lejos, en el horizonte, en largas cintas luminosas.
Sobre el agua del rio asomaban las flores rojas de la hierba-doncella, los
saucos azules, las azaleas silvestres.
El huerto de los cerezos no estaba apartado del rio: extenso, ordenado, con la
cándida y brillante efervescencia de las florecillas.
El sabio Tze-Chang se detuvo consolado. Y pensaba: “Vengo del oscuro país del
invierno. Aquí el sol es bueno. El agua
no sufre tiranía de los hielos, fluye apacible y límpida”.
El hombre contemplo la hierba-doncella, los saucos, las azaleas y los cerezos
en flor. Descanso un poco: luego reanudo su camino. Pero le parecía tener un
alma nueva, más ligera, más limpia.
Entonces retorno a los países de invierno.
-¡Oh, gente! –gritaba al pasar por los tristes caminos, parándose ante las
casuchas atrancadas. ¡Oh gente! He visto al espíritu bueno. Entre los cerezos,
allá abajo, hay un espíritu bueno. Entre los cerezos, allá abajo, hay un
espíritu bueno que hace felices a las personas de corazón ingenuo.
El que tenga el corazón puro que me siga.
Tze-Chang estaba seguro de haber visto al espíritu bueno. Y tal vez lo había
visto de veras.
-Que me sigan las personas de corazón limpio e inocente.
Las madres abrían las puertas de la cabaña con temor. Los hombres no daban
crédito a la historia del espíritu bueno. Se quedaban en casa, recelosos,
duros.
Un niño avanzo hacia Tzen-Chang: un arrapiezo andrajoso. Luego otro. Iban
incitados por las madres. Ellas creían en las palabras de Tze-Chang, tenían
confianza en él.
-Ve, pequeño, ve al encuentro del espíritu bueno, tú que eres de corazón
inocente.
El sabio, con agitado cortejo infantil, se detenía en los parajes más tristes.
Llamaba, prometía.
Pronto tuvo en torno suyo a una ferviente legión de niños, que lo escuchaban
embelesados.
-Vamos, pues; el espíritu bueno esta allí.
Caminaron todos con afán. Los sostenía un hermoso sueño. Y no sentían el frio,
la niebla no les incomodaba. Un camino largo. Pero el cansancio era vencido por
la certeza del premio.
Llegaron a la orilla del rio de oro. Y vieron las flores rojas de la
hierba-doncella, los saúcos azules, las azaleas silvestres. Contemplaron los
cerezos, y un fluir apacible y cándido de aguas floridas.
Pero al espíritu bueno, no. El más pequeño, el más ingenuo, pregunto al sabio
Tze-Chang:
-¿Tal vez ha huido el espíritu bueno?
-Los espíritus buenos no huyen –observo el sabio Tzen-Chang.
Y alzo los ojos al cielo.
El cielo parecía de seda celeste con copos de algodón, llenos de luz.
-Veo al espíritu bueno –dijo el niño.
-Yo también –dijo otra vocecita.
Todos contemplaron, al fin, al espíritu bueno, sintieron su protección.
Comieron fruta silvestre, bebieron aguas frescas del rio, asomándose a las
riberas floridas de hierba-doncella, saucos azules y azaleas salvajes.
Luego arrojaron las mantas, las fajas los andrajos de invierno, y echaron a
correr bajo los cerezos en flor, alabando al espíritu bueno.
-“No es invención mía espíritu bueno”, pensaba contento, Tzen-Chang. “Allí
donde los niños pueden sonreír, allí donde hay primavera y belleza, el espíritu
bueno está presente”.
Y también el, que tenía el alma inocente, alzo la mano enjuta hacia el cielo de
seda azulada y saludo al espirita bueno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario